jueves, 15 de diciembre de 2011

Puente en Madrid (III) Vara del Rey



Dirán ustedes, con razón, que vaya un puente largo éste, que se ha colado en 2012... No tiene importancia: la batidora del tiempo acabará mezclando estas entradas dispersas con sus fechas, y todo acabará siendo espuma de los días, memoria volátil a punto de nieve. Por eso quiero acordarme de esa fiesta en casa de María, la bella María, dios le guarde su sonrisa, con varios viejos amigos de Casa de América a los que no veía desde hacía mucho, Mariana, Rodri, Mirna, Maruchita, y que de pronto apareciera por allí como si tal cosa Alberto San Juan, actor que tengo en alta estima, y fueran cayendo las botellas de vino entre risas y resúmenes de lo publicado.


Pero no era de esto de lo que quería hablar exactamente. La casa de María se ubica en la Plaza del General Vara del Rey, en el mismo edificio en el que vivió hace años mi guitarrista y gran amigo Dani Cortés. Durante varios años en los que Dani vivió en Madrid cultivando su sueño de ser músico profesional, pasé muchas veces por aquel piso, del que siempre salía cargado de buen rollo y de discos de Pat Metheny, Michael Manring o Michael Hedges. Los domingos, la plaza se dejaba, y sigue dejándose inundar por el Rastro, y en sus inmediaciones nos quitábamos la resaca con vermut de grifo y curioseábamos entre los libros polvorientos.


Pero lo mejor venía por las noches, cuando los gitanos del barrio salían del culto y se daban cita en la plaza. Allí era posible -y sigue siéndolo, como pude comprobar- tropezarse con las muchachas más hermosas y mejor arregladas, entregadas al rito de buscar marido y con pinta de aburrirse muchísimo con la demora del príncipe azul. He dicho tropezarse, porque cualquier otro contacto humano de esas diosas núbiles con los pobres mortales que éramos resultaba imposible: todas parecían equipadas con eso que llamábamos filtro anti-payo. Para ellas éramos invisibles. Eso me animó a escribir Agua de mayo, una letra, que en seguida musicó Juanlu Pineda y arregló Dani, en la que recreaba una inventada historia de amor entre una de esas gitanitas y un músico enamorado. Para que luego digan que Zapatero inventó algo tan viejo como la Alianza de Civilizaciones.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Puente en Madrid (II) Inesperado Miguel Postigo



Tengo entendido que hace poco, con el pretexto del premio Príncipe de Asturias de Leonard Cohen, hubo un reconocimiento o algo parecido al Campus de Humanidades de la Universidad de Oviedo. Una cita que no me resulta ajena en absoluto, y no porque haya cursado allí, líbreme Undebé, asignatura alguna. Hace ya casi 15 años, fui invitado por primera vez a participar en una de las Semanas Culturales que, si mal no recuerdo, coordinaba en la ciudad asturiana Rubén D. Rodríguez, más o menos en el tiempo en que se fraguaba el movimiento indie que lanzaría a los Manta Ray de Nacho Vegas.


Recuerdo como si fuera ayer el larguísimo trayecto en tren desde Cádiz, uno de esos trenes que ya no se ven, con compartimentos en los que estaba prohibido tumbarse aunque fueran vacíos y señores oscuros que fumaban durante toda la noche con la ventanilla del pasillo abierta, de modo que el humo salía y entraban mil ruidos atronadores. En la estación de Oviedo me estaban esperando, muy de mañana, Rubén y Saúl Fernández, dos tipos que de entrada parecían, por su palidez y seriedad, como salidos de algún filme de vampiros serie B. Lo primero que pensé, lo confieso, es que con aquella compañía iba a aburrirme como una ostra. No podía imaginarme lo equivocado que estaba.


Rubén y Saúl, junto con un tercer mosquetero, Miguel Postigo, iban a convertirse en las tres amistades más inesperadas y divertidas que el frío y encapotado norte podía reservarme. En unos minutos dimos con un montón de afinidades literarias, golpes de humor que nos hacían reír al mismo tiempo, una complicidad, en fin, que no suele ser lo corriente en los foros culturetas. Los tres eran lectores apasionados, pero exentos de vanidades y pedanterías. Sabían leer, sabían beber, sabían divertirse, sabían reírse de sí mismos y, por tanto, tenían patente para reírse de cualquier cosa, especialmente de los santones de la academia y sus monaguillos. ¿Y aquellas revistas milagrosas, más bien fanzines, que nadie sabía cómo las hacían, y sobre todo cómo las financiaban?


Volví varias veces en pocos años a esa ciudad llena de estatuas y de silencios. Allí conocí a Rocío, la que iba a ser mi compañera durante los tres años siguientes; allí conocí también a otros jóvenes escritores amigos que con el tiempo conquistarían notables cotas de éxito, como Andrés Neuman, Yolanda Castaño o Martín López-Vega. Pero mi pandilla ovetense siempre serían Rubén, Saúl y Miguel. Aunque nunca volviéramos a reunirnos.


De vez en cuando, en los premios literarios a los que me invitan, suelo encontrarme con compañeros de La Nueva España a los que les pregunto por aquel amable trío calavera. Me cuentan que Saúl sigue como periodista del mismo medio, que Rubén es profesor y renunció hace mucho a dirigir la Asociación de Escritores Asturianos, que Miguel ha dejado el terruño y colgado los guantes de la creación (lo recuerdo como un notable sonetista) para dedicarse también a la docencia...


Pero este puente, del modo más inesperado, ha querido la suerte que me reencontrara con el mismísmo Miguel Postigo en un bar de Madrid. La carambola es demasiado larga de explicar, baste decir que en ella intervienen mi amiga Marucha, su chico, un amigo de éste al que conoció de Erasmus... El caso es que allí, a dos pasos de La Latina, vinimos a coincidir, y a falta de sidrina brindamos con cerveza por aquellos tiempos, y recordamos anécdotas e hicimos somero resumen de lo publicado, e intercambiamos los datos actualizados, tal vez para no usarlos nunca, tal vez como un ritual inútil, porque quedaba demostrado que una década después nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos.

Antes de despedirnos, le recordé que nunca habían consentido llevarme a conocer su pueblo, Avilés. Tal vez podría ser un buen pretexto para volver a quedar los cuatro, algún día. la excusa de que era un feo lugar parecía superada, ahora que han inaugurado el centro Niemeyer. "Nunca te llevaremos", sonrió Miguel. "Seguirá siendo la demostración de que te queremos bien".

martes, 6 de diciembre de 2011

Puente en Madrid (I) Aguirre, la Magnífica



De todos los premios bien dados con los que ha venido a despedirse de su cargo la errática ministra de Cultura, ninguno me ha dado tanto alegría como el Nacional de Poesía que ha recaído sobre Paca Aguirre. Esa misma tarde decidí mandar a hacer puñetas la famosa objetividad periodística y, lo reconozco, hice una crónica que más bien parecía una carta de amor. Como no me desdigo ni una línea de lo publicado, adjunto el enlace aquí.


¿Exagero? Compruébenlo ustedes mismos. Asómense a las páginas del libro premiado, piérdanse en el Ensayo general, estremézcanse con La herida absurda, rían y lloren con Espejito, espejito... Y luego, en efecto, pregúntense cómo ha pasado toda la vida sin tener noticias de esta autora, quién se la ha estado escatimando tanto tiempo. Yo me pregunto en qué han estado ocupados los críticos que nunca han escrito sobre Paca, quiénes han colonizado tanto papel en los suplementos para que casi no hubiera sitio para ella.


Me preocupa especialmente el papel que han desempeñado las defensoras de la poesía hecha por mujeres en España, la mayor parte de las cuales han guardado un inquietante silencio alrededor de la obra de Paca. ¿Acaso había apuestas más estratégicas que defender? ¿Banderas más convenientes que enarbolar? Qué más da especular con eso ahora: las buenas noticias lo barren todo. De lo que no me cabe duda es de que la llamada poesía femenina también se dignifica y engrandece, y mucho, con este reconocimiento.


Ayer regresé a la casa de Ríos Rosas donde siempre, siempre, a cualquier hora, en verano como en invierno, he recibido cariño y hospitalidad. Allí me encontré otra vez a Paca, con su mala salud de hierro, allí estaba Félix, fumando deleitosamente y recordando cosas de Luis Rosales y de Paco de Lucía. Al rato llegó Lupe, y Paca sacó un poema que acababa de escribir, un poema de encargo para un libro colectivo, y lo leyó despacito, con extrema humildad, sometiéndolo a nuestro juicio. ¿Qué pega le íbamos a encontrar nosotros a esos versos desnudos, rotundos como golpes en las puertas de la conciencia? Sólo pedirle que continúe, que siga escribiendo, y parece ser que tiene como tres o cuatro libros terminados y esperando el beso de la imprenta, lo cual es un motivo para la alegría y la impaciencia a partes iguales.


Lo mejor del Nacional de Poesía, del que apenas hablamos ayer, es precisamente eso: que después de hacernos dar saltos de alegría a muchos, ha pasado a un segundo plano, desplazado por nuevos poemas, nuevos libros, nuevos pasos en un camino que no tiene nada que ver con los oropeles y las medallas. A veces no está de más que les den premios a nuestros poetas favoritos para que nos demos cuenta de que no les hacían ninguna falta.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Otras lecturas/relecturas de septiembre, octubre y noviembre

Joann Sfar. Chagall en Rusia.
Calo. El abrazo de Neptuno.
John Lanchester. ¡Huy!
Jaume Cabré. Yo confieso.
Isaac Rosa. La mano invisible.
Mircea Cărtărescu. Lulu.
Julian Barnes. Pulso.
Julian Barnes. El loro de Flaubert.
Thomas Wolfe. El niño perdido.
Robert Louis Stevenson. El diablo en la botella.
Leonardo Sciascia. Actas a la muerte de Raymond Roussel.
Andrés Neuman. Hacerse el muerto.
Ana María Shua. Fenómenos de circo.
Alessandra Lavagnino. Un granizado de café con nata.
José Luis García Martín. Las noches de verano.
Carlos Edmundo de Ory. Sin permiso de ser ángel.
José Mas. La ondina y el ciego príncipe.
Luis Alberto de Cuenca. En la cama con la muerte.
Fernando Quiñones. Muro de las hetairas.
Humberto Ak'abal. Donde los árboles.
Barry Gifford. Back in America.
VV. AA. Tenían veinte años y estaban locos.