A petición de algunos buenos amigos, y aunque no sea mi costumbre, cuelgo aquí el pregón de clausura del III Festival de Perfopoesía de Sevilla, que tuve el gusto de pronunciar el pasado domingo. Ojalá sea de vuestro agrado:
Buenas tardes,
Perfoseñoras y perfocaballeros,
Dignísimas perfoautoridades
Camaradas perfopoetas
Perfoamigas y perfoamigos todos.
Me corresponde el alto honor de pronunciar esta cosa extravagante que es un pregón de clausura. Un pregón final, como reza el programa. Me visto, pues, de trompetero del apocalipsis para encomendarme a sanseacabó, poner el broche y apagar la luz, no sin todas las reservas y objeciones que la situación exige. Porque no olvido que estamos en Sevilla, capital de pregoneros, ciudad en la que miles de plumas derraman su talento emborronando papeles febrilmente, con la única esperanza de ser escogidos algún día para un acto como este.
Habrán seguido ustedes últimamente, en la prensa diaria y en las redes sociales, esa agria polémica alrededor de mi nombramiento. ¿Quién es ese tal Luque? ¿Qué méritos concurren en su persona? ¿Merece pregonar un festival poético un tipo que apenas tiene publicado unos pocos versos, acogidos sin pena ni gloria por público y crítica? ¿Qué oscuros tejemanejes encubre esta elección? ¿Por qué él, y no cualquier otro?
Tienen los suspicaces más razón que un santo, y así se lo expuse a los organizadores de este magno evento cuando recibí su invitación. Por eso, después de discutirlo mucho, acepté ser pregonero apocalíptico bajo una condición: que acudiría a este estrado como representante de la única parroquia en la que puedo sentirme a gusto, la única familia literaria de la que me considero miembro de pleno derecho. Me refiero a la gran familia de los malos poetas.
Hay quien piensa que la mala poesía no es poesía, pero se equivocan. Es simplemente mala poesía.
De los malos poetas nadie habla, pero estamos por todas partes. Llenamos los anaqueles de las librerías, invadimos la programación de festivales, congresos, mesas redondas, cursos de verano. Ganamos cientos de concursos literarios cada año. A poco que te descuides, tu buzón se llenará con seis o siete de nuestros libros. Sin embargo, la revista Granta hace como que nos ignora. No figuramos en los manuales escolares. Las antologías nos dan de lado: ¿para cuándo una antología titulada Lo mejor de lo peor?
El mundo entero actúa como si fuéramos invisibles, pero ya es hora de proclamar que existimos. Aunque a veces nosotros mismos no queramos verlo, existimos. Estamos aquí. No van a silenciar nuestra voz. Seguiremos escribiendo nuestros pésimos ripios. Es nuestro derecho y nuestro destino. Y además, la estadística está de nuestro lado: somos una silenciosa pero aplastante mayoría.
Lo sentimos: no todo el mundo puede ser de los nuestros. Para ser mal poeta no basta con cometer, por ejemplo faltas de ortografía, pues me consta que hasta los más eximios premios nacionales incurren en ellas. Tampoco es suficiente con saltarse algún precepto de sintáxis, o hacer un mal uso del léxico, ¡Pecata minuta! Los malos poetas vamos mucho más allá.
Los malos poetas, para empezar, ignoramos absolutamente la tradición y nos dejamos deslumbrar por todo lo que se presente bajo el envoltorio de lo novedoso.
Los malos poetas nos pasamos la vida leyéndonos los unos a los otros, en una infinita rueda masturbatoria, y para nosotros los clásicos no son sino el apaño de emergencia cuando el papel higiénico se acaba.
Los malos poetas no conocemos la goma de borrar ni la papelera, ni el fuego redentor de la chimenea.
Los malos poetas no conocemos el miedo a la imprenta.
Los malos poetas no conocemos el miedo al justiciero paso del tiempo.
Los malos poetas estamos vacunados contra el miedo escénico.
Los malos poetas nunca sabemos cuándo parar en un recital.
Los malos poetas aburrimos al lucero del alba hablando de poesía, preferiblemente la nuestra.
Los malos poetas te damos los buenos días enviándote algunos de nuestros versos a tu e-mail, te felicitamos el cumpleaños por sms con nuestros poemas, te acechamos en cualquier esquina para hacernos los encontradizos y, después de un protocolario apretón de manos, sacar del bolsillo el temible papelito y decir aquello de: “Precisamente acabo de terminar una cosilla, y me gustaría conocer tu opinión...”
Ahora, interrumpimos el pregón para dar paso al turno de preguntas más frecuentes:
· Primera pregunta: ¿Se puede ser buen escritor y mal poeta?
La respuesta es SÍ. Unamuno, sin ir más lejos, lo demostró rimando Salamanca con “académica palanca”.
Perfoseñoras y perfocaballeros,
Dignísimas perfoautoridades
Camaradas perfopoetas
Perfoamigas y perfoamigos todos.
Me corresponde el alto honor de pronunciar esta cosa extravagante que es un pregón de clausura. Un pregón final, como reza el programa. Me visto, pues, de trompetero del apocalipsis para encomendarme a sanseacabó, poner el broche y apagar la luz, no sin todas las reservas y objeciones que la situación exige. Porque no olvido que estamos en Sevilla, capital de pregoneros, ciudad en la que miles de plumas derraman su talento emborronando papeles febrilmente, con la única esperanza de ser escogidos algún día para un acto como este.
Habrán seguido ustedes últimamente, en la prensa diaria y en las redes sociales, esa agria polémica alrededor de mi nombramiento. ¿Quién es ese tal Luque? ¿Qué méritos concurren en su persona? ¿Merece pregonar un festival poético un tipo que apenas tiene publicado unos pocos versos, acogidos sin pena ni gloria por público y crítica? ¿Qué oscuros tejemanejes encubre esta elección? ¿Por qué él, y no cualquier otro?
Tienen los suspicaces más razón que un santo, y así se lo expuse a los organizadores de este magno evento cuando recibí su invitación. Por eso, después de discutirlo mucho, acepté ser pregonero apocalíptico bajo una condición: que acudiría a este estrado como representante de la única parroquia en la que puedo sentirme a gusto, la única familia literaria de la que me considero miembro de pleno derecho. Me refiero a la gran familia de los malos poetas.
Hay quien piensa que la mala poesía no es poesía, pero se equivocan. Es simplemente mala poesía.
De los malos poetas nadie habla, pero estamos por todas partes. Llenamos los anaqueles de las librerías, invadimos la programación de festivales, congresos, mesas redondas, cursos de verano. Ganamos cientos de concursos literarios cada año. A poco que te descuides, tu buzón se llenará con seis o siete de nuestros libros. Sin embargo, la revista Granta hace como que nos ignora. No figuramos en los manuales escolares. Las antologías nos dan de lado: ¿para cuándo una antología titulada Lo mejor de lo peor?
El mundo entero actúa como si fuéramos invisibles, pero ya es hora de proclamar que existimos. Aunque a veces nosotros mismos no queramos verlo, existimos. Estamos aquí. No van a silenciar nuestra voz. Seguiremos escribiendo nuestros pésimos ripios. Es nuestro derecho y nuestro destino. Y además, la estadística está de nuestro lado: somos una silenciosa pero aplastante mayoría.
Lo sentimos: no todo el mundo puede ser de los nuestros. Para ser mal poeta no basta con cometer, por ejemplo faltas de ortografía, pues me consta que hasta los más eximios premios nacionales incurren en ellas. Tampoco es suficiente con saltarse algún precepto de sintáxis, o hacer un mal uso del léxico, ¡Pecata minuta! Los malos poetas vamos mucho más allá.
Los malos poetas, para empezar, ignoramos absolutamente la tradición y nos dejamos deslumbrar por todo lo que se presente bajo el envoltorio de lo novedoso.
Los malos poetas nos pasamos la vida leyéndonos los unos a los otros, en una infinita rueda masturbatoria, y para nosotros los clásicos no son sino el apaño de emergencia cuando el papel higiénico se acaba.
Los malos poetas no conocemos la goma de borrar ni la papelera, ni el fuego redentor de la chimenea.
Los malos poetas no conocemos el miedo a la imprenta.
Los malos poetas no conocemos el miedo al justiciero paso del tiempo.
Los malos poetas estamos vacunados contra el miedo escénico.
Los malos poetas nunca sabemos cuándo parar en un recital.
Los malos poetas aburrimos al lucero del alba hablando de poesía, preferiblemente la nuestra.
Los malos poetas te damos los buenos días enviándote algunos de nuestros versos a tu e-mail, te felicitamos el cumpleaños por sms con nuestros poemas, te acechamos en cualquier esquina para hacernos los encontradizos y, después de un protocolario apretón de manos, sacar del bolsillo el temible papelito y decir aquello de: “Precisamente acabo de terminar una cosilla, y me gustaría conocer tu opinión...”
Ahora, interrumpimos el pregón para dar paso al turno de preguntas más frecuentes:
· Primera pregunta: ¿Se puede ser buen escritor y mal poeta?
La respuesta es SÍ. Unamuno, sin ir más lejos, lo demostró rimando Salamanca con “académica palanca”.
· Segunda pregunta: ¿Se puede ser buen poeta y escribir poemas malísimos?
La respuesta es TAMBIÉN. En nuestro Bécquer tenemos una prueba contundente, reciten conmigo:
¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día,
me admiró tu cariño mucho más;
porque lo que hay en mí que vale algo,
eso... ¡ni lo pudiste sospechar!
· Tercera pregunta: ¿Se puede escribir un mal poema y ser un buen poeta?
La respuesta es POR SUPUESTO. Oigan si no esta perla de Rafael Alberti:
No, señor, no me callo, tomo caca de gallo. Girasol, sol, sol, no hay aceite con más alcohol. Es un ombligo con cebolla, lo que mejor sienta a la polla. ¡Y adelante con los faroles para pescar los caracoles!
· Cuarta pregunta: ¿Se puede ser un mal poeta y escribir algún verso que se salve?
La respuesta es BUENO, VALE. Admitimos como precedente la fábula del burro y la flauta.
· Quinta pregunta: ¿Se puede llegar a ser mal poeta sólo por escribir un poema malo?
La respuesta es SEGÚN: a Meléndez Valdés, pongamos por caso, le bastaron estos doce heptasílabos para ganarse su nicho en el Parnaso de los malos poetas:
Inquieta palomita
que vuelas y revuelas
desde el hombro de Filis
a su halda de azucenas,
si yo la inmensa dicha
que tú gozas tuviera,
no de lugar mudara
ni fuera tan inquieta;
mas desde el halda al seno
sólo un vuelito diera,
y allí hallara descanso,
y allí mi nido hiciera...
Ahora, si no hay más preguntas, continúa el pregón:
Los malos poetas escribimos en metros clásicos con cojeras, y en unos versos libres que, no sé cómo lo hacemos, parecen siempre en libertad condicional.
Los malos poetas somos sordos a las cacofonías, inválidos para el sentido del ritmo, ciegos para cualquier asomo de cursilería, de ridiculez, de vacuidad. Somos de todo, menos mudos.
Apóstoles de lo inane, los malos poetas somos como aquel personaje de Borges: no tenemos nada que decir, y además lo decimos.
Y seguimos hablando mucho tiempo después de que el lector se haya marchado.
Los malos poetas somos oscuros cuando queremos parecer profundos, trasnochados cuando queremos ponernos a la vanguardia, gazmoños cuando queremos pasar por provocadores, empalagosos si queremos ser exquisitos, chistosos cuando queremos tener gracia, sensibleros cuando aspiramos a ser sentimentales, ingenuos cuando queremos ser audaces, pedantes si queremos presumir de doctos, patéticos cuando queremos resultar cool.
Un buen poeta puede tener acaso momentos de distracción, pero uno malo nunca desaprovecha una oportunidad para ejercitarse. El mismísimo Chéjov nos dedicó al respecto una entrada de su dietario, que dice así:
Un mal poeta vislumbraba un poema: como un saltamontes volaba hacia su cita.
Así es, hasta los más grandes se han ocupado de nosotros, aunque casi siempre para hacernos sus objetos de burla. Nos miran por encima del hombro. Nos desprecian. No se dan cuenta de que nosotros también somos la poesía. Como ellos, pasamos noches en vela garrapateando cuartillas, por aquí y por allá vamos muñendo nuestras rimas, soñando con nuestras glorias imposibles. También cuesta tiempo y esfuerzo, y hasta sangre, sudor y lágrimas, escribir malos poemas.
Quieran o no, también somos la poesía. Y somos fundamentales. Hace falta remover mucho barro para encontrar una pepita de oro. Hacen falta muchos miles de malos poetas para que nazca uno bueno. Nuestras deyecciones aboman el terreno del que habrán de brotar las más hermosas flores. Con el polvo de nuestros huesos se levantan los altos túmulos que sirven de pedestal a los más grandes.
Porque los grandes sólo pueden serlo por contraste con los pequeños. Piénsenlo por un momento. ¿Qué pasaría si no existiéramos los malos poetas? O mejor, ¿qué pasaría si todos fuéramos buenísimos? ¿Qué mérito tendría ser Miguel Hernández o Carlos Edmundo de Ory? ¿Qué gracia tendría llamarse César Vallejo si cualquiera pudiera escribir “el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas”? ¿Por qué habríamos de acudir a Hölderlin o a Shakespeare, pudiendo leer al vecino de enfrente?
Sin los malos poetas, el sistema se vendría abajo. Cierren los ojos e imaginen un mundo en el que todos fuéramos buenísimos, y todos nuestros libros geniales. Donde toneladas de talento y sensibilidad fueran repartidas equitativamente. Donde la crítica no tuviera sentido y el silencio fuera un acto de egoísmo imperdonable. Un mundo de una uniformidad espeluznante. Un mundo sometido a la tiranía de verlo todo sublime.
Por eso me consuela siempre volver al Mal poema de Manuel Machado, que curiosamente es lo mejor que escribió en su vida el hermano de don Antonio:
una cosa es la poesía
y otra cosa lo que está
grabado en el alma mía...
Grabado, lugar común.
Alma, palabra gastada.
Mía... No sabemos nada.
Todo es conforme y según.