lunes, 30 de junio de 2008

Félix, felicidades

Félix Palma era ya un bicho literario -y un bicho raro, por excepcional- cuando, siendo un muchachín, impulsó con su hermano Juan Carlos uno de los pocos suplementos literarios que ha dado la prensa gaditana, Mosaico. Félix empezaba a afilar sus lápices de prosista virtuoso, y no tardaría en llegar la primera muestra clara de su talento, un libro de relatos aliterativamente titulado El vigilante de la salamandra. Por aquel tiempo descubrió dos cosas: que era posible ganarse la vida con la literatura -pues hay cientos de premios en España con dotaciones óptimas- y que él tenía cualidades para ello. Empezó a ganar concursos a puntapala.
El peligro de volverse concursero profesional es acabar escribiendo no como uno quiere, sino como uno cree que tal o cual jurado quiere. Félix se ha expuesto alguna vez a ese riesgo, pero opino que sus capacidades están por encima de esas astucias. Me acuerdo una conversación que tuve con otro escritor de nuestra quinta, Migue García Argüez, acerca de los inagotables recursos narrativos del sanluqueño. "Esa clase de ideas que creemos geniales y que reservamos como oro en paño -comentamos-, el hijoputa las suelta sin la menor usura".
Yo, que abomino de las bodas, estuve en la suya, con buen beber y buen bailar. Luego hubo un tiempo en que me distancié bastante de él. Creo que en Cádiz se rodeó de gente más bien mezquina, bastante provinciana, y por contagio empezó a ver enemigos, rivales a eliminar por todas partes. Se coció en ese jugo y, es mi opinión, se dejó llevar. Yo no sólo no le guardé rencor, sino que le di todo el sitio que pude, y seguí saludando cada libro suyo -ahí están las hemerotecas- como lector alegre.
Félix, creo, hizo bien en dejar todo atrás y tirar para Madrid. Es probable que siga incubando ciertos rencores hacia las tierras gaditanas, pero la distancia lo relativiza todo. El exilio curte, macera y también dinamiza. No va a hacerlo buen escritor, porque ya lo era cuando partió. Un buen escritor de relatos cortos, además, que es un género mayor. La vida capitalina le dará profundidad de mirada y espantará estériles musarañas. De hecho, ya está recogiendo los frutos: es el nuevo y flamante premio Ateneo de Sevilla. No pude cubrir el acto de entrega, pero ahí estaré, como siempre, para entrevistarle cuando el libro vea la luz. Hasta entonces, de todo corazón, felicidades, Félix.

domingo, 29 de junio de 2008

Bellow y el primer amor

Leí una novela breve de Saul Bellow, La verdadera. Esa señora del título simboliza, para quien no lo sepa, el primer amor: limpio, impoluto, imperecedero, al que siempre se regresa como a un extraño hogar donde los brazos nunca dejan de estar abiertos.
Me he quedado pensando cuál fue mi primer amor, cuál es en mi caso La verdadera. ¿Fue Mari Vito, aquel noviazgo de mis cuatro años al que regalé una corona de plastilina para que no cupieran dudas, con el desastroso resultado de que se le adhirió en el cabello? (luego me perdonó, sí, y aun hoy, adulta ya rebautizada como Vicky, nos sigue uniendo una sólida amistad). ¿Fue aquella chica de un cámping de Lisboa, la primera que dijo querer ser mi novia? (pero también quería ser la novia de un amigo mío: aprendí muy pronto que este iba a ser un mundo promiscuo). ¿Fue el primer beso, congelado para siempre en la pista de una discoteca del norte? ¿La primera novia de iure? ¿La primera de facto? ¿La primera a la que enamoré, o la primera que me enamoró? ¿La pionera en hacerme daño, o la que herí? ¿Aquella con la que me deshice de una incómoda virginidad? ¿O la que me permitió desarrollar cierta pericia? ¿La primera con la que viajé, o con la que compartí piso por primera vez?
Interrogo a Bellow al respecto, y al cabo de un rato siento que me responde con parsimonia:
-La primera, my friend, es siempre la última.
Nota.- Tiene gracia que, encontrándome entre dos bodas -ambas de compañeras del periódico: Isabel Morillo y Mónica Rodríguez- repare en el curioso proyecto de uno de los personajes de Bellow: un servicio de listas de divorcio, esto es, lo contrario de una lista de boda. Un fondo para evitar que el marido o la mujer que abandone el hogar carezca de lo esencial para rehacer su vida. Mis amigas, desde luego, no lo necesitarán, pero ¡cuánta gente!

miércoles, 25 de junio de 2008

Ahí sigue Manolo García

Nunca, lo confieso, he entendido su poesía. Saldremos a la lluvia es el título de su último disco, un nuevo eslabón en esa cadena que abarca ya casi tres décadas: Los Rápidos, Los Burros, El Último de la Fila, y desde hace cuatro álbumes, su historia en solitario. Las primeras noticias que tuve de su arte me las dieron unos amigos de mi hermano que versionaban sus canciones y escribían otras con papel de calco. Yo ya estaba en mis extremos metaleros y todo aquello me sonaba blandurrio, aunque no podía negarles personalidad y talento.
La semana pasada volví a entrevistar a Manolo García, hombre amable, bastante de verdad -y más considerando lo que suele haber en el mundillo- y ágil conversador. Casi lo había olvidado, pero recordé otro encuentro que tuvimos en Cádiz, seis o siete años atrás, y que no me resisto a recrear aquí: habíamos quedado para una entrevista a media tarde, antes de la prueba de sonido, y no sé por qué razón no me presenté. Con tanto periodista detrás de él, debí de pensar, no iba a notar mi ausencia. El caso es que esa noche terminé a altas horas en los bares de la Punta de San Felipe, y al entrar en el baño de uno de ellos me encontré de frente con... Manolo García.
Vaya por delante que los dos estábamos muy perjudicados. Pero, o bien es muy intuitivo, o pudo leer en mi cara el sentimiento de culpa que me atenazaba, porque me saludó:
- Er... tú eres...
- ... Sí, quien tenía que entrevistarte esta tarde.
- Bueno, ¿y qué hacemos?
- Pues...
- ¿No querrás hacer la entrevista aquí, no?
- No, hombre, no.
- Mira, mejor me llamas mañana, después de comer. Aquí tienes mi número- y se perdió.
Por mucho menos he visto a figuras del pop ponerte una cruz. Manolo García fue indulgente, al día siguiente estaba al otro lado del teléfono, y yo pude publicar mi flamante entrevista. Por eso, el pasado viernes acudí a la cita con puntualidad británica. Nada me importó esperar a cuatro compañeros que iban delante: se lo debía. Ahí sigue, me dije al verlo tras las cámaras. Y yo también, añadí para mis adentros, no sin extrañeza.

Último abrazo para Juan Manuel González

Redactar necrológicas de amigos no es grato. Ya no soy joven y, sin embargo, a veces siento que llevo demasiadas. La última fue de Juan Manuel González. Salió el teletipo y se me heló la sangre. Pensé en la última vez que le vi, en Madrid, en la presentación del poemario de Julia Uceda... No, era con la novela de Magdalena Lasala. Lucía muy pálido, achacoso, apoyado sobre un bastón. Las cosas le habían venido, al parecer, feas, pero nadie creía que tanto. Recuerdo que Ana Gavín, de Planeta, le espetó cariñosamente para que soltara el báculo ese, que le echaba encima veinte años, ¡con lo coqueto que había sido Juan Manuel siempre! De eso hacía ya unos meses; el otro día, me cuentan, el poeta se descerrajó un tiro en la frente. Un tiro, Juan Manuel, como si fueras Werther o José Asunción Silva.
"Fui a una revisión rutinaria -nos contó una vez- y me sacaron de todo: azúcar, colesterol, triglicéridos, qué se yo... Le pregunté al doctor cómo podía ser eso. ¿Qué edad tiene? Cuarenta y dos, respondí. ¿Qué ha hecho los años anteriores? Fumar, beber, trasnochar, todo eso, le dije. Pues ahí tiene la explicación". Entonces empezó a cuidarse, adelgazó de forma espectacular. Lucía feliz, o al menos razonablemente satisfecho.
No sé, no quiero saber, qué circunstancias llevan a uno a buscarse el arma, cargarla, apuntar, apretar el gatillo. Es demasiado, no alcanzo a eso. Sólo quiero darle aquí el último abrazo. Sabiendo que nunca fuimos lo que se dice amigos, pero que nos llevamos siempre bien. Viéndole con la melena medio volada junto a la peña de Arcos, encendiendo su pipa trabajosamente, reprochándome de buen tono que no le enviara mis libros, porque Juan Manuel, de natural disfrutón, era un insaciable acumulador de libros, hasta el punto que, si no recuerdo mal, tenía un piso en Madrid sólo para albergar a sus queridos amigos de papel, como Diego Manrique tenía otro -o dos- para guardar discos.
Libros y premios, los tuvo todos. Amigos buenos, yo creo que también. Ni unos ni otros sirvieron para hacerle cambiar de idea. No tengo en Sevilla ningún poema suyo a mano, y lo lamento. Por eso este abrazo quisiera tirar de él, atraerlo a la luz de este mes de junio al que el poeta Juan Manuel González ya nunca se va a reintegrar.

martes, 24 de junio de 2008

El miedo (y III) con Veronesi

En la entrevista con Letteralmente, puesto que se trata de una web italiana, quise hablar, al referirme al miedo, sobre la novela Caos calmo, de Sandro Veronesi. Fui a ver la versión para el cine, tan abreviada, tan Nanni Moretti. Luego me sorprendió leer alguna reseña en la que hablaba de los miedos del protagonista. ¿Miedos? Yo creía que lo realmente interesante del personaje central es precisamente que ha perdido el miedo: eso es lo que lo hace atractivo y peligroso.
Uno de mis superhéroes favoritos era Dan Defensor, el genuino Daredevil, apodado El hombre sin miedo. Años después, Mel Gibson se hizo famoso encarnando a un policía invencible precisamente porque nada le amedrentaba: si tenía que convencer a un suicida de que bajara de la azotea, se subía él mismo a la cornisa; si alguien le apuntaba, él se exponía, dispuesto a abrazar la bala. Estos días se habla mucho de José Tomás, un torero que no rehúye el peligro, sino que más bien parece ir a su encuentro con determinación, con vocación de mártir.
[cosa curiosa, he recordado aquello que contaba Quiñones, de la tarde en la desaparecida plaza de toros de Cádiz cuando, haciendo Cagancho una faena mediocre, alguien le gritó desde los tendidos "¡anda ya, que no tienes ni miedo!" Y eso era la máxima carestía para un diestro, la ofensa suprema por parte del respetable]
Alguien sin miedo es insobornable. A quien no tiene miedo le asiste un poder asombroso. No es fácil ser Arma Letal, ni José Tomás. Tampoco está comprobado que esas actitudes garanticen el bien para la sociedad. Lo importante es que los niveles de miedo colectivo se mantengan bajos. Aunque sólo sea porque debemos tenerle mucho miedo al miedo.

domingo, 22 de junio de 2008

El miedo (II) con Fernando Quiroz

Al día siguiente me tocó rueda de prensa con Jorge Edwards y Fernando Quiroz, respectivos ganador y finalista del premio Planeta-Casamérica. Recuerdo que, muy jovencito, fui alumno de un seminario que Edwards dirigió hace una pila de años en Madrid, y que yo no veía con simpatía la espantada del chileno de Cuba que dio pie a su más famosa obra, Persona non grata. La edad me ha hecho comprender mejor sus críticas a las dictaduras de izquierdas, pero el aspecto de ese antiguo diplomático que fue amigo de Neruda no acusa el paso del tiempo: está hecho un chaval.
El colombiano Quiroz, por su parte, ha escrito una novela, Justos por pecadores, en la que ajusta cuentas con el Opus Dei que le puteó durante años, a golpe de cilicio y amenazas infernales. En medio de la entrevista, nos contó que después de publicada la novela se encontró en un parque con un conocido cura de la Obra. "Nos hemos reunido y hemos decidido no tomar represalias contra ti", le dijo. El escritor nos contó que sintió un enorme pavor ante esa confesión, mucho peor que si lo hubieran llamado para amenazarlo directamente.
Me acordé de esa escena de Tesis en la que Ana Torrent pone una cinta de torturas filmadas en el vídeo, pero anula la imagen de manera que sólo se oyen golpes y gritos. Me parece lo más inteligente de la película de Amenábar, que sabe que el cerebro del público siempre barajará opciones más monstruosas que cualquiera de las que el director pueda concebir. Es más, cada espectador creará su propio espanto individual, de modo que el horror será unánime.
En el caso de Quiroz, el cura inoculó en su cerebro el germen de las suposiciones. El hombre sentía, claro, el alivio de ser absuelto, pero la idea de que su destino lo decidieran cuatro majaras con sotana, la posibilidad de que esa reunión hubiera arrojado veredictos diferentes, se antoja más intimidatoria si cabe.
Moby Dick asusta mucho más, en fin, en las 536 páginas donde no resopla. En el miedo, como en casi todo en la vida, menos es más.

lunes, 9 de junio de 2008

El miedo (I) con Abilio Estévez

Por no salir de Cuba, de mi Cubita bella, fui a entrevistar a Abilio Estévez con motivo de la salida a la luz de una nueva novela suya, El navegante dormido. Pero antes de salir respondí al cuestionario que me envió la buena gente de la revista digital siciliana Letteralmente (www.letteralmente.com). Me preguntan, entre otras cosas, qué temas atraen a la literatura española actual. Arrimo el ascua a mi sardina y respondo: el miedo. Digo que no va a salirnos gratis la suerte de haber vivido en la era del 11-S, que la administración del miedo es la gran cuestión del mundo de hoy.
Pienso en el libro de José Antonio Marina, La anatomía del miedo, en la relación entre los peligros objetivos y el miedo como instinto de supervivencia. En las novelas de Abilio Estévez siempre hay una amenaza inconcreta, difusa, que impregna la atmósfera de cada página y tensa la narración como un arco. Los peligros evidentes, los enemigos con rostro y nombre, pueden ser terribles, pero aquello que no identificamos con claridad es ya patrimonio del escalofrío.
Hablamos, saltando de tema en tema, de dos cosas que dan miedo: el barrio cubano de Mantilla -en el municipio de Arroyo Naranjo- y Virgilio Piñera. Mantilla es un barrio duro, alejado de los encantos coloniales de la capital habanera, con el único prestigio, que se sepa, de haber alumbrado al escritor de novelas policíacas Leonardo Padura; territorio de machete fácil donde, según le gusta decir a los lugareños, "Supermán se quitó la capa y se sentó a llorar". Yo lo visité de noche cerrada, camino de una fiesta atravesando calles y calles inhóspitas y medio desmenuzadas por la erosión, pero entre la buena compañía de los amigos y la moral que da el ron, no me asusté en ningún momento.
La lectura de Piñera, sin embargo, me ha provocado algunos de los terrores literarios más hondos y persistentes que recuerdo. Él me confirmó que Poe es superior a Lovecraft porque, mientras éste se empeña en mostrar criaturas viscosas y deformidades indecibles, aquél deja que germine un miedo mucho más sutil. En concreto, hay dos relatos que no olvidaré nunca: Un fogonazo y Salón Paraíso. En ninguno aparecen fantasmas ni monstruos ni nada por el estilo. Es más, yo creo que su autor en el fondo no se proponía asustar a nadie. Pero, volviendo de la entrevista con Estévez, he llegado a casa, he cogido el volumen de los Cuentos completos y no he podido abrirlos sin que se me erizara la piel.

En casa de Natalia Bolívar

Descendiente del libertador americano, discípula aventajada del gran Fernando Ortiz, la compañía y la conversación de Natalia Bolívar son lujos que he podido disfrutar varias veces. La primera en Cádiz, donde también pude hablar con aquel cantante y hombre bueno llamado Lázaro Ros, y donde experimenté el placer de tocar los tamborés batá que en Cuba son considerados santos por sí mismos, y a los que se agasaja con todo tipo de ofrendas; la última, esta semana en Sevilla, con el pretexto de la presentación del último libro de Natalia, Los orishas del panteón afrocubano, que acaso no contenga demasiadas revelaciones para los iniciados, pero sí valiosas pistas para quienes conozcan poco o nada acerca de la santería.
Pero quiero recordar aquí, entre un encuentro y otro, aquella visita que hicimos a casa de Natalia una amplia delegación de gaditanos, entre los que se encontraban políticos, periodistas, funcionarios, intelectuales varios, cada uno de su padre y de su madre. El único requisito era que cada invitado llevara una botella de ron, con lo que la mesa de la sala principal se vio cubierta en un momento por unos 30 litros de plata embotellada y destilada de los cañaverales de Santiago de Cuba. La reunión empezó de lo más pacífica, escuchando la caricia de un violín que acompañaba los cánticos yorubas del grupo habitual de Natalia. En un momento dado fui al baño y me demoré observando la espléndida colección de pintura de nuestra anfitriona -creo recordar un Portocarrero, un Mariano, un Lam-, un descomunal busto en bronce del antepasado Simón y un no menos gigantesco, si bien amigable, galápago que casi obstruía el pasillo.
Pues bien, los violines dieron paso a los tambores, el ron corrió con alegría, y en un momento dado todos nos vimos inversos en una espiral de la que parecía imposible salirse, un subidón de bailes y voces en cuyo éxtasis, sin duda, llegamos a ver el rostro de dios, que es la dicha suprema. Unos y otros, autoridades y canalla libresca, parecíamos los niños de Hamelín calzados con las zapatillas rojas del cuento, hipnotizados bajo el poder de las músicas de Yemayá, Eleggua y Changó. Lo último que recordamos es que, en pleno apogeo de la fiesta, la turba salió a la terraza a recibir un aguacero benéfico, redentor, que nos mandó a casa pipando pero purificados.
Después he visto otras cosas, algunas de veras asombrosas, relacionadas con el culto a los santos afrocubanos. Pero nada como aquel trance colectivo en casa de Natalia Bolívar, aquella epifanía habanera. He intentado a veces buscar la palabra exacta que resumiera esa noche, pero sólo se me ha ocurrido el viejo lugar común: magia.

sábado, 7 de junio de 2008

Tokio la nuit (y III) Kawabata en Asakusa

Sospecho que a lo largo del tiempo ha debido de haber más de una Asakusa. La que Yasunari Kawabata describe en su novela La pandilla de Asakusa es, como indica la contraportada, una mezcla de Montmartre y Times Square -pasando, añadiría yo, por el viejo Paralelo barcelonés-, un espacio entre la libertad y el golferío, lleno de locales de revista, clubes de jazz y atracciones nocturnas.
La zona que yo conocí, diurna pero muy concurrida, carecía de la atmósfera canalla que describe el Nobel japonés. Guardo de ella recuerdos fragmentarios, pero muy vívidos. El primero, la silueta de la Asahi Beer Tower, que como su nombre indica emula un vaso de cerveza coronado por un pegote de espuma ("Aunque a mí me parece más bien una caca", reconoció Yayoi).
Luego, el imponente templo Senso-ji, al que accedimos luego de sortear un largo pasillo de tiendas donde me dejé mis buenos yenes comprando muñecas de madera y preciosos juegos de sake. Por allí vi paseando a un inconfundible luchador de sumo, mole carnosa en medio de la turba consumista, cuyo único secreto es, siempre según Yayoi, comer bastante tarde y regalarse largas y profundas siestas.
Ya dentro del templo, entre descomunales lámparas de papel, incensarios, efigies de buda y alguna soberbia fuente, esas huchas de la suerte a las que también se refiere Kawabata, llamadas o-mikuyi: agitas la hucha y dejas que asome una de las varillas que contiene por un agujerito. La varilla indica el número del cajón donde está prescrito tu futuro, sólo tienes que abrirlo y tomar una hojita escrita en japonés e inglés. En caso de que el pronóstico sea desastroso, basta con hacer un lazo con el papelito alrededor de unos alambres instalados al efecto, y el sangangui -la palabra gaditana que suena más japonesa- queda al instante conjurado.
Nota 1.- Me gusta la foto de la solapilla, donde aparece Kawabata sonriente y fumando. No se lo llevó el tabaco, sino el filo de la katana: se suicidó a los 72 años.
Nota 2.- Cuando García Márquez vino a Cádiz, nos habló de El palacio de las bellas durmientes, de Kawabata. Se lamentaba de no haber tenido una ocurrencia igual de brillante. Pero para qué: años después publicaba la floja Memoria de mis putas tristes.
Nota 3.- Habrá que hacer algún día una colección de motivos por los cuales los grandes se hicieron escritores. Mohamed Chukri, por ejemplo, decía que el quiso ser escritor desde que, siendo niño, vio que todo el mundo saludaba por la calle con sumo respeto a un poeta (el nombre del poeta lo hemos olvidado, pero el de Chukri no). En el caso de Kawabata, la iluminación vino al ver a Tanizaki, autor consagrado -y uno de mis ídolos- rodeado de chicas hermosas.

Tokio la nuit (II) Murakami en Shinjuku

Shinjuku es zona de rascacielos, de tiendas donde los turistas adquieren superi-pods que no les caben en el bolsillo, pero también alberga un gigantesco parque, el Shinjuku Gyouen, lleno de árboles primorosamente podados, cómicos y músicos ambulantes, tranquilas familias retratándose junto a un estanque agitado por el aleteo de pececillos rojos. Shinjuku es casi una ciudad en sí misma dentro de Tokio, y dentro de Shinjuku casi podemos hablar, como si se tratara de una matrioshka, de otra ciudad conocida como Kabukicho, o sea, Ciudad Kabuki. "Área mafiosa", me advirtieron mis guías japonesas, pero exenta de peligro más allá de las prevenciones al uso.
Kabukicho es sitio de buen comer y buen beber, pero buena parte de su fama se la debe a su carácter de barrio rojo. Yo no tuve tiempo de explorarlo en su apogeo nocturno, pero me cuentan que la variedad de su oferta es mucho más ilimitada que la capacidad humana para fantasear. Desde tradicionales sex shops a los más sofisticados supermercados de sexo, todos los placeres lúbricos -incluido el ligue de toda la vida, pero en locales muy estudiados a tal efecto- están al alcance de la mano en Kabukicho.
Pues bien, éste es el escenario de Sopa de miso, la novela de otro Murakami, el escritor, músico y cineasta Ryu Murakami. Al empezar me temía una especie de American Psycho a la japonesa, pero confieso que a mitad de la novela ya estaba cautivado. Hay pasajes de violencia extrema, pero siento que es algo más que un thriller sangriento. Por otro lado, me dejó cavilando acerca del muy japonés gusto por el desmembramiento, que va de Mazinger Z o los Transformers -cuyos poderes radican, entre otras cosas, en la capacidad de descoyuntarse o de hacerse pedazos para reunirlos luego- a películas del tipo de la sádica Ichi the killer, donde al final no queda nadie con el cuerpo en su sitio. Eso me ha hecho pensar también en una de las manifestaciones del porno más extravagantes que conozco: un catálogo fotográfico que vi hace tiempo, lleno chicas japonesas que posaban con vendas o escayolas, muchas de ellas dispuestas de tal modo que simulaban mutilaciones.
Y al mismo tiempo, la ingenuidad sexual de los japoneses puede llegar a ser enternecedora. Mi amiga Yayoi, que no es ninguna niña, me preguntó durante una cena en qué consistía exactamente un sex-shop. Traté de explicárselo como buenamente pude, y después de meditar un rato en silencio me preguntó: "Pero... ¿Hay probadores?"
Nota.- Una de las palabras japonesas más fáciles de retener es chin-chin, que designa al sexo masculino. De ahí a leerse el Libro de Genji en su lengua original sólo hay que estudiar un poco.

viernes, 6 de junio de 2008

Tokio la nuit (I) Murakami en Roppongi

La última semana de convalecencia se hizo un poco angustiosa, de modo que decidí ejercitar la lectura como evasión deliberada, consciente. Tada me había devuelto a Japón, y me propuse regresar a Tokio -donde sólo pude estar físicamente unos pocos días- a lo largo de tres noches seguidas, valiéndome de tres libros previamente elegidos. Personalmente prefiero el avión, pero si uno pone mucho empeño tampoco está tan mal volar sobre la letra impresa.
La primera noche me terminé el volumen de relatos de Haruki Murakami, Sauce ciego, mujer dormida. Murakami menciona a menudo Roppongi, conocida como zona pija y de notable animación nocturna. Ninguno de estos factores deben predisponer contra este distrito, toda vez que a uno le acompañen los suficientes yenes y el ánimo trasnochador. Calidoscopio monumental, Roppongi es un derroche de neones de colores sobre fachadas que te desnucan, pero sin el aire decadente a lo blade runner de un Shanghai. Su trasiego a pie de acera no se detiene nunca, y ni siquiera a las claras del día siente uno que desfallezca ese hormiguero vicioso y alegre. Mucho restaurante caro, sí, pero sobre todo locales de copas en cuyas puertas vemos arremolinarse a los porteros enchaquetados, corpulentos, muchos negros norteamericanos y latinos. Si te convencen para que subas, entras con ellos en un ascensor: cada uno de los pisos alberga un garito diferente. En la plaza de Taksim, en Estambul, estuve en sitios parecidos, pero a lo sumo tenían tres o cuatro plantas. Aquí estamos hablando de muchas más. Sólo un detalle hace antipático Roppongi a mi criterio, y es la insistencia de los camareros para que consumas continuamente. El espacio en Japón es caro, y si vas a ocuparlo más vale que pagues por él. Pero Roppongi, insisto, bien vale unos billetes, aunque sólo sea para sentirse dentro de aquellos cuadros pintados a aerógrafo que en los 80 trataban de imaginar cómo sería la diversión nocturna en el siglo XXI.
¿Y Murakami? Se sabe que en España se dio a conocer sólo hace unos años, cuando ya llevaba mucho tiempo siendo una celebridad en Japón y en Estados Unidos. Cuando algún amigo me ha preguntado qué tiene Tokio Blues para enganchar tanto, sólo he atinado a responder con un recurso borgiano: nada especial, pero tiene encanto. Ese encanto también asiste a sus cuentos, algunos tiernos, otros reflexivos, más de uno estremecedor. Algún crítico ha dicho que son buenos porque se antojan novelas abortadas. Disiento completamente. Más bien serán las novelas de Murakami relatos musculados, porque cada una de las piezas de este libro tiene su propia entidad y constituye un universo cerrado y completo, idóneo para perderse en él como en el laberinto insomne y luminoso de Roppongi.

domingo, 1 de junio de 2008

Otras lecturas/relecturas del mes de mayo

Flann O'Brien. La boca pobre.
Antonio Rivero Taravillo. Las ciudades del hombre.
Juan Manuel Romero. Hasta mañana.
Adam Mickiewicz. Sonetos de Crimea.
Marco Denevi. El jardín de las delicias.
Rafael Courtoisie. Amador.
Edwar W. Said. Representaciones del intelectual.
VV.AA. ¡Agua va!
Ángel Olgoso. Astrolabio.
Ernest Hemingway. Cuentos completos.
Ernest Hemingway. El viejo y el mar.