Ricardo, el escritor con el que compartiré mesa en el Instituto Cervantes, llegó la noche anterior, pero no pudimos cuadrar. A la mañana siguiente nos comunicamos -estamos en el mismo hotel Mercure, él en la 103 y yo en la 301- y me ofrezco a hacerle de cicerone. Nos conocimos en aquel famoso encuentro de jóvenes escritores que la Fundación Lara organizó en Sevilla, donde se fraguó la vaina esa de la nutella generation. Le asisten, como buen asturiano, la claridad, la perspicacia y el buen talante. Su novela La ofensa ha sido traducida al italiano, lo que le ha permitido ya conocer Milán; Sicilia, por lo que puede observar, es muy distinta. Le recuerda a La Habana, y no anda nada descaminado: yo también sentí, a mediodía, con las calles inundadas de vapores pobres, efluvios de basura y una humedad caliente, la hermandad con esa América Morena que vive a dos velas: sólo faltaba el humo de nafta en el aire.
Cuando, al cabo de una señora caminata por aquí y por allá, de los Normandos a la Porta Felice, nos sentamos a conversar con una birra fresquita, yo ya estaba considerando un temor: no soy capaz de transmitir los fundamentos de mi amor por esta ciudad. Puedo hablar de ella con entusiasmo, pero sobre el terreno siento que no sé mostrar las maravillas que encierra, acaso porque muchas de éstas sean de una índole demasiado subjetiva y emocional, poco susceptible de ser transferida. "No me miren así cuando digo que la amo: ya sé que es fea", proclamaba Ilya en un reportaje sobre Algeciras. ¿De qué otro modo explicar esta boba sonrisa que me brota desde que, cada mañana, pongo un pie en las calles de Palermo?
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