domingo, 30 de noviembre de 2008

Poli Navarro en barbecho

Confieso con rubor que en mis primeras lecturas de Hipólito G. Navarro fui demasiado severo. Todo lo juzgaba como un puro remedo cortazariano, de hecho veía remedos cortazarianos por todas partes, y de todos abominaba. No supe entender que el talento del onubense iría más allá de esas mecánicas trilladas, que sólo era cuestión de tiempo que terminara acuñando un sello propio y depurando su estilo. A quienes aún no se hayan convencido, les invito a leer El pez volador, estupenda antología de relatos suyos que acaba de ver la luz.
Pero junto al escritor Navarro está Poli, la persona divertida, ocurrente y afectuosa. Siempre un poco loco, con su irrenunciable aire de profesor Bacterio, pero con una locura sana, fértil, productiva. Eso aunque el otro día nos contara a los periodistas convocados a su presentación que lleva mucho tiempo sin escribir, de modo que se ha convertido en un lector compulsivo.
"Como yo", pensé al instante, aunque nunca llegué a escribir algo como Los últimos percances. Los primeros meses lo pasé mal, es cierto, no me hallaba en esa parálisis. Todos los terrores de la página en blanco me concernían. Ya no. No pienso invocar a rastras a las musas. Nada de obsesionarse con eso. Repita conmigo: estoy en barbecho literario. Estoy en barbecho literario. Como Poli Navarro.
Así se lo conté al día siguiente, cuando llamó al periódico para agradecerme el artículo. Le dije que yo llevo sin escribir concretamente desde que dejé de fumar, hace unos ocho meses. Será el cambio de hábito, la alteración del rito, lo que me tiene anulado. "¡Igual que yo!", dijo él, "Sólo que en mi caso hace ocho años. No pasa nada, uno sigue viviendo la literatura de otra manera. Pero acepta mi consejo: no dejes que pase tanto tiempo". La duda ahora es de otra índole: ¿Aguantaré ocho años sin fumar?

Especial 20-N (y III) García Montero

Ya dejé escrito en alguna entrada de este blog, y lo mantengo, que Luis García Montero es un hombre bueno. Bueno en el buen sentido machadiano, bueno a la manera en que nuestras madres querían enseñarnos a serlo. Así lo reconozco al otro lado del teléfono, esta tarde de 20-N en que me permito molestarlo no para hablar de poesía ni de libros, sino de una polémica que ha hecho mucho ruido en los medios, y que como tal quedará sofocada en pocas semanas. Un enfrentamiento que viene de largo con un tal profesor Fortes ha desembocado en una condena por injurias contra el poeta granadino, que dijo en un periódico de gran tirada que ese señor era un "perturbado" por decir que Lorca fue un fascista, entre otras cosas. Tras conocer la sentencia, García Montero ha tomado la libre decisión de abandonar su puesto en la Universidad. Encuentro a Luis sereno, como siempre, en su tono de voz, pero al transcribir las respuestas de la entrevista se trasluce un enojo de lo más natural.
Varios compañeros me han preguntado qué pensaba de esta historia. Mi primera tentación es decir que Luis se ha equivocado recurriendo al insulto, y dejando a su rival allanado el camino a los tribunales. Por otro lado, me resulta interesantísimo el modo en que este conflicto ha desatado debates paralelos muy interesados. Veo a gente cogiéndosela con un papel de fumar para pontificar acerca de los límites de la libertad de expresión, y a gente pintando con trazo grueso sobre la misma cuestión si conviene. Veo a gente aprovechando el tumulto para lanzar alguna patada en las espinillas -pacientemente guardada, sin duda- al poeta condenado. Veo a algún espontáneo aprovechando la coyuntura para arrimar el ascua a su sardina, ¡lo que gusta en este país una controversia visceral!
Puede que Luis García Montero se haya equivocado cayendo en la palabra injuriosa, él que tanta palabra bella ha puesto sobre el papel. Puede que sea justo hacerle pagar su error. Pero nada de eso da la razón a Fortes ni a los palmeros finos que le han salido al paso. Ninguna sentencia hace de ellos personas justas ni en posesión de la verdad. Y lo de ser bueno es algo que se demuestra con mucho, mucho tiempo, y no lo dicta ningún magistrado. La Historia, en fin, dictará el lugar de cada cual. La perturbación mental, por cierto, es admitida como atenuante.

Especial 20-N (II) Aquilino Duque

Vaya 20-N, me digo: aún no hemos terminado de hablar con Fernández-Montesinos y ya estamos, mi fotógrafo Javi Cuesta y yo, rodando por la carretera de Bollullos en busca de la casa de Aquilino Duque, nuestro segundo entrevistado de la mañana. La semana pasada le dejé un mensaje en el contestador, y no tardó en devolverme la llamada: "Buenas... ¿Alejandro Du... Duque?". "No, Duque es usted, don Aquilino. Yo soy Luque", le expliqué. La confusión es de lo más natural, toda vez que en la poesía española de finales de siglo XX tenemos un Aquilino Duque, un Alejandro Duque, una Aurora Luque, un Antonio Duque, un Antonio Luque y un Alejandro Luque, servidor de ustedes.
Aquilino Duque es sin duda el que más a la derecha está, y nunca lo ha ocultado. A diferencia de ciertos extremistas, yo soy partidario de que existan y se expresen en total libertad señores como Aquilino. Es cierto que me inquietaría que hubiera muchos, pero así sueltos son una prueba de la sociedad plural en la que vivimos, y nos enriquecen. Aquilino, además, escribe extraordinariamente bien. Ahí están esas Crónicas extravagantes, recién reeditadas, que he leído con gusto y algún que otro sobresalto, como cuando exalta a Mussolini o asevera que Franco nos sacó de aquella España ruinosa "en la que tanto idiota quiere hacernos creer que nos metió el franquismo".
Aquilino es la refutación viva de esa idea según la cual el fascismo se cura leyendo. Tiene una espléndida biblioteca que no le ha sacado de sus ideas más bien conservadoras, y bien está -insisto- que sea así. Sólo hay una idea en su libro que me parece intolerable, y así se lo hago saber: la insinuación de que Sciascia, además de onerovole [honorable] fuera uomo d'honore [hombre de honor, o sea, mafioso]. Me parece una infamia, y muy intencionada.
-Bueno -contesta Aquilino-, Sciascia conocía muy bien la mafia. Ahí están esos libros suyos, eso no es casual...
-Eso no le convierte en mafioso -respondo-, como alguien que escriba sobre la Grecia clásica no se convierte en Esquilo.
-Pero son cosas que siempre se han comentado, que están ahí, en el aire. Lo mismo que Andreotti...
- No. Andreotti fue llevado ante los tribunales por delitos concretos, y sólo se salvó porque sus delitos habían prescrito.
-Me refiero a que esas cosas se cuentan, se comentan...
... Y tarde o temprano, cabría añadir, cristalizan en un libro. Suerte que los de Sciascia también pesan sobre los anaqueles, y se defienden estupendamente solos. Cómo sería en tiempos de aquel gallego bajito que tan mal se llevaba con la Literatura...

jueves, 27 de noviembre de 2008

Especial 20-N (I). Fernández-Montesinos

Nos habían advertido de su fama, recurriendo al tópico de la mala follá granadina, pero el señor que los periodistas encontramos el pasado 20 de noviembre -¡simbólica fecha!- resultó ser un dechado de simpatía y educación. También nos habían dicho que no respondería a determinadas cuestiones, pero Manuel Fernández-Montesinos, sobrino de Lorca y autor de unas hermosas memorias tituladas Lo que en nosotros vive, entró a todos los trapos y satisfizo todas nuestras curiosidades.
Una de ellas, apenas anecdótica, se refiere a un hecho que ya conté de pasada en este blog. Cuando visité Fuentevaqueros, hace años y camuflado entre un grupo de escritores invitados por la ACE, vi que todo en aquella localidad, desde la plaza mayor a la última calle, hacía referencia al poeta. El colmo era una clínica dental bautizada como Lorcadent, a la que sólo le faltaba un logotipo psicodélico saliendo de un tubo de crema.
Me contó Fernández-Montesinos que Juan de Loxa -gran valedor de Federico y poeta singular: tengo un viejo poemario suyo titulado Bang!, que él quiso vender con un dispositivo tal que, al abrirse el libro, se encendiera una cerilla oculta entre las páginas y prendiera un pequeño petardo. Su idea, me temo, no tuvo demasiado éxito-, que Juan de Loxa, decía, peleó mucho por erradicar ese tipo de sospechosos homenajes. "No te imaginas la que armó para evitar que llamaran García Lorca a un polígono industrial", agregó. De lo que se deduce que un pueblo que no honra a sus poetas es, claro, un pueblo miserable; pero un pueblo que se pasa honrándolos es un peligro.

Paco Ibáñez dispara

Nunca olvidaré, no quiero olvidar la tarde en que un José Agustín Goytisolo muy cocido de gintonics me explicó la diferencia entre orgullo y vanidad: "Íbamos Paco Ibañez y yo por la Rambla de Barcelona cuando nos detuvimos ante un músico callejero que interpretaba un poema mío con música de Paco. Al terminar la canción, le preguntamos con un poco de sarcasmo de quién era aquello tan bonito. Nos respondió que no tenía ni idea, que lo había aprendido por ahí, le había gustado y lo había incorporado a su repertorio. Haber reivindicado nuestra autoría habría sido vanidad. Pero seguimos nuestro paseo con gran satisfacción: eso es orgullo".
Ahora veo a Paco Ibáñez exactamente igual que hace diez, quince años,con la misma camisa negra, el mismo rostro recio, idéntica voz. Ha venido a Sevilla para presentar un nuevo disco de poemas musicados. Nunca me ha entusiasmado su música, pero me admira su tenacidad, su perseverancia, su indesmayable alegato en favor de la libertad. Y me conmueve un poco pensar que su tiempo pasó, que su discurso -no sus intenciones- están en peligro de caducar.
En la rueda de prensa arremete contra "los americanos". Todos sabemos a qué se refiere, pero creo que la generalización sobra. También critica a los que dicen "OK" para responder afirmativamente a algo. Y no acabamos de levantarnos cuando maldice al fútbol y a los que se quedan en casa viendo esas carreras de señores en pantalón corto. ¿Son gigantes, son molinos? Sé que es una buena persona, Paco. Sé que sus propósitos son nobles, y de hecho comparto muchos de ellos. Pero salgo de allí con la sensación de que el músico dispara a la realidad con una bala de tan grueso calibre que, después de una mínima parábola, acaba aterrizando sobre sus pies.

Ágreda y Maruja Torres: amor a distancia

Una vez me contó Sigfrido Martín Begué que mantenía una extraña relación con Antonio Muñoz Molina: llevaba años ilustrando sus artículos, pero nunca se habían visto las caras. Le referí la anécdota la semana pasada a Ágreda, que hace lo propio con Maruja Torres y en el mismo suplemento. "A mí me sucede lo mismo", confesó. "Hemos estado a punto de encontrarnos varias veces, pero no ha habido manera. Hablamos mucho por teléfono, y ya no estoy seguro de querer que las cosas sean de otro modo, después de tanto tiempo".
José Luis Ágreda, todo amabilidad, con un aspecto como de niño encerrado en un cuerpo adulto, o de adulto encerrado en un cuerpo de niño, me mostró su exposición Carta a cinco esposas sobre sus personajes femeninos. Uno de ellos es Carla, su éxito infantil, otro es Maruja. Me preguntó si la he conocido, cómo es ella. Traté de recordar una entrevista que le hice en la librería Quórum. Allí estaban Pedro y Pepe, los dos robustos propietarios, y yo acudí con Miguel Ángel Morenatti, gran fotero con hechuras de Rambo. Maruja se abrió paso palpando bíceps por aquí y por allá, y exclamando en tono de celebración: ¡Pero bueno, qué comen los hombres de Cádiz! Media hora después me había dado varias lecciones de qué significa ser periodista. La frivolidad y la profesionalidad nunca riñen en ella. Su libro de Julio Iglesias puede estar en el mismo anaquel de Mujer en guerra en perfecta armonía.
Me contó Iván, que la adora con toda su alma, que, estando en Beirut, se hizo con su teléfono y decidió llamarla, porque sí. Nada tenía que perder. Al otro lado de la línea se encontró con una mujer encantadora que, sin ninguna extrañeza, le invitó a merendar ese mismo día: como si fuera de la familia.
A veces se le ha reprochado a Ágreda que dibuje a Maruja cada vez más esbelta, más juvenil, ignorando los naturales estragos del tiempo. Pero, si pensamos por un momento en la cantidad de periodistas de su quinta que se han buscado confortables despachos donde envejecer haciendo crucigramas, y pensamos en ella todavía al pie del cañón, llegaremos a pensar que Ágreda es un dibujante hiperrealista: Maruja Torres está cada día más joven. Y más guapa.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Juan Bonilla, los jardines de Murillo

Aunque ya me tenía leídos varios libros suyos, no coincidí con Juan Bonilla en persona hasta una Feria del Libro de Cádiz en que oficié accidentalmente como presentador de su Je me souviens. Allí conté que siempre he tenido la sensación de llegar a cualquier parte después que el jerezano. Si un día visito la Luna, estoy seguro de que no tardaré en reconocer la huella de sus zapatos.
Recuerdo perfectamente que luego, en mi primer día instalado en Sevilla -sintiéndome un poco solo, sin nadie a quien llamar, un poco temeroso de explorar mucho más allá de la vecina Plaza del Duque- pasé toda la mañana leyéndome Veinticinco años de éxitos, el libro que Bonilla publicó bajo los auspicios de La Carbonería -el mismo mítico local donde con el tiempo yo presentaría mi Defensa siciliana- en el que recogía sus colaboraciones para El Correo de Andalucía, precisamente el periódico que me acababa de contratar.
Claro que, con los 25 años que él tenía entonces, yo no habría sido capaz de escribir siquiera con la mitad de oficio y sabiduría. Y ni ahora, con casi diez más. Lo cierto es que en estos, mis tres años sevillanos, he tenido la oportunidad de hacerle cuatro o cinco entrevistas, siempre cerca de su casa, en las soleadas terrazas que lindan con los jardines de Murillo. Es Bonilla grato conversador, no hay quien le harte, como yo, de hablar de literatura, y no le faltan ni la chispa ni la profundidad. El martes quedamos para hablar de sus últimos libros, una traducción libre de Eliot que ha visto la luz como El libro de los gatos sensatos de la vieja zarigüeya y el poemario -sólo aparentemente infantil- Los invisibles, ambos muy disfrutables.
Sin embargo, mi libro preferido de los suyos sigue siendo Veinticinco años de éxitos, no sé si por cervantino, por borgiano, o porque sí, porque ahí empezaba algo para él como escritor, pero también algo para el lector que yo fui no hace tanto. De vuelta a casa, lo tomo de la biblioteca y leo la dedicatoria: "Para Alejandro, seguro de que el futuro nos deparará más encuentros, Juan Bonilla. Sevilla, 1993".
Le pregunté por qué fechaba la dedicatoria en el año de salida del libro, cuando estábamos en 2006. Me respondió con voz de bibliófilo:
- Ah, así si algún día lo vendes en una librería de viejo, te darán más por él.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Los lunes de Juan Madrid

A diferencia de la mayoría, mis días preferidos han sido, desde que era chico, los lunes. Por un lado, porque, si bien había que volver a la escuela, para mí no era ningún drama, y ya que no había más remedio que hacerlo, mejor era ir descansado. Pero sobre todo me gustaban los lunes porque era el día en que mi padre traía a casa las revistas de información general, a las que culpo en buena medida de que me haya decantado por este oficio de escribir en los papeles. Sonaban sus llaves en la puerta y ya estaba yo saltando sobre él para arrebatarle el Tiempo, el Interviú -y no sólo por sus páginas más lúbricas-, a veces el Época, y siempre, siempre, mi predilecta: Cambio16.
Me gusta decir que, dejando aparte la cartilla Palau, yo aprendí a leer con Cambio16. Desde los ditoriales de Pepe Oneto a los agudísimos dibujos de Juan Ballesta, yo me lo bebía todo. Había mil cosas que no entendía, claro, pero mientras entendía o no entendía, iba poco a poco entendiendo. En esas páginas me citaba también, con escrupulosa puntualidad, la firma de Juan Madrid.
Este lunes tuve una entrevista con él, a propósito de su última novela, Adiós, princesa. Tiene Juan Madrid vitola de novelista negro puro, sin tornasoles: el más negro de las letras españolas, dicen. Le acompañan el rostro duro, la expresión de hombre maleado, la forma de entornar los párpados y de ordeñar el cigarrillo. Te pone en guardia, para revelarse al instante como alguien cercano y sentimental.
Me dijo que el periodismo está muerto, y puede que no le falte razón. Pero me gustaría pensar que algo de la semilla que él y otros profesionales de su quinta plantaron pueda germinar. Que podamos mantener la dignidad de la profesión -aunque no siempre es fácil- nosotros, los hijos de la Transición, quienes aprendimos a leer con ellos como si fueran los consabidos Mi mamá me mima y me ama, La tía Tomasa asa y asa, asa tomate, o el insuperable Obdulio es un chico observador, observa los submarinos.

Silvio, primera y única entrevista

Veo A la diestra del cielo, el documental sobre el rockero sevillano Silvio. Reconozco a algunos conocidos y amigos míos: Pive Amador, Andrés El Pájaro, Pepe Begines, Ricardo Pachón... Todos hablan con inmenso cariño y admiración del malogrado cantante, dipsómano genial. En apenas veinte minutos me arranca tres carcajadas a golpe de pura chispa, ¡qué ocurrencias! Y aquellas entrevistas con Jesús Quintero, no tienen precio. La película sigue rodando, y hay un momento en que Silvio parece el abuelo de sus conmilitones. Sus ojos han perdido el blanco, son como dos puñaladas en un tomate. Es incapaz de articular el más mínimo discurso coherente. Su cara es ya su propia máscara funeraria.
¿Nadie pudo evitar una muerte tan precoz? No puedo evitar hacerme esa amarga pregunta al terminar el visionado. Es obvio que el primer y único culpable de ese lento suicidio a punta de botella fue él mismo, pero, ¿no habría podido escribirse un desenlace mejor? ¿No es cierto que su leyenda de santo bebedor divirtió durante años a toda su gente, que aquellas devastadoras melopeas fueron jaleadas, celebradas sistemáticamente por unos y otros?
Hay muchos Silvios por los bares del mundo. Me atrevería a decir que hay muchos Silvios con la misma espontánea genialidad, con un talento similar escanciado del modo más caprichoso, y nunca les falta quien se acerque -un ratito sólo, claro- a llenarle la copa y poder decir luego que brindó con el mito. Pero, ¿quién le sujeta la frente cada madrugada para evacuar hasta la última bilis, quién se hace cargo de la pereza de sus esfínteres, quién comparte la depresión que sucede a la cruda, quién está dispuesto a compartir el delirium tremens?
No quiero pasar por pacato. No me gusta ponerme moralista, ni condeno -dios me libre- el alcohol, que es el alma de tantas fiestas. Pasa que me apena pensar en los discos que Silvio nunca grabará, en los conciertos suyos que ya no veremos. Me apena recordar que fui a hacerle una entrevista para El País, una noche que iba a tocar con Barra Libre en Cádiz, en la desaparecida sala Comix, y casi no podía tenerse en pie, y a la segunda pregunta ya supe que de ahí no podría salir nada publicable, de modo que dejé la grabadora abierta, me encogí de hombros y me entregué a su discurso inconexo, salpimentado con anécdotas delirantes, canciones rusas, aforismos desquiciados. Sólo lo que cantó más tarde, sobre las tablas, tuvo sentido aquella noche.

Chano y Benavent: jazz con alma

No puedo evitar que la música de Chano Domínguez, casi siempre alegre, me provoque una cierta tristeza. Es como pasear por una playa veraniega, alegre y soleada, pensando que el otoño vendrá y la arena quedará desierta: una especie de melancolía anticipada. Pero no tengo nada contra la melancolía, de modo que si viene servida por estas teclas magistrales soy incluso capaz de entregarme a ella sin titubeos. La semana pasada, Chano tocaba en el Teatro Central, y allí fui a disfrutar de su arte, como el de sus acompañantes de ocasión, los soberbios Mario Rossy y Marc Miralta.
Llevo muy a gala el hecho de que mi primera presencia en internet, si mal no recuerdo, fuera una entrevista a Chano para el Cádiz Información con la que él mismo inauguró su web oficial. No recuerdo qué le preguntaba yo, pero sí que ya era grande mi admiración por su música, la que iba a plasmar en su primer disco. Cuando lo vi en Calle 54, la peli de Trueba, al lado de esas leyendas del jazz, me invadió una oleada de orgullo un poco chauvinista. Un paisano de la Bahía había logrado una de las más altas aspiraciones de un artista: crear algo verdaderamente nuevo, acuñar un sello propio.
Tuve junto a mí en el concierto de Chano a Carles Benavent, que actuaba al día siguiente en el mismo escenario. No puedo evitar que su música, casi siempre triste, me provoque una cierta euforia. Muchas veces he escuchado su bajo en el sexteto de Paco de Lucía, pero sobre todo su disco Agüita que corre, y he pensado que la vida era hermosa mientras esas cuatro cuerdas siguieran diciendo su verdad. El otro día volví a pensarlo, viendo a Benavent con otra estupenda banda, en la que no faltaba ese gran guitarrista llamado Jordi Bonell. Bueno, di las gracias a Carles con mis aplausos, pues nunca aprendí a silbar. Y salí del Central exclamando aquello que dijo un aficionado ceutí un poco despistado, después de un concierto del músico del Poble Sec:
-¡Qué bueno es el Bernabé!

martes, 18 de noviembre de 2008

Una llamada a Eduardo Jordá

Leí que un apagón había sumido en las tinieblas a los vecinos de Mallorca durante siete horas. Me impresionó sobre todo saber que había pérdidas millonarias en lo que respecta a alimentos perecederos, pues miles de neveras y cámaras frigoríficas se habían visto desactivadas, y su contenido echado a perder. En mi casa, en cambio, se da el mal inverso: una avería en el termostato hace que el refrigerador enfríe más de la cuenta, de modo que en sus paredes se crean gruesas paredes de hielo y todo queda congelado, desde una lechuga a las pechugas de pollo. La temperatura ideal sería, pues, la media aritmética entre el deshielo mallorquín y la glaciación sevillana.
Será porque me rondara alguna rara asociación de ideas, que en un hotel de Osuna, concretamente en un salón de billar con biblioteca, vi dos ejemplares de las Canciones gitanas de Eduardo Jordá, y no dudé en robarme uno. Lo de relacionar ideas es porque Jordá es el único mallorquín que conozco, aunque lleve años afincado en Sevilla.
Me faltan diez páginas para acabarme su dietario y no pienso esperar a terminármelas para asegurar que se trata de un libro excelente. Eduardo, biógrafo de Van Morrison, secretario -o algo así- de Cela, amigo de Bowles, logra que nos sintamos compañeros en sus viajes y cómplices de sus experiencias humanas. En definitiva, nos hace verdaderos partícipes de sus vivencias, y esa es una muy alta aspiración para un cuaderno como éste. Además, está maravillosamente bien escrito.
Tenía que llamarlo por asuntos de trabajo, y disqué su número. Lo pillé en casa, afectado por -sí, señor- un apagón. Nada grave, me dijo, un vecino incompetente que había trasteado en la caja de fusibles del bloque. Con Jordá siempre se dan casualidades de este tipo, pero esta vez me palpé la chaqueta, para asegurarme de que no me había convertido en un personaje de Millás. ¿Y mi nevera? Nada. Sin novedad. La ice age persiste. Diga lo que diga Al Gore.

lunes, 17 de noviembre de 2008

La Osuna de Paco Camero

Fue una pena que no me acompañara en esta, mi primera visita a Osuna, un noble hijo de la villa y buen amigo, el periodista Paco Camero. Con más de dos metros de altura, Paco es perfectamente reconocible en medio de la calle Velázquez cuando vamos a una rueda de prensa, o en la bulla de los bares cuando se trata de practicar ese deporte olímpico que él llama levantamiento de vidrio. Cuando lo saludo con un abrazo, debo de parecer a su lado un insignificante birkiki, pero conste que sus dimensiones físicas sólo son comparables a las de su corazón y a su talla de profesional: un tío grande, vaya.
Me dirigí a la cafetería del hotel, situado frente a la Colegiata, e imaginé cómo sería la niñez de Paco en un pueblo como éste. Más sana que la de ciudad, sin duda. Pensé en barquitos de pan bogando alegremente sobre balsas doradas de un aceite como el que probamos anoche, y puse los ojos en blanco. Pregunté si había algo que comer. Nada, ni una mísera tostadita. Y lo peor es que estábamos un poco aislados, así que apuré un café de tres sorbos y me lancé, maleta al hombro, a pasear por Osuna.
Compré prensa y me asomé a un par de bares, pero eran las típicas tascas más propicias para beber chatos de vino que para tapear. Entonces recordé que el día anterior había pasado por una Venta Cervantes, cercana a la estación de ferrocarril. A mí Cervantes no me ha fallado nunca, así que me dirigí hacia allí. No hay venta en el mundo donde no se coma... salvo esta. Es cierto que había cacahuetes y patatas fritas tras la barra, pero como todo el mundo bebía cervecitas y vino, me pedí un tinto y me escurrí a un rincón. Donde fueras haz lo que vieras, pero ¡qué hambre!
Eran casi las tres de la tarde, y aún quedaba media hora para la salida del tren. Ya está, me dije: seguro que en la estación hay una cantina. O, en el peor de los casos, qué se yo, una máquina de sándwiches o un expendedor de chocolatinas. Hice el último esfuerzo y hasta allí caminé. Nuevo fracaso. Nada. No estaba ni el empleado de la taquilla. Estación fantasma total. Una nube de polvo y una sola pregunta flotando en el aire caliente: ¿Cómo ha crecido tanto Paco Camero, joé, con lo poco que se come en Osuna?

La madera de Mario Vargas Llosa

A veces, este oficio no está tan mal: en apenas tres días, tuve entrevista con mi tocayo Alejandro Gándara a propósito de su reciente novela El día de hoy, rueda de prensa con Pepe Calvo Poyato a propósito de sus zweigianos Momentos estelares de la Historia de España y delicioso café en Santa María la Blanca con Cristina Fernández Cubas, una señora encantadora y cargada de ideas geniales, con motivo de la reciente edición de sus cuentos completos. El viernes, de postre, Mario Vargas Llosa daba el pregón del Primer Aceite en la localidad de Osuna, y allí me fui.
En el tren iba pensando que los izquierdosos han, hemos sido injustos con el escritor peruano. Una caricatura de Vázquez de Sola, que lo retrataba como una marioneta en manos de una canina disfrazada de Tío Sam, me parece ahora ignominiosa. Cuando fue candidato a la presidencia del Perú, aquí en España le dieron con todo y al final, mira por dónde, el rival Fujimori resultó ser un horror de gobernante. Perdió el país, ganó la literatura. Pero creo que el escritor merece, no sé cómo ni por parte de quién, una disculpa.
Además, si alguna vez ha resultado antipático Vargas Llosa, la edad lo ha hecho mucho más agradable. Acudió a plantar el tradicional olivo en la fabulosa Colegiata ursaonense, y atendió a todos los medios con santa paciencia y franca sonrisa. Incluso visitó, más tarde, la mesa donde cenábamos varios periodistas, y estuvo una hora larga entrando a todos los trapos y destilando lucidez y amabilidad. Probablemente nunca llegue a comulgar con sus ideas neoliberales, pero esa noche se redobló mi admiración por el autor de La ciudad y los perros, esa novela magistral que el peruano escribió ¡con 26 años!
Mi primera residencia sevillana estaba junto a un sex-shop para mujeres llamado Travesuras de la niña mala, y al referirle este hecho se rió abiertamente y me aseguró que conoce a las dueñas, las cuales le envían cada cierto tiempo un regalo "picaresco".
Antes de marcharse, un vecino de Osuna se acercó tras el pregón a pedirle que le firmara un ejemplar de dicha novela, y visiblemente nervioso, buscando en su cabeza algún elogio que alentara la dedicatoria, acabó diciéndole al escritor:
-Enhorabuena. A mi mujer le ha encantado.

Manuel Gregorio González, barroco sevillano

El lunes pasado, hace exactamente una semana, fui invitado a hablar de Kapuściński en el taller de lectura de la Casa del Libro, donde ya tuve la suerte de participar unos meses atrás. Es un gusto echar el rato con esa variopinta parroquia, unida sobre todo por el amor a los libros, que tiene por costumbre prolongar la tertulia en el bar del Hotel Inglaterra, el que probablemente sirva los mejores gintonics de la capital hispalense. Al frente de esta amable troupe bibliófaga se encuentra Manuel Gregorio González.
Cuando, todavía en Cádiz, yo leía su firma en los retratos de última de Mercurio, me imaginaba a un señor muy serio y de edad provecta, pues así imaginamos siempre a los sabios. Sorpresa la mía al descubrir que se trataba de un tipo joven, con media melena y setenteras gafas de pasta, bien vestido pero sin solemnidad, y sobre todo dotado de una amenísima conversación.
Pero lo mejor de todo es que con Manuel Gregorio, leyendo sus reseñas, su ensayo sobre Álvaro Cunqueiro o esa irresistible bombonera titulada El arte inútil, creo encontrarme gozosamente con eso que estudiábamos en clase bajo el rubro de Barroco sevillano.
Confieso que, como gaditano -o sea, atrapado en ese suspiro que va de los fenicios a la ensoñación decimonónica- no me ha resultado fácil asumir el barroco, que es algo más que Góngora y Borromini. Y sin embargo, he ido amando poco a poco cosas barrocas sin ser plenamente consciente de que lo eran. Barroca es la plaza de la catedral de Siracusa, una de las más hermosas que conozco, y la Plaza de Armas habanera; barroco es el estilo de los libros de Pierre Michon y el de los discos de Yngwie Malmsteen, bisnieto de Bach; barroco es el teatro de La Zaranda, mi compañía favorita, que ya mismo estrenan nuevo montaje.
Barroco es, en fin, Manuel Gregorio, incluso cuando fuma o liba de la copa. En él identifico la esencia de esa manera de mirar al mundo, yo no diría pesimista, sí un tanto escéptica o desengañada, pero siempre dejando a salvo la ironía. En el lenguaje, un absoluto desprecio por el atajo y una irrenunciable búsqueda de la perfección formal. Cierto aliento trágico, pero sin aspavientos, completa el cuadro barroco de MGG. Bueno, y unas grandes dotes para la amistad, profusamente barroca, incluso con un neoclásico como yo.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Téllez, bajo el signo de la victoria

Como el asesino al lugar del crimen, al mediodía siguiente regresé al Pay-Pay, esta vez con motivo de una fiesta sorpresa de cumpleaños para quien ha sido mi hermano mayor desde que yo acababa el bachillerato, ya ha llovido desde entonces: me refiero a Juan José Téllez. Aproveché la tensa espera para visitar las dependencias interiores del local, y aluciné un buen rato con la sala roja en la que se exhiben fotografías de las cabareteras que antaño hicieron de él el lugar más caliente de Cádiz. Jaime Chávarri se dejó llevar por esta leyenda y vino a rodar Besos para todos, con una Emma Suárez que me dejó tonto en veinte minutos de entrevista.
Pero volvamos al cumple sorpresa. Por allí andaban, además de la antedicha Bibi Aido, el Defensor del Pueblo Andaluz, Pepe Chamizo, con el que siempre es un gusto conversar; el escritor José María García López, que tiene novela nueva; Tere Torres, hada madrina del Café de Levante; la gente del Centro Andaluz de Flamenco, con Olga de la Pascua a la cabeza; el director del Instituto de la Juventud, Gabriel Alconchel; el crítico flamenco Fermín Lobatón y su chica, la profesora Amalia Vilches; Dani, el hijo de Téllez y también periodista en ciernes; el bailaor David Morales y la cantaora Carmen de la Jara; y un largo y cariñoso etcétera.
No hay sitio en este blog para explicar la amistad que me une a Téllez, que lo mismo fue un espejo en el que mirarme que un magisterio permanente en el arte de intentar ser uno mismo. Alguien que ha hecho buen periodismo, buenos poemas, buenos relatos, pero sobre todo ha forjado buenas amistades y ha defendido buenos propósitos. Acaba de cumplir 50 años y no ha cambiado esencialmente desde aquel primer día en que me acodé en una barra con él, cuando pidió dos yogures desnatados y yo pensé que sería una clave secreta con el camarero, el nombre de algún cóctel digno del Rick's Cafe, pero no, efectivamente se tomó dos yogures desnatados de Danone. Y no sigo, que el anecdotario da para mucho.
A la hora del discurso, Téllez señaló el hecho de que naciera con la victoria de John Fitzgerald Kennedy y cumpliera medio siglo de vida con la victoria de Obama. El brindis fue para que los próximos 50 años sean mejores que estos últimos, y nosotros lo veamos. Bueno, llegar hasta aquí ya ha sido, de alguna manera, un considerable triunfo. Por más que Téllez nos haya convencido de que las cosas más hermosas de defender son las causas perdidas, también nos persuadió siempre de rezar por lo bajini aquello de Buenaventura Durruti: Renunciaremos a todo, menos a la victoria.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

La Ministra y los ministriles

Hacía tanto tiempo que no trasnochaba -hablo de trasnochar de veras, hasta las claras del día- que casi había olvidado por qué me gusta tanto el trasnoche, y más concretamente el trasnoche gadita, que durante años y años fue el mío. El sábado lo recordé. Fui con Juanlu Pineda al Pay-Pay, antiguo cabaré convertido hoy en uno de los pulmones culturales de la ciudad. Allí, con el pretexto de un recital del espléndido cantautor malagueño José Antonio Delgado, se dio una concentración de talento musical poco frecuente. Por un lado asomó Miguel, una de las almas fundadoras de Antílopez, que tiene gracia para parar dos aves. No le va a la zaga Boni, ni en lo de cantar bien ni en lo del buen humor. También reconocí a Paco Medina, gaditano, y a Joaquín Calderón, hispalense. Quien más, quien menos, todos ellos llevan sus añitos haciendo canciones y tocando en toda suerte de boquetes. Tienen todo mi respeto, ¡brindo por ellos!
En esas estaba cuando asomó por la puerta la mismísima Ministra de Igualdad, Bibiana Aído, fiel asidua del Pay-Pay, aunque ahora le sea un poco más difícil dejarse caer por los bares, e imposible hacerlo sin escolta. Recuerdo que, cuando supimos de su nombramiento, Iván me alargó una copa para celebrarlo y me dijo: "Ya sabemos que una amiga nuestra puede ser Ministra. Ahora sólo falta saber si una Ministra puede ser nuestra amiga". Por el modo en que me saludó, por el breve gin-tonic que compartimos poniéndonos al día de nuestras respectivas vidas, yo quiero creer que sí, que Bibi es una buena amiga, porque tras la cartera hay una gran persona. ¡Brindo por ella!
Pero la noche tenía que seguir, cerramos el Pay-Pay -qué gusto da cerrar bares, eso también lo había olvidado- y nos dirigimos a ¿dónde? Me sentía como un ratón arrastrando tras de mí a un montón de flautistas de Hamelín. ¿A dónde vamos a ir, picha? ¡Pues al Cambalache! Allí, como diría su dueño, Hassan, no hay noche que no pase algo. Y algo bueno. El otro día tocaba magia. Por allí andaba el musicólogo Faustino Núñez, que de inmediato pidió una guitarra. A mi vera, acodado en la barra, don David Palomar, paradigma de duende y compás. A un lado y otro del noble mármol, Tere y Ale, de Chirigóticas. Al fondo, varios integrantes de la chirigota de El Selu y el gran bajista Alfonso Gamaza, junto a su hermano Gonzalo, que fue pianista. Y el antedicho batallón de trovadores, ¿había o no había arte entre aquellas cuatro paredes?
Hubo cante grande, risotadas clamorosas, abrazos fraternos y su poquito de alcohol, no para caldear el ambiente, que funcionaba con la calefacción natural de los corazones, sino para que nunca falte el brindis. Claro que hay noches estériles y gravosas, pero una como la del sábado vale por muchas. Que no se me olvide brindar por ello.

En la Casa de la Bombilla Verde

De no ser por la visita de Saviano a Sevilla, donde yo tendría que haber estado es en San José del Valle, antigua pedanía de Jerez y hoy flamante villa independiente, donde el viernes se inauguraba La Casa de la Bombilla Verde, un encuentro permanente de cantautores que quiere brindar música en directo cada mes, allí donde nunca la ha habido con regularidad. Merche Corisco, artistaza reconocida, fue la encargada de dar el primer concierto, y según me cuentan aquello fue como el maná cayendo sobre el pueblo de Israel. A la gente le encantó porque, en contra de lo que a veces quieran meternos en la cabeza, a la gente le gusta lo bueno. En los próximos meses habrá más: Kino Maján, Antílopez, Alejo Martínez, José Antonio Delgado, Fran Fernández... Y en junio, un fin de semana especial con Javier Ruibal y Habana Abierta, entre otros. ¿Quién se resiste?
El invento, organizado por mi querido Juan Luis Pineda con mi apoyo incondicional, recibe su nombre de aquel Monólogo de Silvio Rodríguez en el que un viejo músico se acerca a unos chavales -"Vi luz en las ventanas/ y oí voces cantando..."- y empieza a recordar sus andanzas guitarra en ristre. Casa de encuentros, casa de jóvenes y veteranos. Casa de canciones. Ojalá que, desde hoy, nadie en el pueblo deje de ser consciente de que la música es un alimento de primera necesidad. Que la exija como exigiría el pan, el agua y la luz. Así queremos que sea la Casa de la Bombilla Verde: la única, tal y como está el mercado inmobiliario, que vale más de lo que cuesta.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Saviano, la muerte en los talones

Roberto Saviano en Sevilla. Overbooking y cierta agitación en la sala de prensa: no merece menos alguien que vive con la muerte en los talones. Por eso estaban allí las teles, las radios, las agencias. La mayoría reconocía no haber leído Gomorra, el libro que le ha valido al napolitano la fatwa del crimen organizado. Hace poco me preguntaron qué opinaba de ello, si creía que acabarían cazando a Saviano, y dije sin cinismo que eso era lo de menos. Aunque un escritor de 29 años, un buen escritor como él, merece tener una larga y fructífera vida, para mí Saviano es ahora algo más que un ser humano: es un símbolo, es una bandera, es una punta de iceberg. Si él, con toda su fama y sus medidas de protección, vive asustado. ¿Cómo vivirá el portero de su casa, la panadera de su barrio, el chofer de autobús de dos calles más allá? El affaire Saviano, como bien se ha dicho, no es un problema de la policía, sino de la democracia. Y a los italianos, desde Berlusconi al último contribuyente, debería caérseles la cara de vergüenza ante este hecho.
Leí el libro, vi la película. Con mucho interés, aunque haya cosas que no me gusten. Por ejemplo, la circunstancia de que en muchos sitios se hable de "la novela de Saviano". ¿A qué esa ambigüedad? ¿Es sólo una estrategia comercial, para no espantar al lector que huye del ensayo, de la crónica? O el hecho de que aparezcan bajo el mismo título dos productos, el literario y el cinematográfico, complementarios, sí, pero muy diferentes. Todo esto son, sin embargo, melindres sin importancia: el fenómeno de Gomorra es heroico y merece trascender como tal.
Observé detenidamente a Saviano, su modo de sobarse nerviosamente las facciones. Así lo capturó magistralmente mi fotógrafo, Antoñito Acedo, palpándose y dejando entrever los ojos tristes y enrojecidos, cansados. Luego estuve rápido y, antes de que los guardaespaldas se lo llevaran volando, le tendí mi ejemplar para que me lo dedicara. También voy a conservar eso como algo más que un autógrafo. Es una prueba de vida, una victoria. Quiero verla dentro de veinte o treinta años y celebrar que el autor sigue vivo. Ya casi me iba cuando vi que el escritor me tendía tímidamente la mano. Mi duda fue instintiva, pero sólo duró unos instantes: se la estreché.
En algún lugar tengo escrito que uno piensa en la mafia y ve señores bien vestidos, de modales ceremoniosos y apariencia venerable, pero los mafiosos de verdad son unos malandrines horteras que no pasarían el casting menos exigente para hacer de Tony Montana. Así los muestra Matteo Garrone en la película, incluso con ese boss laringectomizado que es una caricatura del Vito Corleone de Coppola. La única épica, ya era hora, la pone en este caso la víctima. Las víctimas son los héroes, y los matones, los granujas -y por extensión, todos los sinvergüenzas de guante blanco que están por encima en la pirámide del poder- aparecen por una vez como lo que siempre han sido, como lo que siempre serán: unos dañinos payasos.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Qué tendrá Chicago

Quisiera viajar a Chicago, más que nada para devolverle la visita. Últimamente no se cansa de hacerse presente por estos lares, esa ciudad. El sábado pasado estuve viendo y oyendo en el Maestranza al mítico Herbie Hancock, que es nativo de por allí. Ayer Barack Obama logró desde Chicago lo que todo el orbe sabe y la mayoría celebra. Hoy mismo perdía su pulso con el cáncer Michael Crichton, el chicaguense -si tal es el gentilicio, pues lo ignoro- visionario que soñó que cuando despertara el dinosaurio todavía estaría allí, junto a un George Clooney lindo como él solo vestido con bata blanca. Qué tendrá Chicago. Qué mezcla de genio y fatalidad. Allí nacieron también Chandler, Dos Passos, Philip K. Dick. Allí prosperó el hampa más peliculera y el jazz más impetuoso. Allí voló Michael Jordan y se erigió una arquitectura impresionante que creó Escuela -no confundir con la otra, la de los siete Nobel de Economía, que ya podrían dar alguna idea para sacarnos de este ruinazo. Allí encontró a su novio Margot Molina. Chicago. Habrá que ir algún día, aunque sólo sea para devolverle tanta visita. Chicago americana, que diría Pepe Begines.

Marian Trapassi es Sicilia

En mi Viaje a la Sicilia con un guía ciego, a día de hoy, hay tan sólo un capítulo que me gustaría rectificar de cabo a rabo. Es aquel en el que afirmo, desde luego por ignorancia, que se trata de una isla muy poco musical. El tiempo transcurrido desde aquella edición me ha servido para comprobar que en absoluto es así. Desde ciertos interesantes jazzeros palermitanos al folk evolucionado de un tipo tan interesante como Alfio Antico, también en cuestiones musicales hay mucho que rascar en Sicilia.
La semana pasada presenté el libro en Cádiz y me traje una excelente prueba de ello. Se trata de Marian Trapassi, hermana de la profesora Leonarda Trapassi y cantante de ricos registros y arrolladora personalidad, que por suerte se hallaba en España promocionando su disco Vi chiamerò per nome. En él, Marian expone una galería de arquetipos femeninos bañados en ternura, inteligencia y unas gotas de sana ironía. Ser mujer en Sicilia, ser mujer en el Mediterráneo, ha sido desde antiguo un oficio duro. El contenido de este álbum, desde los primeros acordes hasta las fotos promocionales -donde Marian aparece con un chocante, ajado vestido de novia- me parece un hermoso homenaje a todas las mujeres, una invitación a mirar el mundo femenino desde otro punto de vista, y desde luego un impecable trabajo artístico.
Marian y su chico, el excelente guitarrista y productor Simone Chivilò, me honraron con su compañía en la lluviosa noche gaditana. Actualmente viven en Milán, pero Sicilia, lo mejor de esa tierra querida, está ahí, en el corazón de esa música. Para que luego digan los profanos que la isla no suena.

Yo quiero que Pedro despierte

Los asiduos saben que me encanta hablar en este blog de la gente anónima de las empresas de comunicación y los gabinetes de prensa. Son en su mayoría grandes profesionales, tan abnegados en su faena como divertidos en los márgenes. Muy a menudo el roce hace el cariño, y su relación con los periodistas acaba siendo un vínculo cariñoso, entrañable y sin fecha de caducidad.
Un lazo así me une desde hace muchos años con Pedro Geraldía, hasta hace poco responsable de comunicación en la Universidad de Cádiz. Ojalá estuviera escribiendo sobre él porque sí. Ojalá pudiera demorarme en su risa sorda y contagiosa. Ojalá pudiera recordar tranquilamente que fue él quien me descubrió a Andrea Camilleri y a Dino Buzzati, mucho antes de que estuvieran de moda. Ojalá el motivo fuera recordar que quise a Pedro a mi lado cuando presenté mis Armas Gemelas, en parte porque quería que el introductor fuera cualquier cosa menos un escritor gaditano, de los que estaba harto, y en parte porque sabía que esos poemas de amor en la distancia iba a hacerlos suyo Pedro, que sufría y gozaba por entonces algún romance de esa índole. Ojalá se tratara de recordarlo cuando abría los brazos y gritaba con una sonrisa de oreja a oreja: "¡Alejandro Luque, ayer joven promesa, hoy contrastada realidad!". Ojalá pudiera bromear con la fama de Pedro, que le acreditaba como el hombre que mejor besaba en Cádiz, y no hubo quien lo desmintiera.
Ahora Pedro espera, como en un cuento pavoroso, un beso de la suerte que lo despierte de la cama en que está postrado desde hace varias semanas. Me lo contaron el otro día, en Cádiz, y se me heló la sangre: Pedro se levanta una mañana, actúa con normalidad, pero el riego sanguíneo no alcanza a su cerebro. Entra en coma y, aunque su cuerpo se mantiene sano, la actividad neuronal ha quedado reducida al mínimo. Su chica, para rematar la tragedia, está embarazada y muy cerca de dar a luz. Es demasiado sórdido. Es como una broma macabra, es una pesadilla atroz. Quiero que Pedro despierte de ella. Quiero volver a oír su risa sorda y contagiosa. Quiero que volvamos a llorar juntos, pero sólo por mujeres imposibles, en el Café de Levante y bebiéndonos las lágrimas bien diluidas en el mejor ron.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Natale Tedesco al vuelo

Volando voy, volando vengo, entre una rueda de prensa y otra saco un minuto para escaparme a una céntrica librería. Tengo el tiempo justo para buscar los Capitanes de la Arena del brasileño Jorge Amado, que me han recomendado con insistencia. Llegar y pegar: en el anaquel de autores hispanos -sabía que estaría allí- lo atrapo de un salto y me dispongo a correr. En esas se me acerca un señor y me pregunta si yo soy el autor de La defensa siciliana y Viaje a la Sicilia con un gúía ciego. Confieso que sí, me felicita y me explica que es profesor de un instituto de Bellavista, que está con sus alumnos de visita a la librería, y me pide, si encontramos algún libro mío, que les haga una dedicatoria colectiva. Cómo no, le digo, todavía creyendo que pueda haber alguna cámara oculta a mi alrededor, y me ofrezco para ir al aula cualquier día, solo o con mi cantautor Juanlu Pineda o con la banda si hace falta, cuando ellos quieran, y hablamos de libros y de lo que encarte. Lo bueno de tener pocos lectores es que puedes dar casi atención personalizada. Mientras les dedico un Viaje, el profesor dice con convicción: "Creo en las casualidades".
Me disculpo, salgo corriendo y atravieso Sierpes en un suspiro. De pronto freno en seco, pues distingo a la profesora Dina Trapassi, siciliana con plaza en la Universidad de Sevilla, junto a Natale Tedesco, gran profesor de Bagheria, descendiente además del ilustre príncipe Gravina que erigió la Villa Palagonia -les remito a mi libro, o en su defecto al Google, pero déjense remitir-, de paseo por el centro de Híspalis. Tedesco era para mí una figura mítica desde que prologó un libro de Leonardo Sciascia, Horas de España, con fotografías de Ferdinando Scianna. Hace tres años vine a verlo a Sevilla, donde daba una conferencia en el Monasterio de la Cartuja, y ese mismo día recibí por teléfono la oferta de dejar Cádiz y venir a trabajar aquí.
Natale me saluda efusivamente y nos emplazamos para intentar vernos más tarde. No sé si va a ser posible, pero encamino mis pasos hacia la Encarnación con una sonrisa y una idea en los labios: yo también creo en las casualidades.

martes, 4 de noviembre de 2008

Cosas de El Grilo

Joaquín Grilo en Sevilla. Yo admiraba al bailaor jerezano desde hacía mucho tiempo, cuando militaba en el grupo de Paco de Lucía. Siempre tuvo buena planta, compás y una gran personalidad, con ese modo de rematar como quien no quiere la cosa, que a mí se me hace espectacular. Cuando fui a Japón me hizo mucha ilusión saber que El Grilo estaba allí, y la primera noche, de marcha por Roppongi, lo vi desplegar toda la gracia del mundo.
Me pregunté por qué no ha llegado más lejos. Si sería falta de olfato empresarial, como le sucede a tantos buenos artistas, si sería falta de capacidad organizativa. Porque ahí lo que sobraba es arte. Más tarde me contaron (y yo ya puedo contarlo aquí, pues ha pasado el suficiente tiempo) que, en el avión de ida, un japonés espetó a El Grilo porque estaba haciendo mucho ruido, puede que incluso le diera un toque en un hombro, y éste se volvió y le atizó sin pensarlo un puñetazo. El anillo se clavó en el pómulo de la víctima y empezó a manar la sangre. Hubo lágrimas y peticiones de perdón, pero cabe imaginarse el sofocón no sólo del japonés, sino de toda la compañía que viajaba con el jerezano, ante la posibilidad de que el trabajo colectivo se fuera al traste. De hecho, la policía esperaba en el aeropuerto de Narita, pero las ágiles e intensas gestiones por parte de la compañía japonesa que organizaba el evento lograron que la cosa quedara sólo en una fuerte reparación económica.
El genio de los genios es así, me dije. Puro arrebato, tanto en escena como afuera. Lo importantes es saber arrepentirse y aprender a domar los impulsos. Pero el día que estábamos partiendo de vuelta a España, casi sin dormir, volví a ver a El Grilo provocando con modos pendencieros al pobre recepcionista del hotel, que no entendía nada y cabeceaba nerviosamente. Ahora, viendo al gran Joaquín Grilo en rueda de prensa, presentando un nuevo espectáculo, he recordado por qué lo borré aquella madrugada de mi lista de ídolos. Porque me gustan los bailaores por su manera de escobillar y por sus replantes de bulería, y no por su demoledor crochet.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Isaac Rosa, crear y creérselo

Tengo un buen amigo en Sevilla que sufre a cuenta de la literatura. Es un hombre talentoso, leído, vivido y vividor, y escribe extraordinariamente bien. El problema es salir a la luz, mostrar lo que uno hace, someterlo al criterio del público. Ahí le asaltan todos los terrores, se deja paralizar por ellos, le atenazan toda clase de remordimientos. Para colmo, varios amigos suyos publican en buenas editoriales, y eso es probablemente fuente de raros complejos. Para mí, se trata de un caso paradigmático de algo que siempre he dicho: la diferencia entre el hombre común y el artista es, frecuentemente, la determinación y la consciencia de éste último de serlo. El maestro Quiñones lo decía con toda naturalidad: "Con catorce o quince años, ya sé que soy escritor. No sé si bueno o malo, pero soy escritor".
Pensé en esto la semana pasada, camino de la rueda de prensa de presentación de El país del miedo, la última novela de Isaac Rosa. Mi primer encuentro con él data de unos años atrás, cuando grabamos el disco Olla de Grillos de Juan Luis Pineda. Isaac había sido enviado a Cádiz por la discográfica -de cuyo nombre ni él ni yo queremos acordarnos- para hacer la promoción del álbum. Fuimos a cenar al Balandro y acabamos hablando, cómo no, de literatura. Me dijo que soñaba con escribir una novela que tenía en la cabeza. Confieso que he oído a tanta gente una idea similar, que me limité a desearle suerte sin darle mayor importancia. Unos años después, y con aquel sello musical ya desmantelado, volví a encontrarme con Isaac en la calle Argumosa de Madrid. Había terminado la novela proyectada ¡y se la había comprado Seix Barral!
Aquella obra era El vano ayer, una de las novelas más importantes de las letras españolas de las últimas décadas, y obtuvo entre otros el premio Rómulo Gallegos. Aquel chico para todo de la discográfica, tímido, "de natural tranquilo" como a él le gusta decir, el amigo Isaac que habíamos conocido como un ciudadano anónimo, era ahora una justificada celebridad. El talento lo tuvo siempre, sólo había que crear, creérselo -sin estúpidas vanidades, pero también sin mojigatería- y tirarse al charco.
Me gustaría que esta historia, un poco como de fábula o de sueño americano, calara en mi otro amigo, el escritor secreto. Escribe cuando quieras, deja de hacerlo cuando te apetezca, muestra sin miedo lo que te guste y rompe lo que aborrezcas. Pero créetelo: bueno o malo, tú eres escritor. Hasta cuando no escribas.

Ceuta (y III) El sueño de Tharna

Al día siguiente fui a ver, por cuarta o quinta vez en lo que va de año, a Javier Ruibal en concierto. No me canso, todo lo contrario: lo que hace ese hombre en escena -y cuanto más reducidos la sala y el formato, mejor- es impresionante. Esta vez, no obstante, me interesó mucho no sólo lo que ocurría allá arriba, sino también lo que había entre el público. Ahí, confundidos entre el respetable corriente de a pie, reconocí a varios miembros de Tharna, un grupo de los 80 que en cierto modo marcó una época para mí y para muchos jóvenes ceutíes, algunos de los cuales, como Dani Cortés o Gabriel León, han acabado siendo a su vez excelentes músicos.
Ceuta siempre ha sido una buena cantera de intérpretes, sobre todo rockeros. En esa tradición, Tharna fue un proyecto especial por la seriedad de su planteamiento, por la insólita calidad de sus letras y por ese don inefable que Borges llamaría encanto. Tharna tenía encanto y quiso usarlo para cumplir un sueño de auditorios llenos a rebosar, luces, decibelios, escenarios enormes. Contra ese deseo se conjuraron las miserias del mercado discográfico, con sus trampas y engañifas; luego la maldición bíblica de la heroína, que se cebó con su prodigioso guitarrista, Iñaki, hasta casi anularle; y por último ese síndrome insular que padece Ceuta, esa sensación de aislamiento real o ficticia que acaba paralizando proyectos apasionantes.
Lo seguro es que, antes de su disolución, Tharna grabó un álbum, La invasión, que durante años fue una de las bandas sonoras de mi primera juventud. El amor soñado e imposible, el anhelo de ir un poco más allá en la lucha cotidiana, esa angustia al mirar el horizonte que destilan sus canciones nunca me fallaron cuando acudí a refugiarme en los surcos de aquel fatigado long-play.
Estuve conversando con el cantante, Alberto Mateos, con su primer guitarrista, el virtuoso José Fajardo, con el bajista Gabriel León, todos ellos lógicamente trabajados por la edad, pero agradecidos por nuestra veterana admiración, la de quienes crecimos con su música, y capaces aún de mostrar un sutil brillo en la mirada cuando echamos la vista atrás para recordar aquellos tiempos. Como si lo que parece un sueño roto fuera al final, en cierto modo, un sueño cumplido.

Ceuta (II) Dani Cortés, historias de guitarristas

Mi guitarrista favorito se llama Daniel Cortés, es ceutí y desde hace ya unos quince años honra mi agenda con su amistad gigante y mis oídos con la exquisita sensibilidad de sus seis cuerdas. A veces, además, recibo el honor añadido de compartir escenario con él, concretamente en la banda de Juan Luis Pineda, y eso es ya el no va más: un regalo que no merezco y que me hace pensar que esta vida no es tan avara como a ratos pudiera parecer.
El caso es que Dani -cuyo myspace recomiendo encarecidamente- no sólo es un músico personalísimo, sino también una inagotable enciclopedia de música. Un rato con él equivale a varias clases magistrales, y siempre que nos encontramos vuelvo a casa con dos o tres genios nuevos en el i-pod. El otro día me quedé a dormir en su casa y, bicheando en su ordenador, di con varios guitarristas que acaso merecerían cada uno una novela. No me resisto a mencionarlos aquí, por si algún ocioso biógrafo, ayuno de ideas, se dejara inspirar.
Empecé viendo y oyendo a Mike Stern, superviviente nato de todos los vicios, en permanente estado de gracia; seguí con Shawn Lane, músico tan gordo que la guitarra parece un tres cubano en su regazo, muerto prematuramente con apenas 40 años, no sin antes desarrollar un discurso musical muy, muy sugerente; llegué a Paul Gilbert, muy apreciado por mí desde los tiempos en que tocaba con Racer X, y tan evolucionado que aparece en un vídeo disfrazado ¡de astronauta!
Luego me detuve en el caso terrible de Jason Becker, un músico extraordinario que yo conocía desde que militara junto a Marty Friedman en el grupo Cacophony, un derroche de virtuosismo y fuerza como no habíamos oído antes. Becker siguió luego su carrera acompañando a grandes rockeros como Alice Cooper o David Lee Roth, y da gusto ver en las viejas grabaciones sus dedos volando sobre el mástil y produciendo bellísimas filigranas a gran escala. Nadie, ni en la peor de las pesadillas, podía imaginar entonces que la fatalidad iba a cebarse con él hasta tal punto que una extraña enfermedad degenerativa provocaría un desmesurado crecimiento de sus manos y una parálisis casi absoluta de su cuerpo. Casi me echo a llorar al ver a aquel guitar hero postrado en una silla, congelado en una mueca trágica, sin poder siquiera hablar. Y más me emociona saber que, gracias a un elaborado código de parpadeos, Becker sigue componiendo, creando aquella música fabulosa por encima de sus minusvalías físicas.
Finalmente, me dejé asombrar por el no menos espectacular caso de Pat Martino, tal vez uno de los mejores guitarristas de jazz de todos los tiempos. Con treinta y pico años, siendo ya un intérprete consagrado, Martino fue sometido a una operación cerebral que tuvo como consecuencia una pérdida total de la memoria y la completa abolición de su habilidad para tocar. Se recuperó estudiando sus propios discos, y siete años después regresó a los escenarios con un nuevo trabajo, tanto más admirable que los anteriores.
Ya lo dijo Borges: "Traiga cuentos la guitarra..."

sábado, 1 de noviembre de 2008

Ceuta (I) con Pepe Begines

Sin salir del Mediterráneo, me fui de Barcelona a Ceuta, mi ciudad querida, la siempre noble y musical. Allí actuaba el pasado viernes ese músico y buen amigo conocido como Pepe Begines. Pepe fue una de las primeras celebrities locales que conocí al llegar a Sevilla, pues tenía columna semanal en mi periódico. La simpatía surgió de manera instantánea, cosa nada complicada porque, además de músico con arte, estamos hablando de un señor dotado de un extraordinario y espontáneo sentido del humor, además de una desarmante sencillez.
A Pepe lo conoce todo el mundo como cabeza visible de aquel fenómeno agro-pop que fundaron No me Pises que Llevo Chanclas, pero su pasión musical viene de muy atrás. De jovencito pasó lo suyo recogiendo algodón para costearse su primera guitarra, y supo lo que era tocar en terrazas y garitos antes de llenar plazas como la de San Antonio, en Cádiz, donde yo lo vi por primera vez. Aquel sueño millonario terminó, y sin embargo el gusanillo de los escenarios nunca se extinguió del todo para él.
Hace tres años se dejó poseer por un nuevo personaje, Pepe el Lusitano, y con impecable acento portugués se lanzó a la conquista de salas de pequeño formato para meterse al público en el bolsillo, como los valientes, de uno en uno. El grueso de su repertorio, además de algún viejo éxito como Bolillón o Las calles de Chicago, lo componen hilarantes retratos de grandes personajes del siglo pasado, como Quién mató a Bruce Lee, Rey Pelé o Robert Kennedy.
Si Javier Krahe afirmaba que afinar es de mariquitas, Pepe cree que ensayar es de cobardes. Y no es que desprecie a los artistas que preparan concienzudamente sus espectáculos, es que lo suyo es tantear el surrealismo por la vía de la improvisación, "pero con control de calidad", como él mismo advierte. Bulerías en inglés, rumbas en japonés, odas a los botes de mayonesa, canciones de amor a las macetas de marihuana de su balcón, lo que desarrolla sobre las tablas es, cito textualmente, algo así como "Tristan Tzara en adobo".
La música con fondo cómico nunca ha tenido demasiado predicamento en España, pero creo que en estos tiempos que corren el ejemplo de Pepe Begines, su auténtica mezcla de guitarras y carcajadas, nos cae como agua de mayo. Sus finales de concierto, haciendo cortes de manga al grito de "¡Pa la crisis!" o su estribillo en el que pide que apadrinemos a un banquero -"él por ti no lo haría, hazlo tú por él"- no tienen precio en una época en la que todo, hasta la alegría, nos la quieren poner por las nubes.

Otras lecturas/relecturas del mes de octubre

Peter Carey. Equivocado sobre Japón.
Andrés Barba. Las manos pequeñas.
Andrea Camilleri. El beso de la sirena.
José Mas. Resonancias.
Oscar Wilde. Decadencia de la mentira.
Miguel García-Posada. Inclemencias.
Alberto Savinio. Capri.
Haruki Murakami. After Dark.
Ernst Jünger. Sobre los acantilados de mármol.
Luisa Castro. Amo a mi señor.
Francisca Aguirre. Nanas para dormir desperdicios.
Joan Margarit. Antología personal.
Ezra Pound. Cathay.
Edgardo Dobry. Cosas.
Roberto Saviano. Gomorra.