miércoles, 28 de enero de 2009

Kiko Veneno por doquier

No sé si esto tendrá algún significado secreto, alguna lectura cósmica, pero últimamente me encuentro a Kiko Veneno por todas partes. Salgo a tomarme una copa y lo veo en El Perro Andaluz, al fondo de la barra, conversando con su compadre Pepe Quero. Voy a tapear al Boreas y allí está, rodeado de amigos en una mesa. Incluso cuando entro más tarde en el cine para ver Revolutionary Road, descubro que nos separan sólo cuatro o cinco butacas. Sevilla es un pañuelo, dirá alguno. Esas cosas pasan.
Ahorraré al amable lector extenderme demasiado sobre mi admiración hacia este músico. No he sido nunca fan suyo, pero me descubro ante la coherencia de su trayectoria, su personalidad y su arte. Su vinculación a Camarón, Veneno y Pata Negra le garantizaron hace mucho el ingreso en la historia de la música española por la puerta grande. Pero, lejos de dormirse en los laureles, ha seguido trabajando, reinventándose que se dice ahora. Además, contra su fama de arisco, he podido comprobar que es un señor serio, sí, pero amable y sensato, buen conversador, al que da gusto entrevistar.
Pero yo estaba en lo de los encuentros casuales. Uno de los más curiosos aconteció hace ya siete u ocho años en La Habana, cuando se inauguró un Centro Cultural de España en la hermosa Casa de las Cariátides, frente al malecón. El concierto de apertura lo daba Kiko Veneno, que había participado antes en cierto homenaje a Beny Moré, y que se acompañaba ahora de un esforzado grupo de flamenquitos cubanos, sin mucho pellizco pero con buen compás. El caso es que Juan José Téllez y yo aprovechamos la ocasión para hacerle una entrevista, y nos presentamos:
-¡Ah! Así que tú eres, Téllez. Y tú -se dirigió a mí- eres "A punto ELE punto. Cultura". Os leo muy a menudo.
Que Veneno me reconociera por las iniciales con las que firmaba en El País fue motivo de orgullo instantáneo. Luego conversé un rato con uno de sus acompañantes cubanos, que me pidió mis datos "por si algún día vamos pa' España", afirmó.
El papelito donde escribí mis señas, en efecto, llegó una vez a España. Cierta noche de octubre, entré a primera hora en el Son Latino, que durante varios años fue mi segunda residencia. Allí en la barra me presentaron a un joven cubano que acababa de aterrizar con una compañía de teatro. A los cinco minutos descubrimos que era uno de los músicos que había tocado con Kiko Veneno en aquel acto.
-Quizá puedas ayudarme a encontrar a alguien que debo contactar, un tal... -dijo, y sacó el papelito.
-"Alejandro Luque" -leí perplejo mi propia letra-. No busques más, ya lo has encontrado.

lunes, 26 de enero de 2009

Lección de Economía (II) Sampedro

En esta profesión, decía, uno nunca se aburre. En la misma mañana pasas de la conferencia taleguera de Mario Conde a una presentación de José Luis Sampedro. De la Cultura a la Economía, y vuelta. Sampedro, octogenario lucidísimo, acaba de reunir sus ensayos como economista en un grueso volumen titulado, con mucho acierto, Economía Humanista. Me parece muy significativo que esas palabras hayan ido alejándose tanto que ahora parezcan conformar casi una paradoja. Mis conocimientos en la materia son mínimos, pero me ha gustado picotear estas páginas, algunas con más de cuarenta años de solera, y descubrir la capacidad del autor de La sonrisa etrusca para acertar en sus apuestas.
Apostó por el Mercado Común Europeo cuando aquí, en España, se hacía una fuerte oposición. Apostó por un sistema que no colisionara con la conservación del Medio Ambiente, y por una productividad que no se olvide de las necesidades humanas, que las resuelva en lugar de crearlas. La apuesta de Sampedro se resume, en fin, como "una economía dirigida a hacer menos pobres a los pobres, y no más ricos a los ricos". Parece de una sencillez desarmante, pero también difícilmente rebatible. Hay en las páginas de Sampedro muchas ideas y gráficos que no sé descifrar, pero esa conclusión está al alcance de cualquiera.
Letras y cifras. Conde y Sampedro. Cultura y Economía. Pero qué diferencia, ¿no?

Lección de Economía (I) Mario Conde

En esta profesión uno nunca se aburre. La semana pasada, sin ir más lejos, me tocó cubrir una de esas noticias que no sabe uno muy bien por dónde coger. Me refiero a la visita del ex banquero Mario Conde a la Cárcel Provincial de Sevilla, esta vez no para purgar ninguna condena, sino para participar en una donación de libros en la que cada año invitan a algún famoso con experiencia penitenciaria. Conde, que durante toda mi juventud fue el paradigma español del éxito, la prueba fehaciente de que el sueño del enriquecimiento rápido era sólo cuestión de conocer los atajos, se ha hecho escritor y editor. Ignoro qué tiene esa doble vertiente literaria, que presta cobijo a los personajes más dispares. Tal vez que no pide credenciales antes de ingresar, no lo sé.
El caso es que ese señor que se llama como un personaje de las novelas de Leonardo Padura se plantó en el salón de actos y, micrófono en mano, empezó a buscar la complicidad de su auditorio acortando distancias, alardeando de manejar la jerga, tratando de dar a entender que ellos y él no eran tan diferentes. Hubo unos minutos de convincente speech, hasta que Conde cometió el fatal error de caminar por la cuerda floja del sermón. Acabó marchándose de improviso, visiblemente molesto con los sarcasmos que empezaron a lloverle de aquí y allá.
Lo que Mario Conde representó durante años se afianzaba, entre otras cosas, en la ficción de que era un elegido, alguien poco menos que tocado por los dioses. Vano esfuerzo es intentar ahora jugar a que pertenece a la misma realidad que esos reclusos, vano exponerse como una víctima del sistema. Él seguía acaparando los flashes, los demás siguen sumidos en la oscuridad y el anonimato.
No recuerdo que el ex banquero, en sus tiempos de reinado, promoviera ningún plan de reinserción social como los que hacen ahora otras entidades. No había que agradecerle, pues, sino la molestia de haberse desplazado hasta allí. Quiso humanizarse, confundirse, siquiera por un momento, con esa manada. Pero la manada, que carece de libertad pero no de orgullo, lo rechazó.

lunes, 19 de enero de 2009

La 'nuit' de Bertrand

Hay libros -y discos, películas, lugares- extrañamente magnéticos, que ambicionas desde mucho antes de que estén a tu alcance. No se sabe muy bien por qué. Oyes un comentario de alguien, lees algo, y piensas: lo quiero. Y no descansas hasta conseguirlo. Casi nunca te lo ponen fácil, son un poco como aquellas chicas de colegio de monjas que sentían reafirmar su valor retrasando al máximo el beso. Uno de los que más se ha hecho rogar -pero al final, ah, cayó en mis garras, quiero decir, se arrojó en mis brazos- es el Gaspard de la nuit de Aloysious Bertrand.
Supe de este raro título leyendo unas cartas, no menos raras, que intercambiaron Roberto Bolaño y Carlos Edmundo de Ory. Si no recuerdo mal, el chileno medio se disculpaba por empezar a leer tan tarde el Gaspar [¿O era El buen soldado de Ford Madox Ford?] Lo cierto es que yo leí aquello y dije: lo quiero.
Busqué en librerías, busqué en internet. Nada, desaparecido. Encontré un ejemplar en francés, no recuerdo si en un Bruselas o en Lille, pero lo compró mi amiga Marucha, que sí domina el idioma de Montaigne. En español no había modo. Casi me había olvidado cuando supe que la editorial Augur había publicado, hace nada, una nueva edición. Me arrojé sobre el libro en cuanto pude hacerme con un ejemplar, y no tardé en comprobar que mis expectativas no quedarían defraudadas.
No perderé el tiempo tratando de resumir su contenido. No seré de esos comentadores, como diría el propio Bertrand, "que lo oscurezcan con sus aclaraciones". Sólo diré que el diablo es el protagonista de toda la narración, pero vive disuelto en ella, invisible, como sucede en la vida corriente. Y como en la propia vida, va saltando el mal, quiero decir el Gaspar, de un sitio a otro, de la literatura a la música, y de allí otra vez a los libros. La única obra de Bertrand, en efecto, inspiró a Ravel un tríptico de piano, y éste uno de los mejores relatos del argentino Marco Denevi....
Hoy -y perdonen la boba asociación de ideas- se marchó de la Historia, con viento de popa, un señor a quien algunos identifican con el demonio. "Huele a azufre", dijeron una vez cuando hubo abandonado cierta sala. Pero ese pobre diablo, por mucho daño que haya hecho, está lejos de las proezas reales del Satán verdadero. Pasará a la posteridad como un inepto sangriento, como un pernicioso títere. Al demonio del arte, el que inspiró este Gaspar, le están reservadas gestas más altas. Algunos le atribuyen, inclusive, la construcción de la mismísima Catedral de Colonia.

miércoles, 14 de enero de 2009

Te lo dice Pericón

La primera persona que me habló de este libro fue Ana Rossetti. "¡Cómo! ¿No lo has leído? ¿Y a qué estas esperando? Eso es mejor que todo el realismo mágico junto. ¡Es el precursor del realismo mágico!". Se refería a Las mil y una historias de Pericón de Cádiz, el selecto anecdotario que José Luis Ortiz Nuevo grabó en los años setenta al cantaor gaditano, y del que ya han visto la luz tres ediciones.
Con motivo de la última fui a entrevistar a Ortiz Nuevo la semana pasada. El estudioso de Archidona pasará a la Historia -todavía por escribir, pero necesaria e inaplazable- de las fotos excéntricas en las solapillas de los libros, pues aparece posando en una barbería mientras lo trasquilan. Ortiz Nuevo es así, imprevisible, pero al menos esta obra suya está llamada a perdurar. La leí hace ya muchos años, y ahora, al volver sobre ella, me han asaltado las mismas risas y las mismas lágrimas: ese pulpo explotado, esos amantes cubiertos de algas, ese perro que hablaba "con voz de perro"... Pericón, hijo de la gracia tanto como de la miseria, es un ejemplo de poderío narrativo portentoso, de una creatividad ilimitada. Qué gran libro se hubiera perdido si Ortiz Nuevo no hubiera arrimado el magnetofón. Qué otros grandes libros se habrán perdido entre los viejos cantaores analfabetos, cuáles estarán a punto de perderse.
García Márquez nos confesó una vez que todos los prodigios de Cien años de soledad celebrados por la crítica como muestras de fantasía desbordante eran de hecho bocetos de la realidad. "Este personaje que comía tierra era mi prima... Este otro era un vecino mío, que...". Lo de Pericón es lo mismo. Con menos consciencia de estar haciendo literatura, por supuesto. Con la enorme generosidad de contar por contar, sin esperar más recompensa que el asombro o la carcajada del que escucha o lee. Y con la plena seguridad de que los mundos fabulosos existen: están en éste.

martes, 13 de enero de 2009

1.25 dioptrías

Desde la pasada semana los macarras del barrio no pueden pegarme, me he quedado sin excusa para no saludar a los conocidos que pasan por la acera de enfrente y no hay contoneo de caderas callejero que escape a mi alcance visual: tengo gafas. Camino de la Óptica, iba recordando un episodio dramático de El mar no baña Nápoles, de la Ortese: aquella pobre niña a la que le ponen gafas, haciendo la familia un gran esfuerzo económico, y luego resulta que están mal graduadas, y hay llantos para dar y regalar.
¿Cómo habrían quedado las mías? Y, sobre todo, ¿me cambiarían la vida? ¿Cambiarían al menos mi visión de las cosas? García Montero fue al oculista una vez y de ahí salió uno de sus mejores poemarios, Vista cansada. A mí, hasta el momento, sólo me ha servido para mantener una conversación un poco surrealista con mi amigo Miguelito, en Cádiz:
-¿Te acuerdas de una peli que se llamaba El hombre con rayos X en los ojos? -me preguntó.
-Sí, claro me acuerdo -le dije-. Un tipo que empezaba viendo a las chicas desnudas, y al final tenía que arrancarse los ojos, porque no soportaba ver tanto.
-Así era.
-Es más, recuerdo que la pusieron en la tele un sábado por la mañana.
-¡Es verdad, era un sábado por la mañana!
La memoria de los viejos, dice Aquilino Duque, es así: no sabes donde has puesto las gafas hace un momento, pero te acuerdas de detalles de hace 30 años: los que han pasado, ¡ay!, desde aquella emisión.
Pero mi anécdota favorita alrededor de este tema es una que me refirió mi querido Manu Pérez. Al parecer, conoció a un niño de cuatro o cinco añillos, al que llevaron a una revisión rutinaria de la vista. La conclusión fue que el chaval veía menos que un gato de escayola, porque tenía como cuatro o cinco dioptrías en cada ojo. Había pasado los primeros años de su vida envuelto en una espesa neblina. Cuando aquella criatura se puso sus primeros lentes, dijo una frase que ojalá pudiéramos proclamar cada día:
-¡Mamá, mamá, qué bonito es todo!

jueves, 8 de enero de 2009

Juan Ramón, Sevilla, los jefes

Mi jefa Amalia Bulnes suele hacerme, medio en broma medio en serio, dos reproches justificados. Uno es que no la miente nunca en este blog. El otro, que después de tres años viviendo en Sevilla, aún desconozca miles de cosas, rincones de la ciudad, lugares secretos relacionados con los grandes poetas hispalenses. A lo primero le estoy poniendo remedio en este momento; lo segundo me parece una tarea que requiere más paciencia y más esfuerzo. Sólo con Bécquer, los hermanos Machado y Cernuda, ya tengo para un rato, pero como dicen los anglosajones, I will do my best.
Hoy, sin ir más lejos, me ha enviado la Bulnes a entrevistar a Rocío Fernández Berrocal, una profesora que ha dedicado su tesis a desmigar minuciosamente el vínculo del Nobel de Moguer con la capital de Guadalquivir, que fue intensa y prolongada, como los amores verdaderos. Ya dije por ahí que no me considero demasiado juanramoniano, pero conforme iba discurriendo la conversación he recordado cosas que me unen mucho al viejo Juan Ramón. Por ejemplo, las visitas de veranos en Cádiz con Mercedes Juliá, gran especialista en la materia y autora de una gran edición de Espacio, con su marido, el poeta Carlos Jiménez. O aquello que contaba Quiñones, cuando JRJ les enviaba dinero desde Puerto Rico para sostener la revista Platero, y como la tenían ya pagada se lo gastaban todo en ir a los toros y en vinillos, lo que por lo visto hacía mucha gracia al mecenas.
Me ha agradado mucho saber que los primeros poemas que publicó el buen hombre en Sevilla aparecieron precisamente en El Correo de Andalucía, rotativo humilde donde un servidor rinde, y por donde a lo largo de ciento y pico años han pasado tantas plumas talentosas que, el día que alguien se proponga antologarlas y separar el grano de la paja, puede salir un volumen de quitarse el sombrero.
De vuelta a casa he recordado también un episodio tragicómico. Hace años conocí a cierto redactor jefe al que costaba mucho venderle propuestas para Cultura, pues siempre estábamos bajo sospecha de promocionar a amigos nuestros -sólo por ser nuestros amigos, se entiende. El momento culminante de aquella obsesión, según me cuentan fuentes fidedignas, fue una vez que recibió la pieza de un corresponsal que suscitó un terrible golpetazo en la mesa y un clamor:
-¡Hasta aquí hemos llegado! ¿No digo yo que estos nos venden a sus amigos? La memoria de Juan Ramón. ¡Es que ya hasta lo llaman por su nombre de pila, por la cara!

Viaje con Wiesenthal

Al final no viajé a ningún sitio estas navidades, y para consolarme me abandoné a la lectura de las 1.150 páginas de El esnobismo de las golondrinas, la abrumadora obra de Mauricio Wiesenthal que sucedió a su no menos monumental Libro de réquiems. El maestro Edmundo Desnoes distingue dos clases de escritores: por exceso (escriben para deshacerse de lo que les sobra) y por defecto (escriben para encontrar lo que les falta). Wiesenthal, escritor excesivo, propone una especie de vuelta al mundo en montaña rusa. Pasa por lugares conocidos y queridos por mí -Estambul, Londres, Brujas, Roma, Niza- y muchos otros que figuran en mis cuentas pendientes, como Viena, Venecia o Estocolmo. Algunos pasajes son especialmente deliciosos, sobre todo aquellos en los que se demora en detalles mínimos, rincones invisibles para el turista al uso, cafés, hoteles, lecturas curiosas, anécdotas protagonizadas por los más variados personajes.
Wiesenthal -barcelonés de nacimiento, aunque pasó su infancia en Cádiz, a la que dedica bellos párrafos- hace así recuento de una vida enormemente rica en experiencias personales y, como buen esnob, también en lujos. No obstante, podemos reprocharle que su memoria se tome ciertas licencias, como cuando recuerda que las gitanas de Sevilla le regalaban romero y buenaventuras, cuando todo el mundo sabe que, al menos las que se buscan la vida alrededor de la Catedral, no regalan ni la hora.
También, más o menos a partir de la página 600, uno percibe que el autor se repite. Es curioso cómo abusa de expresiones como "gastó una fortuna", y cómo aparecen una y otra vez ciertos nombres: Zweig, Coco Chanel, Joséphine Baker, Nietzsche, la emperatriz Sissi, Colette o Sacha Guitry. No pretendo con esto restar méritos a Wiesenthal, que ha compuesto un hermosísimo y prolijo canto al placer de viajar y al placer de leer. Lo que se desprende de su ejemplo es que, a fin de cuentas, sólo tenemos un puñado de palabras que podamos hacer nuestras; que, aunque la casa se nos llene de gente, tarde o temprano los amigos caben en los dedos de la mano, o poco más; y que, como en aquel relato de Borges, cuando uno se propone la tarea de dibujar el mundo, el paciente laberinto de líneas que ha trazado da como resultado la imagen de su cara.

domingo, 4 de enero de 2009

Todo va Vian

Con tanta crisis real y sugerida en boca de todos, no me parece ninguna casualidad que el anuncio del 50º aniversario de la muerte de Boris Vian, previsto para el próximo mes de junio, no haya pasado desapercibido. No olvidemos que el genial parisino creció bajo el signo de la Gran Depresión, y algo bueno siempre traen las catástrofes: además de banqueros llorones y estrepitosas caídas de bolsa, vivimos un interesante repunte de la novela negra, y una nueva edad dorada para el jazz, y mucha buena literatura se sacude el polvo del olvido. Todo va Vian era el título de un viejo montaje de Teatro Crónico que debería erigirse en lema de nuestro tiempo.
Cualquier época es buena para leer a Boris Vian, pero este 2009, además, es apropiado. Meter la nariz en esa joya que es La espuma de los días, pasar después a Escupiré sobre vuestra tumba o La hierba roja, son maneras de abandonarse a una literatura maravillosa y cruel, absurda, risible y conmovedora como la vida misma.
¿Y si no hay tiempo o paciencia para leer? También tenemos a Boris Vian por vía auditiva. Andy Chango editó hace unos meses un ramillete de canciones del mismo autor -muy bien traducidas y adaptadas por Luis Antonio de Villena y Javier Krahe, por cierto- que recogen a la perfección el espíritu borisvianesco, entre lo grotesco y lo sublime, entre la suficiencia y la ingenuidad, que bien podría ser el espíritu de esta era. De modo que, en lo sucesivo, cuando nos echemos mano al bolsillo y nuestros dedos atraviesen un descosido, cuando hagamos llorar al cajero automático con el saldo de nuestra cuenta y reír al banquero con la cifra del préstamo que solicitemos, podemos entonar todos a coro:
-Si yo tuviera un euro con 50, casi tendría dos euros con 50...

jueves, 1 de enero de 2009

Año nuevo con Zagajewski

Se fue el 2008. Bien ido está. No le perdono que se llevara a tres de mis más queridos maestros, ¡tres, dios mío, como si los maestros sobraran! Primero a Adriano González León, gloria de las letras venezolanas, más tarde a José María Bernáldez, aquella universidad ambulante, y también a Miguel Candela, que reinó en Lavapiés. Se descerrajó un tiro Juan Manuel González, y quedó postrado en coma, y sin visos de mejora, Pedro Geraldía. Sí, este ha sido un año inmisericorde, y bien ido está.
Sería injusto no agradecerle las nuevas y buenas amistades que me trajo, pero otras queridas se debilitaron, como si hubieran sucumbido a alguna de esas enfermedades que se tipifican como raras. Hubo lecturas fabulosas y no faltó -eso nunca- la música. Ahora todo ha pasado, ya empieza a cubrirse de polvo de silicio en esta suerte de alacena que es el blog, el mismo que se dispone a abordar el 2009.
El año pasado lo empecé con Pasolini, y no podía bajar el listón. Pillé un volumen de reflexiones y recuerdos de Adam Zagajewski, titulado En la belleza ajena, y lo terminé en el tren, sintiendo por momentos como si entre mis amores gaditanos y mis amores sevillanos pillara de camino Cracovia, esa ciudad bella y paciente. El libro está lleno de frases afortunadas, pero subrayé especialmente ésta:
"No sé si sólo yo siento este miedo, o tal vez incertidumbre, en diciembre, cuando se acaba el año viejo y nos espera la última noche del año, una noche cuyo silencio, el absoluto, puro silencio de una noche invernal, ahogamos con ayuda de petardos, de música a todo volumen y de explosiones de botellas de champán: me domina entonces la inquietud de que, de pronto, todo cambiará, que yo cambiaré de un modo difícil de prever, que cambiarán las personas que me son cercanas y que incluso el mundo no será el mismo. Luego, sin embargo, llega enero, cae una nieve húmeda, y resulta que nada ha cambiado, al menos por el momento...".
Me siento bien meciéndome en el traqueteo del Andalucía Exprés, con este polaco exquisito en las manos y Paquito d'Rivera en el i-pod. Me siento tan en armonía cósmica, que querría abrazar al revisor y que una mujer que dormita dos asientos más allá -no es guapa, pero tiene un semblante noble- apoyara su cabeza en mi hombro. Serán las décimas de fiebre que tengo, aviso de resfriado. O esta sensación de estar entrando en 2009 subido a una nube de razonable felicidad, porque ya es 1 de enero y nada cambia.