domingo, 31 de agosto de 2008

Otras lecturas/ relecturas del mes de agosto

Andrea Camilleri. La pensión Eva.
Tobias Wolff. Cazadores en la nieve.
Enrique Vila-Matas. Dietario voluble.
Gary Giddins. Bird, el triunfo de Charlie Parker.
Giovanni Falcone. Cosas de la Cosa Nostra.
Washington Cucurto. El curandero del amor.
Tomás González. El rey del Honka-monka.
Rafael Barrett. Hacia el porvenir.
VV. AA. Antología de la poesía popular china.
A. Hernández. El Betis, la marcha verde y otros cuentos de fútbol.
Jorge Franco. Maldito amor.
Gianni Stuparich. La isla.
Giorgio Todde. La loca bestialidad.
Giorgio Todde. El estado de las almas.
Fernando Vallejo. Mi hermano el alcalde.
Juan Gossaín. La balada de María Abadía.
Eduardo Jordá. Orco.
Alexis de Tocqueville. Quince días en el desierto americano.
Fatima Mernissi. El amor en el islam.

Por Cerdeña (VI) De Sassari al fin de trayecto

Claro que después de catar ese edén fragante a salitre y hierbas toca un poco de infierno. La entrada a Sassari sirve a tal efecto: aire de polígono industrial, caóticas indicaciones de tráfico, farolas que destilan luz verdosa, poco transeúnte a la vista y mucho conductor irritado y con prisa. ¿Esto es Sassari? Y luego la plaza mayor, cuidada en limpieza y orden pero como rechazada por los vecinos, huérfana de orgullos locales. Caminamos de aquí para allá, y el lugar más concurrido que encontramos es un despacho de comida rápida de enorme éxito en cuyos alrededores, sentados en casapuertas o metidos en sus coches, devoran los paisanos sus tristes perritos y hamburguesas.
Es Sassari tan feúcha, y que me perdonen sus más chauvinistas vecinos, que cuando subimos al cuarto piso de un restaurante para cenar, comprobamos que la terraza está vedada a la vista por una tapia, cuando lo usual sería deleitar a la clientela con vistas panorámicas. Y sin embargo, no nos han de faltar ni la simpatía del sardo y la sarda, ni la buena comida ni el confortante trago de mirto ni otros signos de identidad de esta isla que venimos celebrando desde el primer día.
En el camino a Porto Torres, hacemos un alto para visitar el monte Accoddi, algo así como una pirámide azteca en miniatura, que a juzgar por lo que nos cuenta el vigilante a la entrada -no bligliettero: el acceso es gratuito- no causa precisamente sensación entre los turistas. Una pena, porque aunque no haya escupido restos arqueológicos dignos de mención, el Accoddi, salvo para quienes detesten las lagartijas, tiene su gracia y su misterio. De modo que, desde este post, decimos al ocasional viajero a la Cerdeña: visite el monte Accoddi, visítelo.
Antes de despedirnos de la isla rodamos hasta Stintino y su costa, que bien puede presumir de aguas clarísimas, para caretiar largamente, que dirían en Colombia, entre peces variadísimos y de buen tamaño, cormoranes adormecidos sobre las rocas y alguna solitaria estrella de mar vestida de rojo coralino. Y sin tiempo casi para secarnos, el regreso a Alghero, almuerzo e imprescindible granita de postre, devolución de Limoncello, paseo por las murallas, saludo final a las ventanas que miran a poniente y a los veleros del muelle. Las águilas del Mediterráneo, mal que nos pese, deben reanudar el vuelo. Pero ahora ya conocen el camino de vuelta.

Por Cerdeña (V) De La Maddalena al paraíso

Lo confieso, me fascinan las islas vinculadas a otras islas del mismo modo en que de niño no me asombraban tanto los planetas como los satélites. Todas las grandes islas tienen sus lunas, y Cerdeña no es una excepción. Tomamos así un barco hacia La Maddalena, amor a primera vista, instantáneo y fulminante, pero al que atendemos como un rollito de circunstancias porque nos tira más Caprera, isla menor a la que peregrina mucho italiano con objeto de visitar la tumba de Garibaldi. Para nosotros, en cambio, será una hermosa tarde de buceo y un paseo grato por pinares en los que, según prescriben las señales, está prohibido dar de comer a los jabalíes.
Santa Teresa Gallura, ya en tierra firme y asomada a Córcega, nos depara un desayuno energético y la caricia de un solecito matinal cargado de esencias marinas antes de partir hacia la Costa Paradiso, probablemente la mayor y mejor concentración de calas con encanto de toda Cerdeña. Hay mucho donde elegir, pero nos quedamos con Tinnari, espléndida playa junto a la Isola Rossa. No demoraré en explicar la jornada de buceo que nos regalamos, cuidando de sortear, eso sí, una que otra medusa y un invencible ejército de erizos. Pero el momento de ingresar, a través de un estrecho desfiladero, en una piscina natural de aguas turquesas primorosamente envueltas en pulida roca perdurará mucho tiempo en nuestra memoria.
Hasta aquí el paraíso previsto, el que habíamos escrutado previamente en Google Images. Pero poco antes del atardecer, por sorpresa, nos sale al camino la visión de Castelsardo, pueblo maravilloso encaramado a una montaña pero mojando también los pies en un coqueto puerto pesquero. Castelsardo bello, con su asombroso castillo del siglo XII, su altiva catedral como una novia amenazando lanzarse al despeñadero si no la amamos -y ahí sigue, porque respondemos a sus deseos-, su callejeo delicioso y sus viejas a las puertas de sus casas enredando, esto es, enlazando artesanalmente tallos y juncos para fabricar de todo.
Iván lleva todo el viaje soñando con instalarse en esta o aquella villa sarda, especulando con el bar donde iría cada tarde a tomar café o el apartamento que alquilaría para escribir frente al mar. Yo le animo con el egoísta objeto de tener un amigo en Cerdeña al que visitar. Creo que a ambos nos complace Castelsardo, olvidado por las guías al uso pero bien grabado ya en nuestro listado de predilecciones, tan estrechamente avecindado con la felicidad.

Por Cerdeña (IV) De la Costa Esmeralda al pasado

Una ancha autopista nos trae de nuevo hasta la costa, y a la altura de Siniscola ya rodamos al reencuentro de las incómodas pero en el fondo lindas vías secundarias. Por ejemplo, la que nos lleva a La Caletta, guiño literario a esa revista de la que estoy dolorosamente dimitido, Posada, Budoni, un alto en el camino para que Iván se torture las manos capturando higos chumbos, San Teodoro y el cabo Coda Cavallo, donde almorzamos y buceamos un rato frente a las imponentes islas de Molara y Tavolara, ésta última reino independiente hasta anteayer, como quien dice. "Magnífica masa de roca que me fascinó por la esplendidez de su pesada forma", dice Lawrence, y no es difícil suscribirlo.
Pasamos por Olbia casi sin rozarla y vamos buscando las maravillas prometidas por la publicidad de la Costa Esmeralda, sin saber que nos estamos adentrando en un infierno de embarcaderos pijos y urbanizaciones horteras, desde el Golfo Aranci a Porto Cervo, pasando por Porto Rotondo y Capriccioli, Baia Sardinia y Cannigioni. Terror de bolsillos modestos, bastión inexpugnable contra el buen gusto, pernoctamos como podemos en un cámping carísimo deseando que llegue el nuevo día y dejemos atrás tan desdichado litoral.
A la mañana siguiente, como estaba mandado, brilla el sol sobre Palau y calienta nuestros corazones camino de la roca conocida como l'Orso por tener la forma de esos plantígrados que tanto le gustaban a Timothy Treadwell. Luego dedicamos buena parte de la jornada a visitar arqueología: las singulares tumbas de gigante, las necrópolis de Li Lolghi y Li Muni y un curioso tempietto en lo alto de una trabajosa colina, ¡que no se diga que en este viaje falta el senderismo!
Pero la estrella de la piedra milenaria en Cerdeña son sin duda los nuraghe, varios de los cuales visitamos por fuera y por sus a menudo insalubres adentros.
"No lo describiré", dice de uno de ellos Vittorini, "para mí, todos los que he visto carecen de interés interno. Presencias misteriosas en la campiña...". Pero interés sí que tienen estas torres, casi chimeneas habitables, construidas piedra sobre piedra pero con pericia y buena cabeza, que de pronto se yerguen a un lado de la carretera sin que nadie sepa datarlos con certeza, ni atribuirlos a otra civilización que sea la "nurágica". Hoy atracciones turísticas los mejor conservados, cagadero de ovejas los más apartados, son el orgullo de los sardos por lo mismo que triunfan tantas ruinas: por grandes, viejas y misteriosas.

Por Cerdeña (III) El Nuoro de la Deledda

No es que haya alumbrado Cerdeña a muchos escritores, pero sí buenos. Puede presumir la isla de tener incluso a una premio Nobel, Grazia Deledda, que de algún modo nos obliga a desviarnos de la ruta marítima para visitar su ciudad natal, Nuoro. Villa del interior, resplandeciente en medio de la tupida oscuridad de las montañas, no cuesta nada imaginarla como un espacio bastante opresivo para una muchacha de finales del XIX, por más que hoy despliegue notables jaleos de verbena a lo largo y ancho de su casco histórico. Cenados y con su buen traguito de mirto en el cuerpo, nos vamos pronto a la cama para aprovechar la mañana siguiente bien descansados.
"No hay nada que ver en Nuoro, cosa que, a decir verdad, siempre es un alivio". No había entendido esta afirmación de D.H. Lawrence hasta que, después del capuccino, caminé un rato por sus calles apacibles, nada afectadas. La calle Grazia Deledda conduce a la casa natal de Grazia Deledda, cerca de la cual hay un supermercado con el nombre de la única novela que me he leído de la Nobel: Cósima. Guardo el ticket de una pequeña compra como prueba.
La casa museo, muy cuidada, es más interesante de lo que esperaba. Después de conversar un rato con los vigilantes -maravillados con el hecho de que los españoles jugáramos de niños, como ellos, al trompo o la peonza, trotola en italiano, que aquí llaman bardofula y tienen por invento bien sardo- exploramos las habitaciones de la Nobel, observamos su caligrafía espinosa en los manuscritos expuestos y sus facciones rígidas en varias fotos. Poco agraciada en la isla de las guapas, rodeada de mar pero criada entre colinas, la Deledda -como su medio coetánea Maria Messina en Sicilia- quería escapar, decir adiós a todo esto, y encontró la llave en la literatura. Tanto quiso alejarse, que se coló en Estocolmo y tropezó con las prestigiosas coronas.
A la salida, los amigables vigilantes nos invitan a dejar una firma en el registro de visitas. Por tanta bella ciclista sonriente como hemos venido viendo estos días, pero también por la lucha paciente y emancipadora de todas las Deleddas que en el mundo han sido, sólo se nos ocurre un único comentario: "Vivan las sardas!"

Por Cerdeña (II) De Cagliari a Arbatax

Son muchos lugares y el resumen se impone: Las dunas de la playa conocida como Piscinas, unas de las más grandes de Europa según dicen; la zona minera de Iglesias, surcada por mareantes curvas; la isla de Sant' Antioco, San Giovanni Suergiu, Porto Botte, Giba, Sant' Anna Arresi, Teulada, Domus de Maria, Santa Margherita y al fin Pula, villa de fiesta esta noche, con conciertos al aire libre y librerías abiertas hasta tarde y terrazas llenas de veraneantes, y todo ello junto a las ruinas de Nora, en las que Iván buscará en vano restos púnicos dignos de admiración. En una calita de la playa aledaña pasaremos la noche. Con frío, sin conciliar bien el sueño, pero con la recompensa de un amanecer rojo y hermosísimo tras los mástiles de los veleros.
A la mañana siguiente, tras el desayuno, Cagliari, la capital de la isla. No sé por qué, esperábamos menos, pero es una ciudad fantástica, alegre, soleada, muy acogedora. "Una Jerusalén de Cerdeña, fría y amarilla" la llama el siciliano Vittorini en un cuaderno de viaje que acabo de releer. Y D. H. Lawrence también la define en sus notas como "Fría, pétrea". No, a nosotros se nos hace cálida, muy europea mediterránea, con los cafés de su Via Roma porticada, el trabajoso pero agradecido ascenso al bastión panorámico, y con un poco más de esfuerzo la catedral, cerrada a cal y canto pero con su órgano ensayando portentosas notas.
Seguimos por Quartu Sant'Elena, cubrimos un largo trayecto y antes de que caiga el sol estamos en Arbatax. El citado libro de Vittorini, Cerdeña como una infancia, muestra en su portada a unos chicos lanzándose al mar desde unas rocas que, más que sardos, parecen clavadistas mexicanos o brasileños. Pues bien, esas rocas, que en la realidad son de un rojo suave y que el mar no ha llegado a maltratar, puliéndolas por el contrario con una increíble delicadeza, pertenecen a Arbatax, y a esta hora de la tarde no es raro ver a chavales lanzándose desde lo más alto con olímpicas piruetas.
Pero tan emocionante es explorar este litoral desde el aire como bajo el agua: la roca cae verticalmente hasta una profundidad considerable, se tiñe con bonitos líquenes y acoge una población abundante y variada de peces confiados. Aquí uno no siente, como en otros litorales, que la tierra y el mar se repelan como el agua y el aceite; antes bien, forman una pareja de amantes bien avenidos, un matrimonio de piedra y sal digno de vitorear.

jueves, 28 de agosto de 2008

Por Cerdeña (I) De Alghero hacia el sur

Me viene a la memoria un episodio de El Corsario de Hierro -el mejor héroe, con diferencia, del cómic español- titulado Las águilas del Mediterráneo, en el que unos piratas iban arrasando una por una todas las islas del Mare Nostrum y, de paso, los lectores de la historieta aprendían un poco de geografía. Iván y yo decidimos, apenas tres días antes, el asalto a Cerdeña, gran desconocida y sin embargo poseedora para nosotros de un antiguo magnetismo.
Entramos por Alghero, villa fortificada, con evidente éxito turístico, amable y sin embargo un tanto indecisa, como pueden serlo muchas ciudades de Malta. Sorprende que mucha gente, sobre todo de edad avanzada, hable un catalán claro y ortodoxo.
Con un Honda Logo amarillo chillón de alquiler, que no tardaríamos en bautizar con el nombre de Limoncello, enfilamos la carretera hacia el sur rozando el bellísimo litoral, pasando por Bosa y su río, Tresnuraghes, Cuglieri, Santa Caterina di Pittinuri, S'Archittu, San Giovanni di Sinis y por fin Tharros, asentamiento fenicio bien conservado que se despliega muy hermosamente junto a la playa dominada por una formidable torre aragonesa, ¡gran lugar para que florezca la civilización, sobre todo si es muy civilizada y muy milenaria!
Con la noche ya caída, en una villa llamada Cabras, hacemos un descubrimiento y una constatación. El descubrimiento se refiere a la pasta a la bottarga, delicia cocinada con huevas de pescado autóctono, el muggine -en España mújol o cabezudo. La constatación es que el sardo es uno de los pueblos más simpáticos y hospitalarios del Mediterráneo. Salvo algún camarero malaje que encontraremos por el camino, todo el mundo aquí es sano, educado y con una amabilidad que nos parece como de otro tiempo.

miércoles, 27 de agosto de 2008

San Francisco tiene su propio son

No sé si se referían a esta gran ciudad del oeste americano, pero eso cantaban Orestes Vilató, Carlos Patato Valdés y Changuito en un disco memorable llamado Ritmo y candela: "San Francisco tiene su propio son...". Mucha gente me pregunta si es bonita. Yo no diría tanto. Sí sabrosa, auténtica, llena de fuerza y carácter en la medida en que una urbe puede arrogarse esos atributos. También se ve que la vida acá no es fácil. Recuerdo que Felicia Desnoes se preguntaba dónde habían ido a parar tantos antiguos vagabundos de Nueva York. La respuesta parece fácil: a San Francisco. En pocos lugares he visto a tanto homeless aterido de frío por las aceras, parias y borrachines, locos ensimismados hablando para sí, almas desahuciadas regadas por aquí y por allá.
También se siente intacta, perdurable, la atmósfera de las novelas de Hammet y el espíritu de Sam Spade reflejado en cualquiera de las miles de ventanas que se asoman como los mil ojos de un monstruo a las largas -y sin embargo nada claustrofóbicas- avenidas. Remite San Francisco a El halcón maltés y también a Steve McQueen en Bullit, rodando por las vertiginosas cuestas que hacen inconfundible la fisionomía de la ciudad. Eso, junto a la silueta del puente, la legendaria prisión de Alcatraz o el inmenso chinatown, la mayor concentración de chinos en el mundo fuera de la propia China, hacen de San Francisco un foco de evocaciones literarias y cinematográficas tan potente como el que más.
Incluso cuando salimos de la ciudad para visitar la vasta zona vinatera que tiene como capitales Napa y Sonoma, nos vienen a la cabeza los vaivenes enológicos de Entre copas e incluso las viejas intrigas de Falcon Crest. Pero insisto, en mi modesta opinión no hay nada como el callejeo a pie, y cuando el camino se ponga muy cuesta arriba, tomar el congestionado tranvía, si se puede. También es un gustazo andarse enterito el Golden Gate Park, presenciar alguna de las escuetas, brevísimas bodas gays en las escaleras del Ayuntamiento, sentir en el aire la pervivencia del espíritu hippie entre el público de un festival de jazz tendido en el césped de Washington Square o rendir tributo a la beat generation haciendo gasto en City Lights, la librería que servía de reunión a los célebres poetas, junto a la calle que hoy lleva el nombre de Jack Kerouac.
Quiso la suerte, por último, que nuestra estancia en San Francisco coincidiera con una conferencia de McCain en cierto hotel de alto copete de la ciudad. "Vamos a ver a McCain por la calle Bush", le digo a los chicos señalando el letrero de la esquina. por supuesto, nos alineamos junto a los detractores que reparten pancartas y corean consignas. Mi sign reza: "Octogenarians for Obama", pero la intención es la que cuenta.
Al día siguiente abandonaríamos la ciudad. Luego volamos por última vez a Las Vegas, Atlanta y vuelta a casa, tarareando aquello de "I'm on my way, I'm on my way, home sweet home...".

lunes, 18 de agosto de 2008

Acuérdate del Big Sur

Yo quiero vivir muchos años, pero sólo si recuerdo que una vez hice el camino lento de Los Ángeles a San Francisco, pues hay tres a elegir: cinco, siete o nueve horas. Como lo que importa es el camino a Ítaca, elegimos el de nueve, ¡maravilloso trayecto! Yo quiero acordarme de los surferos flotando pensativos sobre la plata vieja de Malibu Beach, a la espera de la gran ola. Yo quiero recordar el sol de Santa Bárbara y sus pescadores hispanos y sus centollas y sus mejillones con coco. La playa y los niños oscilando en los columpios. San Luis Obispo, apacible al anochecer, con sus comercios de sabor antiguo, genuino, pero impolutos. Una barbería, por ejemplo, igualita a la de El hombre que nunca estuvo allí. Una librería en la que no conocían a Wlliam Saroyan. La villa de Hearst, donde el magnate de la prensa hizo delirante acopio de lujos horteras. No se me olviden los elefantes marinos paciendo en la arena de la playa como sacos inertes, y luego los machos jugándose el orgullo en el agua con espeluznantes rugidos. Acantilados, a cada curva, estremecedores y bellísimos, como un puzzle improvisado con elementos del Mar del Norte, el Mediterráneo y el Caribe. Carmel, el tranquilo pueblo del que es alcalde Clint Eastwood. La casa de Henry Miller en medio del bosque, con un tipo tocando el banjo en la entrada y los libros del viejo a mano, bajo un dedo de polvo. Frondosas secoyas, un fuerte olor a vida forestal a salvo de los incendios estivales. Fértiles regadíos, invernaderos en los que ya reventaron las frambuesas. Monterey y Salinas, la patria chica de Steinbeck, en cuyo teatro toca esta noche la incombustible Pat Benatar. Carretera escénica, la llaman. Kerouac le dedicó un libro, Hitchcock se inspiró en ella para rodar Vértigo: tú trata sólo de recordar que estuviste en el Big Sur, y que sea para siempre.

domingo, 17 de agosto de 2008

L.A. (III) Cosas que hacer en L.A.

Un paseo por el Pier (embarcadero) de Santa Monica, entre gaviotas planeadoras y pelícanos, despachos de palomitas y algodón dulce, algún músico ambulante rasgando un lento blues y el Bubba Gump Shrimp, exitosa tienda inspirada en Forrest Gump. Detenerse ante los mapas turísticos que indican los escenarios de célebres crímenes. Evitar bañarse en las heladas aguas del Pacífico. Asombrarse con los adefesios arquitectónicos que se yerguen al pie de la playa. Acechar a las ardillas, numerosísimas. Protegerse del agresivo sol.
Estremecerse en el cementerio de los caídos en la Segunda Guerra Mundial, parque tapizado de lápidas blancas. Preguntarse por el camposanto que acogerá a los caídos en Irak, y si este pueblo nunca escarmienta.
Asomarse a San Fernando, también conocido como San Pornando por ser el lugar donde se rueda el noventa por ciento de la producción mundial de porno. Internet ha hecho mucho daño, el mercado se ha resentido y hoy cualquiera se hace una peli con una cámara doméstica, pero todavía se filman superproducciones. Los sueños de cientos de aspirantes a actores de Hollywood o presentadores de televisión vienen a morir aquí. No se ve a ninguna estrella X paseando por los centros comerciales, lamentablemente.
Visitar, cómo no, Hollywood. Tropezar mientras se intenta leer en el piso los nombres de los ídolos inmortalizados en el Paseo de la Fama. No resulta fácil, pero intentar sortear a los actores disfrazados de Superman, Catwoman o Jack Sparrow que posan para los turistas por doquier. Comprobar qué feo es el Teatro Kodak, donde cada año se entregan los Oscars. Descubrir que las famosas letras de la colina de Hollywood pillan lejos de casi todo, el zoom de la cámara casi no alcanza a captarlas y la contaminación, como bien decía Michael Moore, casi las hace ilegibles.
No perderse bajo ningún concepto la tienda Amoeba, que es algo así como la Biblioteca de Babel del disco y el vídeo.
No perderse, tampoco, la tienda Hustler de Sunset Boulevard donde compran su lencería y sus items varios las estrellas de la industria pornográfica, muy cerca del pub Viper Room a cuyas puertas dejó de respirar River Phoenix.
Aprovechar que este país no tiene platos autóctonos -salvo la hamburguesa, elevada al rango de obra de arte- para viajar alrededor del mundo de restaurante en restaurante: todos los pueblos tienen representada en esta ciudad su cocina.
Visitar estudios de cine. Opcional.
Visitar Rodeo Drive, donde Victoria Beckham y otras manirrotas conocidas hacen sus compras. Ver precios. Asustarse. Huir.
Visitar museos, especialmente el LACMA de arte contemporáneo, con espléndidas colecciones temporales, y el Getty Center.
Rodar, pues no se puede hacer mucho más, por los legendarios barrios que siempre nos han vendido en televisión como paradigmas del lujo: Bel Air, Beverly Hills, Melrose. Constatar que la zona verdaderamente lujosa es Palos Verdes, con fastuosas mansiones asomadas a los acantilados y una hipnótica puesta de sol.

L.A. (II) Steel Panther en vivo

Cola en el Key Club un lunes. "Lo mejor de Sunset es que ahora mismo, esta misma noche, hay como cincuenta clubes igual de llenos que éste", me informa Estanis. ¿Y el público? "No me preguntes a qué se dedica toda esta gente, porque no tengo ni idea". Veo un montón de chicos con pintas de los últimos años 80, pañuelos y peinados sleazy, cadenas y pantalones con cortes deflecados.
Escuchamos a dos teloneros bastante buenos, pero venimos a ver a Steel Panther, antes conocidos como Metal Skool. Empezaron a hacer versiones de celebridades del rock hace 15 años, y han conseguido hacerse muy populares. Ahora llevan año y medio actuando todos los lunes en en esta sala con llenos absolutos. Mientras se preparan para salir a escena, una descarada cámara de vídeo -JVC los patrocina- recorre los escotes de las primeras filas del público y los proyecta en las pantallas. Hay en USA una vocación de mostrar los senos que debe de tener alguna explicación freudiana.
Como preámbulo del concierto, un videoclip del grupo sirve para anunciar un concurso: se trata de grabarte a ti o a tu banda desde el radiocasette del coche. Más tarde el guitarrista abundará en las bases: "El tercer premio son cuatro gramos de cocaína; el segundo, dos putas; el primero, abrir para nosotros aquí en el Key Club".
Por fin salen a escena y son recibidos como ídolos. Grabaron hace tiempo un disco como Metal Skool -el desopilante Hole patrol- pero su especialidad son, como dijimos, las versiones: a ratos suenan incluso mejor que los intérpretes originales. Hacen Dr. Feelgood y Kickstar my heart de los Crüe, Youth gone wild de Skid Row, Cherry pie de Warrant, Livin' on a prayer y Wanted death or alive de Bon Jovi, Put some sugar on me de Def Leppard, una muy lograda Jump de Van Halen... Y entre unas y otras, una larga retahíla de bromas: el bajista se mesa los cabellos y se maquilla con un espejito de mano, ridiculizando a los astros del glam; el cantante desafía a las chicas del público a subir al escenario a dejarse manosear (con una masiva respuesta, por cierto), el guitarrista es colgado de un arnés y se hace los solos de Mick Mars y de Nuno Bettencourt con muy buena mano.
"Ya que no puedes ver a todos los grupos de los viejos tiempos, vienes a un concierto de Steel Panther y en un rato te llevas un resumen completo", me comenta Estanis. Un resumen divertidísimo, exquisitamente interpretado, capaz de enardecer al público como si del original se tratase. Estos muchachos demuestran una infinita capacidad para reírse de los mitos ochenteros, y al mismo tiempo encuentran en la parodia un modo de rendir el más hermoso homenaje. Hay que conocer muy bien esta música, hace falta haberse empapado de ella y amarla durante mucho tiempo, para conseguir esta insuperable caricatura. La fiesta sin fin, la voluptuosidad y el decibelio, la herejía y el desfase, todos los mandamientos del rock son observados con una sonrisa.
El final del concierto es una apoteosis de chicas desaforadas metiendo y dejándose meter mano por los músicos sobre las tablas, una coda atronadora para lo que nos parece un maravilloso viaje por la memoria, y una sensación de intensa gratitud hacia estos sinvergüenzas que desde esta noche tienen un aquí nuevo e incondicional seguidor.

L.A. (I) Estanis en Sunset Bvd.

Estanis llegó a L.A. cuando tenía 17 años. Su primer destino fue la casa de unos amigos de su hermano en Palos Verdes, pero estaba frito por saltar a Hollywood, donde entonces se estaba cociendo una nueva forma de hacer rock. Sin embargo, no le dejaban entrar en los clubes -la edad mínima permitida son 21 años-, de modo que se hizo roadie para estar cerca de los grupos y poder acceder a los pequeños templos de la música de Sunset Boulevard.
Allí nos citamos. Estanis ha dejado de beber y yo de fumar, por lo que hacemos un tándem bastante virtuoso. Se le ilumina la mirada al recordar que su primer destino fue el Key Club, que entonces tenía otro nombre y estaba, como toda la zona, bajo influencia italiana. Allí empezó a vivir el ambiente angelino, pudo verlos y oírlos a todos en directo, se empapó de rock californiano, se lo bebió todo.
Aquella época pasó, tiró para México, fue manager de Los Fabulosos Cadillacs y de Titan, que se hicieron populares con una canción en la BSO de Amores Perros. Se echó novia mexicana, la bella Maggie, que fue chica Playboy en la edición española de la revista (su propia suegra me telefoneó para contármelo y urgirme a ir al kiosko). Tras el 11-S, Estanis y Maggie decidieron que no era un buen momento para vivir en Estados Unidos, y esa idea coincidió con una oferta de trabajo para el sello discográfico Pachá, en Ibiza. "Tres años a un ritmo muy loco", recuerda.
Ahora Estanis, retornado a Los Angeles, prepara un proyecto ambicioso para televisión. Mientras tanto, cuando necesita dinero hace un poco de todo: un día vende camisetas en Sunset Boulevard, otro vuelve a hacer de roadie, hace pequeños papeles en culebrones latinos o doblajes de películas al español. Y entre unas cosas y otras, este tipo entrañable que lo sabe todo sobre pop, rock, electrónica y lo que le echen sueña con sacar adelante su propio grupo, una banda de guitarras directas y callejeras que ha bautizado como La Hostia.

Route 66 (IV) Santa Monica, fin de trayecto

Pasadena, ciudad amable y pacífica de palmeras esbeltas, parques coquetos y ardillas nerviosas correteando por las aceras, la luz y el aire mismo proclaman que estamos en California. Una palabra inflada de resonancias sugerentes, de imágenes de películas y estribillos de canciones y viñetas de cómic: no es que hayamos llegado a California, es que nunca salimos de ella. Estamos a un paso de Los Angeles, y para mí esa ciudad es, siempre será la capital del rock que ilustró mi adolescencia, el mismo que sigue acompañándome en estos treinta y pico. Y entre la masa de grupos, de vinilos y pósters, un grupo: Mötley Crüe, la encarnación del esparcimiento ilimitado, aquellos que llevaron la santísima trinidad -sexo, drogas, rocanrrol- a cotas insólitas y nunca igualadas.
Los Crüe, después de tantos años, siguen vivos. En Pasadena compro su último disco, titulado precisamente Saints of Los Angeles, que empieza con un mensaje de bienvenida a la ciudad del vicio y la perversión que ellos mismos ayudaron a consagrar. En esta tarde soleada, deslizándonos por una congestionada autopista de seis carriles, nos adentramos en la capital, hoy sin duda decadente, de la música. Los rascacielos se recortan en el cielo claro, pasamos por la animada chinatown donde hasta las gasolineras parecen pagodas, acusamos cierto desnorte y finalmente damos con el camino a Santa Mónica, donde el río negro de la Ruta 66 viene a morir al mar.
El Pacific Sands, motel donde pasaremos los próximos días, posee el aire melancólico de los lugares que han conocido tiempos mucho mejores. La playa, que se pierde más allá de donde la vista alcanza, que me hace pensar en Chandler, y en Scott Fitzgerald, y en el pobre Peter Viertel al que nunca llegué a entrevistar, también tiene algo de dama que quiere aparentar la edad que ya no tiene. O quizá sea la pena que nos da haber culminado la Ruta, la carretera cómplice que nos trajo hasta aquí.

Route 66 (III) De Bagdad a la nada

Y sigue la canción de Nat King Cole: "Don't forget Winona, Kingman, Barstow, San Bernadino/ Would you get hip to this kindly tip/ And go take that California trip/ Get your kicks on Route 66...". Tras el chasco de Cádiz, seguimos rodando por la carretera infinita. Amboy. Bagdad, donde alguna vez existió el mítico Bagdad Café de la peli, sustituido ahora por un tugurio de nueva planta donde anuncian hamburguesas de búfalo. Ludlow. Newberry Springs. Daggett. Y al fin Barstow, adonde llegaremos a la hora justa para desplomarnos en el motel más hortera que ojos humanos vieran. A la mañana siguiente comprobamos que el resto de la villa no es mucho más esplendente: lo mejor es una cafetería de suelos ajedrezados e impecables sofás rojo sangre decorada con retratos a lápiz de Marilyn y James Dean.
Tras el bacon, los huevos, las sausages y las hash browns, nos sobra energía para reanudar el camino. Muy pronto advertimos cómo el paisaje va mutando, la aridez a la que ya estábamos acostumbrados se tiñe con los primeros verdes en muchos kilómetros. Lenwood, Helendale, Oro Grande, Victorville, Devore, Fontana.
En este trayecto llegamos a la conclusión de que América se hunde. Hay tramos de la carretera con nombres de particulares, familias que hacen donaciones para mantener el asfalto en condiciones. Hace ya varios años que los políticos prometen bajadas de impuestos, pero no dicen de dónde van a sacar el dinero para financiar hospitales, escuelas y carreteras. Hasta el ejército está ya siendo privatizado. Dicen que el próximo paso serán los bomberos.
Nada de estas inquietudes perturba el sueño, desde luego, de los vecinos de las sucesivas villas-urbanizaciones que nos esperan, una interminable avenida pija a lo largo de la cual se ubican Rancho Cucamonga, Upland, San Dimas -donde los carteles remedan la tipografía western-, Glendora, Azusa, Duarte, Monrovia, Arcadia... Toda esta zona es el sueño de miles y miles de estadounidenses. Necesidad del coche hasta para comprar el pan. Un rosario de hamburgueserías, cadenas de comida mexicana y odiosos starbucks. Nadie saca al perro, nadie pasea, nadie conversa si no es, suponemos, de un casa a otra. Sensación de que la inanidad era esto. Y cuando ya empieza a apretar el hambre, llegamos a Pasadena.

sábado, 16 de agosto de 2008

Route 66 (II) En Cadiz, California

Desayunamos en Kingman y, antes de abandonar tan pintoresca localidad, decidimos visitar brevemente su museo. Lo de la brevedad es inevitable, porque en unos minutos puedes darle cuatro vueltas, tan chico es. Chico y no muy bien dotado, porque algunas de sus vitrinas son fáciles de confundir con una tienda de souvenirs cualquiera. Lo más interesante es una sala dedicada a Steinbeck y el gran éxodo que se cuenta en Las uvas de la ira, con reproducciones de fotos de Dorothea Lange que retratan a niños famélicos, mujeres malviviendo entre colchones apulgarados y tortuosos carromatos, polvo y hambruna. Cuesta trabajo creer que todo eso ocurriera en América, la tierra de las oportunidades.
Dejamos atrás la ciudad y enfilamos una carretera que cruza, de nuevo, una amplia llanura. Ha llovido durante la noche y algunos cursos de agua se interponen en nuestro camino, pero ninguno tan fiero como para impedirnos el paso. Una hora más tarde, aproximadamente, estamos internándonos en una zona rocosa y un tanto claustrofóbica a través de un camino serpenteante que nos brinda visiones magníficas. ¡Qué diferente es este paisaje de Europa! La erosión ha tallado caprichosamente las montañas, y con la vegetación silvestre, semidesértica, dibuja escenarios ideales para la épica del western.
Muy en consonancia con esta atmósfera, el pueblo de Oatman programa todos los mediodías uno de los mejores espectáculos de pistoleros de todo el estado, dicen. El gran momento del año es su concurso de freír huevos en la acera. Los bares y las tiendas tienen un aire de saloon -false-front se llama este tipo de fachadas fraudulentas- que una vez más remite a Disneylandia. Aquí, al parecer, pasaron la luna de miel Clark Gable y Carole Lombard en 1939: buen lugar para poner a prueba el amor verdadero. La atracción principal de Oatman es, sin embargo, su población de burros salvajes, amigables animales -pequeños, peludos y suaves- que rodearán nuestro vehículo y meterán el hocico por la ventanilla mendigando zanahorias, su bocado preferido.
Clark Gable, a todo esto, nació según tengo entendido en Cádiz, Ohio, un pueblucho de cuatro casas donde Sherwood Anderson no habría parado ni a mear. Pero en California, en esta misma Ruta 66, hay otro Cádiz que puede tener su interés. De hecho, tengo mi DNI a mano para presentarme ante el alcalde y pedirle, qué se yo, que como paisano lejano me invite a cenar. Para llegar a Cádiz, California, hay que atravesar no obstante un duro trecho del desierto de Mojave, dejando atrás un rosario de topónimos que benévolamente llaman en las guías pueblos fantasma: Needles, Goffs, Fenner, Essex, Danby... Y al fin, la señal junto a la cual me retrato ufano, ¡CADIZ! Ahora sólo falta saber dónde está el pueblo propiamente dicho. Nos desviamos según las indicaciones, atravesamos una vía férrea, nos perdemos, volvemos al camino de tierra, giramos... y no se ve nada de nada en el horizonte. Llegamos a la conclusión que el Cádiz californiano sólo existe en un cartel. Y en lugar de dejarnos agasajar por las autoridades, cenamos tres tristes sandwiches en una gasolinera que bien podría ser, a ojo, San Fernando.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Route 66 (I) Por el camino de Steinbeck

Hoy enfilamos por fin la Ruta 66, "la ruta de la gente en fuga, refugiados del polvo y de la tierra que merma", por decirlo a la manera de las Grapes of wrath. Una interminable lengua de asfalto en estricta línea recta a cuyos lados se despliega, aún más interminable, la pradera. Hileras de postes telegráficos encadenados hasta donde la vista alcanza, el aire caliente desdibujando el horizonte...
La Ruta, que una vez fue la arteria principal de la emigración, fue forjando pacientemente su mitología, hasta que la moderna red de autopistas que emprendiera Eisenhower acabó relegándola como una curiosidad turística. Los paisajes son de una majestuosidad que aturde, pero no así las poblaciones que van pespunteando el camino: Ash Fork, Seligman, Grand Canyon Caverns, Peach Springs, Truxton, Valentine, Hackberry..., se antojan pequeños núcleos residuales, crecidos como jaramagos al borde de la carretera. Gasolineras, tienduchas abastecidas con el mismo merchandising de la 66, bares en los que los lugareños matan como pueden el tiempo y la sed, algún pobre autocine medio abandonado, franquicias de comida rápida y moteles, ¡la América triste!
En un cruce recogemos a Kevin, joven autoestopista de mirada huidiza y pocas palabras. Hace unas semanas se marchó al este para buscar trabajo, y vuelve a casa hambriento y con las manos vacías. Lo dejamos en un área de servicio más adelante y buscamos una reserva india, la de los Hualapai, imaginando sus cabañas, sus tótems, sus tocados de plumas, qué se yo. Todo en vano: a lo sumo, nos ofrecen asistir a un espectáculo de indios que habrá esta noche en el lobby del Hualapai Lodge. Irina, en funciones de copiloto, recuerda una historieta de Zipi y Zape en la que los protagonistas ganaban un viaje para visitar una reserva india, pero una vez allí descubrían que nada era real.
Los indios más auténticos que veremos hoy pasan por la cafetería del vetusto hotel Frontiers, toda decorada con imágenes de Betty Boop, para retirar una gigantesca tarta de fresas y nata. Ya se acabaron los cumpleaños consagrados a los dioses de la luna y las montañas. Nada logra empañar, sin embargo, el placer intenso de volver a la carretera, a "la extensa altiplanicie, ondulante como un oleaje terrestre", al decir del viejo Steinbeck.

lunes, 11 de agosto de 2008

Far west (VI) En el Gran Cañón

Inútil intentar describirlo. Ninguna fotografía, ninguna filmación puede hacer justicia al Gran Cañón del Colorado, el paraje natural más hiperbólico que estos ojos hayan visto. Salimos de Williams bien temprano, como a las cuatro de la mañana, y ponemos el Chevrolet Impala en camino para llegar al Cañón justitos para ver la salida del sol. En el mirador que escogemos ya se ha concentrado un montón de gente con el mismo propósito, pero la visibilidad es buena. Hace, eso sí, un frío atroz. Parecemos el patio de butacas de un teatro en los momentos previos a abrir el telón. De pronto, el primer rayo de sol asoma tras de un macizo rocoso, al principio sólo como un brillo rojizo, al poco con más agresividad, de modo que van haciéndose visibles los rasgos del monstruo: donde había un inmenso pozo de oscuridad ahora se perfila el abismo hipnótico, con sus miles de desfiladeros, quebradas, riscos, despeñaderos...
Volvemos al coche para trasladarnos a otro emplazamiento, cuando se nos aparece de frente un ciervo de astas formidables. Nos observa unos instantes y huye bosque adentro. El Cañón puede visitarse en avioneta, helicóptero, tren de vapor, kayak, todoterreno... Nosotros, más modestos, pasamos por el visitor's center para consultar los mapas y escogemos un punto de partida para emprender una larga caminata bordeando el Cañón. Decir que es maravilloso parece una obviedad. Si los esquimales tienen una docena de vocablos para designar las variedades del color blanco, me pregunto cuántos tenían los antiguos indios para distinguir la infinidad de rojos y colores tierra de estos parajes. Las ardillas mendigan frutos a los transeúntes, grandes rapaces planean morosamente en el firmamento azulísimo.
Los sentidos se aturden, sobre todo el sentido del equilibrio. La gente, sin embargo, se retrata temeraria al borde del vacío. Muchos parecen estar, una vez más, en Disneylandia, donde nada malo puede sucederles. Pero el Cañón va en serio. En una de las muchas áreas de descanso que salen al paso del caminante, hojeo un libro titulado Las víctimas del Gran Cañón: 400 páginas de mártires de estas panorámicas vertiginosas.
Me recuerda un cuento de Richard Ford, una pareja clandestina se escapa al Gran Cañón. Ella posa para la cámara, él la enfoca, pulsa el disparo, pero cuando levanta la vista ella no está. Tal vez esta belleza no sería la misma sin el potencial espanto que alberga. Pocas veces siente uno tanto placer de mantener los dos pies en el suelo.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Far west (VI) Hacia Williams

"Quiero la película completa", me había dicho Ángela, "Alquilar un descapotable, dormir en los moteles donde siempre matan al recepcionista, desayunar en cutres gasolineras ante una camarera teñida de pelirrojo que masca chicle y pregunta ¿más café?".
Como conté de Nueva York, esta zona de los Estados Unidos difícilmente se puede descubrir, porque el verbo adecuado es reconocer. Aunque no hayas pisado nunca esta tierra, llevas toda la vida recibiendo información de ella, de manera que cualquier exotismo queda abolido por una poderosa sensación de familiaridad, puro deja-vu a diestra y siniestra.
El camino hacia Williams, el pueblo donde pasaremos la noche, pasa por una vasta pradera dejando atrás el Hoover Dam, un descomunal embalse que es el orgullo de los lugareños. A partir de ahí vamos a empezar a familiarizarnos con las carreteras interminables y con los moteros que las surcan a lomos de sus harleys; motocicletas, ahora lo entiendo, concebidas no para correr, sino para sentir ese espíritu de infinitud, de libertad, que acá es algo más que un tópico.
Hacemos parada en una cafetería que bien podría ser el equivalente a los ventorrillos de pueblo españoles, pero con ciertas particularidades. De sus paredes cuelgan, a la venta por módicos precios, fetiches rockeros, fotos autografiadas, discos de oro y platino -quiero creer que auténticos- de gente como Aerosmith, Ace Frehley y Kiss. También hay una insólita máquina en activo del Fénix, que fue de las primeras de marcianitos en llegar a España.
El sentimiento, insisto, es por una parte de una ambigua nostalgia, pues a cada paso te asaltan los más remotos recuerdos -películas, canciones, lecturas- y por otro está esa persistente sospecha de que todo es un monumental parque temático, un decorado de cartón piedra como de spaghetti western.
Williams, con sus encargados de tiendas de souvenirs cubiertos con sombreros de cowboys, seguramente habría desaparecido hace mucho, de no absorber buena parte del turismo del Gran Cañón. Hay un espectáculo de pistoleros en un diner cerca de nuestro motel, pero preferimos refrescarnos con una cerveza en un baretucho iluminado por neones de budweiser, donde los parroquianos juegan a una especie de petanca con pastillas sobre una superficie de madera deslizante. Pido en la máquina de juke-box Carry on wayward son, de Kansas, pero me temo que el cacharro se traga mi moneda. A la salida, un vecino que fuma en la puerta me saluda con un toque en el sombrero tejano. "Es un pueblo pequeño", me dice como disculpándose.

Far west (V) El Death Valley

"Las Vegas es el infierno. Para mí, es una de las representaciones del infierno", me confió José María Conget. Y luego leí a Hunter S. Thompson, sobre la misma ciudad: "Esto es el Valle de la Muerte". Yerran ambos escritores. El infierno, o sea, el Death Valley, está a tres o cuatro horas de carretera de Las Vegas, saltando al estado de California. Para llegar a él no hay que pecar mucho, sino atravesar una vasta llanura, dejar atrás las montañas de Red Rock -que por la composición geológica de su falda parecieran sangrar por certeros tajos- y descender, descender suavemente hasta el lugar de máxima profundidad en tierra de todo el planeta, donde se alcanzan los 60 grados a la sombra.
Los topónimos resultan de lo más peliculeros: a la izquierda queda un lugar llamado Dante's View, más adelante vamos hasta Badwater, capaz de dejar en ridículo a los lagos salados que he visto en Turquía y Túnez. Nada comparable a esta desolación, este calor asfixiante y esta luz cegadora. El paisaje es imponente, sí, pero lo asombroso es la reacción del cuerpo ante la hostilidad del clima. Propongo a los chicos llamar a esto turismo sensorial.
Cuesta imaginar cómo sobrevivieron los buscadores de oro que atajaron por aquí en su camino a California. En las películas vemos a esos pioneros enteros y bien hidratados, pero acá, en el infierno real, la perspectiva es terrorífica. Leo que Antonioni vino hasta el Death Valley a rodar una película, Zabriskie Point, y me pregunto quién sería su técnico de iluminación [no lo encuentro buscando en la web IMDb, pero sí descubro que la música es de Pink Floyd y Jerry García].
En el visitor's center, a 190 pies bajo el nivel del mar, la publicidad avisa: hay una fotografía de un esqueleto arrastrándose con una mochila a la espalda y un lema en grandes letras rojas: Heat kills! Puede que los norteamericanos, tan acostumbrados a vivir bajo amenazas de muerte, desoigan tan sabia advertencia como en el cuento de Pedro y el lobo.
No dejamos el lugar sin rodar entre las montañas atardecidas que revelan suficientes colores como para merecer el sobrenombre, un tanto cursi, de La paleta del pintor. Antes de abandonarlas miramos atrás por última vez, por si distinguiéramos allá en lo alto la silueta de algún legendario jinete. Voy todo el camino de vuelta embobado, tratando de recordar una canción de Tabletom que terminaba diciendo: "Californiaaaa..."

martes, 5 de agosto de 2008

Far west (IV) Siempre se aprende

En lo que parecería un infinito gesto de humildad, el arquitecto Robert Venturi organizó un grupo de estudio bajo el rubro Aprendiendo de Las Vegas. Ahora pienso que he sido demasiado severo en mis juicios con la ciudad y su motor, los casinos, de modo que trato de no intelectualizar, de ver un poco más allá de los atentados contra el buen gusto. Intento disfrutar. Es fin de semana, la afluencia de público crece y la atmósfera se caldea. En el Mandalay Bay actúan Mastodon y Machine Head. Tomo un aceptable tinto en una barra sembrada de máquinas lúdicas. Por todas partes hay mujeres hermosas y provocativas, muchas de ellas evidentes profesionales. Luego caminamos hacia las fuentes bailarinas del Bellagio, nos asomamos al Caesar's Palace, Ángela e Irina deciden jugar a la ruleta y ganan en su primera apuesta entre grandes risas. Creo empezar a entender el truco de la ciudad, su potente efecto desinhibidor. Luces hipnóticas, tintineo de monedas y música por todas partes, vertiginosos escotes y minifaldas, el olor de los billetes flotando en el aire, todos los símbolos del lujo y la diversión conjurados para crear una ebriedad euforizante.
En este país no dejan fumar en ninguna parte, pero en Las Vegas puedes dejar caer alegremente la ceniza sobre la moqueta de los casinos; para beber alcohol tienes que ocultar las botellas en absurdos papelotes, pero aquí puedes pasearte con una copa por todas partes; cada impulso sexual es un buen pretexto para sentir la culpa infernal, pero Las Vegas rezuma sensualidad.
Nunca la suerte (luck), la lujuria (lust) y el lujo (luxury) parecieron tan imbricados como aquí. A tu alcance está salir de la grisura cotidiana y, hasta donde puedas permitírtelo, jugar a protagonizar otra vida, una locura de derroche y hedonismo. Con la ventaja adicional de la confidencialidad: "What happen in Vegas, stay in Vegas" es un lema inamovible. La ciudad, que desde luego sabe quién eres, sabrá guardarte el secreto.

Far west (III) Patricia es Patsy

Me parece que la estoy viendo, bailando sola en la habanera Casona de Línea, no con la procaz guapería de las cubanas noctívagas, sino ensimismada, flotando en su mundo. Era una muchachita con encanto y con cabeza, leía con fruición y prometía para el teatro. No tardó en salir para Costa Rica, y de allí el destino la condujo a Nicaragua, y escondida en nocturnos camiones durante horas saltó a México y luego a los States. En Las Vegas vive ahora con su mamá, Olga, que fue profesora de filosofía en Cuba y añora la vida académica, pero para pensar bien primero hay que comer, y vivir sin el agua al cuello. Al entrever el nombre de Borges entre los libros que les he traído, su alegría se desborda. El don de la curiosidad, por suerte, no se perdió en el camino.
Aquella Patricia antillanísima es hoy esta Patsy que habla medio en spanglish, trabaja como ayudante de una dentista y se baja bolerazos de internet. Con ella nos adentramos en Las Vegas la nuit, que recuerda a la Calle del Infierno de una feria de pueblo, incluido el olor a palomitas y hamburguesas, pero en proporciones inmensas. Los concurridos visitantes de la Freemont Street, un largo pasillo techado entre espectáculos de striptease, casinos y atracciones varias, de pronto se paralizan y miran hacia arriba porque en su inmensa cubierta doce millones y medio de luces comienzan a exhibir un videoclip mientras suenan las notas de la canción American Pie a través de 550.000 watios de sonido. Entre ellos caminamos como en esas películas en las que el tiempo se detiene y el mundo parece un vídeo en pause.
La Habana es la ciudad que nunca duerme, Las Vegas la que nunca se apaga. Entre una y otra ha ido estos años mi amiga creciendo entre baños de rumba y nutritivos banquetes de luz. Esta, pienso, es sólo otra etapa del camino. ¿Cuál será la próxima ciudad en la que nos encontremos? Y sobre todo, Patri, ¿qué música sonará?

Far west (II) More is more

En El planeta americano, Vicente Verdú destaca el gusto de los estadounidenses por la cantidad. El buffet More del hotel es una buena prueba de ello. Su lema: "Less is not more. More is more". También lo es la piscina, inundada por la luz solar que refleja, como un espejo, la pirámide del hotel. Compro una botella de agua mineral marca Luxor y compruebo que también son exagerados en materia de pureza: "This pristine purified drinking water is processed by Carbon Filtration, Reverse Osmosis, Microfiltration, UV Treatment and Ozonation". No sabe a nada especial.
De pronto, el cielo se oscurece, empieza a chispear y todo el mundo huye como de una catástrofe. La piscina queda clausurada por decreto meteorológico. ¿Qué hace uno en Las Vegas un día de lluvia? Nueve de cada diez encuestados diría: entrar en un centro comercial, el templo de la abundancia y la diversión. El que visitamos tiene una barra de degustación de oxígeno, la mayor variedad de carcasas de i-pods que quepa imaginar, un lugar para recibir masajes en los pies y una galería de arte en la que comparten espacio horrendas piezas kitsch con obra gráfica de Picasso y Renoir, que la publicidad sólo alcanza a definir como "breathtaking".
El descenso por el Strip reafirma la idea de una Disneyland concebida para los adultos, para el niño que hay dentro de cada adulto. El Excalibur, El New York New York, el MGM, versiones de París y Venecia... Pero en realidad nadie ha querido reproducir fielmente esas referencias; por el contrario, lo han hecho todo de tal manera que se note que son burdas copias. Igual que quienes acuden al espectáculo America Superstars y no paga por ver a Michael Jackson, a Marilyn o a Elvis, sino a tipos que los imiten de tal modo que provoquen la sorpresa o la hilaridad.
El downtown, con sus esquinas decadentes pero con alma, es la demostración palpable de que todo, incluso Las Vegas, puede ser clásico, y bello, sólo con dejar que el tiempo haga su trabajo. Frente a estos carteles desvaídos, cargados de polvo y nostalgia, proliferan las wedding chapels, los lugares donde, por puras razones espaciales, más unidas estarán siempre las parejas. Pasamos frente a una y vemos a unos recién casados posando para el fotógrafo, subidos a un carro con guirnaldas. El caballo que tira del vehículo es de plástico.

viernes, 1 de agosto de 2008

Far West (I) Arriving Las Vegas

Sevilla, Madrid, Atlanta y la compacta oscuridad al otro lado de la ventanilla. Y de pronto, la poderosa fosforescencia de Las Vegas. Antes de llegar a la cinta de equipajes debes atravesar un bosque de anuncios y máquinas tragaperras. Una pantalla gigante anuncia próximas actuaciones: varios montajes del Circo del Sol, Cher, Journey, Heart, Cheap Trick, Coldplay, David Copperfield... Hacía años que no oía hablar de muchos de ellos en Europa: pero seguían girando acá en los States, eternamente, como ánimas del purgatorio.
De las infinitas posibilidades que asistían a quienes pensaron crear una ciudad en medio de la nada, creo que la escogida es de las peores. La horterada y la vacuidad saltan a la vista nada más enfilar esa gran avenida conocida como el Strip. Nuestro hotel es el Luxor, una gigantesca pirámide proyectando un haz de luz sobre el cielo, con su aparcamiento con forma de tosca esfinge y sus imitaciones de columnas y divinidades llenando el vestíbulo. En las habitaciones, todos los detalles, desde la llave de la ducha a las lámparas, juegan a dar el pego. Cuando abres el cajón de la mesita de noche, sin embargo, no encuentras el Libro de los Muertos egipcio, sino la corpulenta guía telefónica y la previsible Holy Bible.
Hace unos años estuve en el Luxor de verdad, o sea, la antigua Tebas, y salvo el impresionante templo hubo muchas cosas que me parecieron cutres escenografías. Pero los viajeros que me rodeaban estaban encantados retratándose al lado de cualquier cosa que recordara a las películas de Cleopatra, aunque fuera moderno. Apuesto a que muchos clientes del hotel Luxor prefieren estas copias monumentales al Luxor original, genuino. Si es que tal lugar existe.
En el piso de abajo, el casino: mesas de ruleta, black jack, dados, se oyen a ratos voces de alegría y aplausos. Entre las estridentes máquinas de pachinko japonés y la mortecina liturgia de los bingos españoles, las tragaperras de Las Vegas emiten no obstante sonidos acolchados, tonos amables, algo así como el chill-out de la música ludópata. No hay ventanas que den al exterior, de modo que es imposible distinguir el día de la noche. Alfombras mullidas -y coloridas para no dejar ver la suciedad-, luces tenues, aún no hemos visto nada pero hay algo en este casino que, a diferencia de lo que nos muestra siempre el cine, transmite una inconsolable soledad, una veterana tristeza.

Otras lecturas/relecturas del mes de julio

Ryunosuke Akutagawa. Rashomon y otros cuentos.
Juan José Domenchina. Tres elegías jubilares.
Gottfried Benn. Morgue.
Herman Melville. John Marr y otros marinos.
José Fernández de la Sota. Aprender a irse.
Bruce Begóut. Zerópolis.
John Fante. Camino de Los Angeles.
John Fante. Llenos de vida.
Vicente Verdú. El planeta americano.
Dashiell Hammett. El halcón maltés.
Joyce Johnson. Personajes secundarios.
Carlos Vitale. Descortesía del suicida.
Robert Venturi. Aprendiendo de Las Vegas.
Hunter S. Thompson. Miedo y asco en Las Vegas.
Francis Bret Harte. El socio de Tennessee.
Raymond Chandler. Adiós, muñeca.
Jack Kerouac. En el camino.
Jack Kerouac. Los subterráneos.
Jim Dodge. El cadillac de Big Booper.
Walter Mosley. Mariposa blanca.
John Steinbeck. Los vagabundos de la cosecha.
John Steinbeck. Las uvas de la ira.