martes, 31 de marzo de 2009

Ciudad Condal (II) Tortilla Divine

Esa noche me llevaron a cenar al Flash Flash, restaurante de referencia de la llamada Gauche Divine, aquella intelectualidad que hizo de Barcelona uno de las más notables capitales literarias de Europa allá por los setenta. El lugar está especializado en tortillas -pedí una de butifarra, deliciosa- y sus paredes decoradas, si no me fijé mal, con figuras femeninas armadas con cámaras fotográficas.
Mientras estudiaba la carta me vino a la cabeza una exposición sobre la Gauche Divine, precisamente, que vi hace mucho en Valladolid. Recordé al poeta y editor Carlos Barral haciendo contorsiones en la playa, a los hermanos Goytisolo posando juntos con su semblante rígido, y creo que también a los hermanos Moix, a Beatriz de Moura y Óscar Tusquets y a tantos otros de aquella cuadrilla. También recuerdo que las imágenes venían firmadas por profesionales que merecían toda mi admiración, como Oriol Maspons o Colita. En todas se hacía patente ese aire frívolo y disfrutón que era el sello de aquella quinta, pero también es obvio que aquellos burgueses venían muy bien criados y preparados para hacer grandes cosas en un país triste y cateto como la España de entonces.
Entre las tortillas del Flash Flash, adonde siguen yendo en peregrinación los jóvenes intelectuales como un rito iniciático, uno entiende que tal vez aquellos niños bien fueran en efecto la izquierda de salón, la vertiente pija y bocacciana del progrerío ibérico en ciernes. Pero tenían fotógrafos. Y tenían huevos.

lunes, 30 de marzo de 2009

Ciudad Condal (I) Otra vez Margarit

Entrevisté hace ya unas semanas a Joan Margarit, hombre bueno y cargado de palabras hermosas, a cuenta de su último poemario, Misteriosamente feliz. Y feliz sin misterio, porque necesitaba un avión para descansar de Sevilla, me planté en su Barcelona, la ciudad musa de Margarit, para pasar el fin de semana.
Volví a abusar de la confianza de mi amiga Karol, la arquitecta doblemente polaca, y me instalé en su nuevo piso junto a la Sagrada Familia, un apartamento luminoso que comparte con otras dos arquitectas. Recordé que Margarit, poeta y arquitecto, aparecía en la portada de una de sus antologías en plan visita de obra, con casco y todo, precisamente frente a la Sagrada Familia, ese prodigio que todos hemos emulado de niños en la orilla de la playa levantando gota a gota churros de arena.
Feliz me veo deambulando por el barrio gótico, demorándome frente un arroz negro con un tinto aceptable y refugiándome al fin, con grata lectura a mano, en la Estació que para mí fue antes un libro de Margarit que una terminal, y que para él es más un lugar de la memoria que una tangible "estructura/ de hierro y de cristal de la Estación de Francia,/ con olor a carbón es los andenes/ y el mostrador mojado en la cantina". Salí casi al anochecer, seguro de que a veces vale la pena cambiar de ciudad, como se decía de aquellas travesías de Cádiz a La Habana, para tomar un café.

jueves, 26 de marzo de 2009

Adversario Marchante

Disculpen la ausencia. A la hora de elegir entre escribir y vivir, yo me decanto por lo segundo, pero lo mejor es vivir para contarlo. Hace ya un par de semanas entrevisté a alguien que vive de contar lo que ve, de revelar su mirada. Me refiero a Harry Gruyaert, fotero de la agencia Mágnum que estos días exhibe sus magníficas instantáneas de Marruecos en la Fundación Tres Culturas. Me sorprendió, entre otras cosas, su claridad a la hora de explicar que lo prioritario para él es la luz y el color, de modo que el paisaje y la figura quedan relegados en un segundo plano, o en todo caso al servicio de la composición. Sin dejar de ser la suya una visión muy humana, apenas hay rostros en su trabajo. "No soy periodista", repite con franqueza.
Ahora acabo de volver de viaje y me encuentro con que otro fotero, mi querido Rafael Marchante, está padeciendo una grosera censura del gobierno marroquí: no le renuevan la credencial, implícita invitación a marcharse del país, porque ha captado para la agencia Reuters imágenes que no le gustan al poder. "Adversario político", así ha sido definido por las autoridades este gaditano que hizo sus primeras armas en aquel cutre y rocambolesco Cádiz Información de los primeros años noventa, uno de los profesionales, dicho sea de paso, con mejor humor que conozco. Parece que en Rabat, donde los progresos son tan lentos y sujetos a toda clase de pasos atrás, no terminan de verle la gracia. Y que la diplomacia española tampoco se están desviviendo por dar solución a este asunto.
Rafa sí es periodista, y de los que honran una profesión cada día más devaluada y literalmente apaleada. Alguien ha pensado que, pese a ello, es un tipo peligroso que debería coger el ferry a la Península cuanto antes con billete de sólo ida. Adversario, desde luego: adversario de los que quieren tener la llave de la verdad e imponer una mirada única, una mirada oficial, sobre las personas y los hechos.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Hernán Cortés, retrato de familia

No sabemos qué cachondeos habrá aguantado de niño a cuenta de su nombre, pero no cabe duda de que Hernán Cortés -el gaditano, no el que formó la marimorena en Tenochtitlan- es un pintor para tomárselo muy en serio. Fui a la presentación de su nueva exposición en Sevilla, titulada un poco pomposamente El retrato como opción estética, y me lo encontré cálido y sonriente, feliz en la ciudad de la que un día se marchó siendo un simple estudiante y a la que regresa con vitola de artista consagrado.
Creo que no hablábamos desde que lo entrevisté con motivo del retrato que hizo a la infanta Cristina, hace mucho. Cortés, pintor de la Corte -como Goya o Velázquez, sí- pero no cortesano en el sentido peyorativo: puede pintar a gente poderosa, el perfil de Felipe González o de Jesús de Polanco, la mirada del banquero o del ministro, pero nunca pone su pincel al servicio de otra cosa que lo que él ve. Si sobrevivió a aquella ola hiperrealista de finales de los 80, que llenó las revistas y las salas de ojos asombrados al grito unánime de "¡parece una foto!" fue porque nunca se limitó a ejercitar su virtuosismo en la imitación de la realidad, sino que dejó su sello, su personal idea del arte, en cada pieza que firmó.
A Hernán Cortés me unen muchas y muy distintas cosas, empezando por el paisanaje gadita y siguiendo por mi veterana amistad con su ex mujer, la también pintora Carmen Bustamante, cuyo retrato de mediados de los ochenta preside la entrada de la muestra. También he tenido muy gratos encuentros con la hija de ambos, Ana, una chica encantadora que ya debe de ser una señora arquitecta, y a la que también veo retratada junto a Carlitos, su hermano, que al parecer se ha convertido en un músico notable. El arte no se heredará genéticamente, no, pero algo siempre cala. Dicen los chauvinistas que el arte gaditano también, pero ésa es otra historia.

domingo, 1 de marzo de 2009

Aronofsky y el rock americano

Iba predispuesto, sí, a que me gustara, y no salí defraudado del cine. Me apetecía reencontrarme con ese Mickey Rourke resurrecto después de El corazón del ángel, y a quitarme el mal sabor de boca que me dejó Darren Aronofsky con Réquiem por un sueño. Iba dispuesto a que me contaran de nuevo la fábula del ídolo caído, de la estrella que se apaga y tiene que aprender a seguir adelante. Y a abandonarme a la estética del fracaso, a la que muchos rendimos culto en nuestros primeros poemas porque creíamos que así sobrellevaríamos mejor, e incluso dignificaríamos, nuestras propias, pequeñas derrotas sentimentales.
Lo que no esperaba encontrarme era una banda sonora tan ajustada al mensaje de la película. La música de The wrestler está trufada de viejas glorias del rock americano. Me costó reconocer, de tan vieja, la canción de Quiet Riot que acompaña a cada salida al ring del personaje de Ram, ese amarillento Metal health. Más fácil fue identificar la de Firehouse -yo prefería Don' t treat me bad y All she wrote- y el Balls to the wall de la etapa decadente de Accept. Vetustos hits de los que ya nadie se acuerda. ¿Dónde están esos tipos que ayer llenaban estadios, y paredes con su efigie en los pósters, y no daban abasto con tanta groupie? ¿Qué se hizo de esos nombres que nos sabíamos de memoria como si fueran míticas alineaciones de fútbol, y que hoy son fantasmas extraviados en la memoria, pálidas figuras de cera en el museo de nuestros días perdidos?
Y no porque fueran buenos, no. He vuelto a escuchar alguna de esas canciones y me parecen malísimas. No digamos si busco los clips en Youtube. Madre mía. Y sin embargo, casi me echo a llorar cuando el viejo y hormonado Rourke se pone a canturrear el Round and round de los Ratt, y llega a la conclusión de que "los 90 fueron una mierda", o algo así. Claro, vino Kurt Cobain y su nihilismo desengañado y lo barrió todo. Pero no es que los 80 fueran lo máximo en buen gusto y creatividad. Es que teníamos toda la vida por estrenar y aguantábamos todos los combates que quisieran echarnos encima.

Quiñones (y II) El sueño de Calembé

Tal vez me quedó demasiado pesimista la entrada anterior. No hay que escribir, me digo, con dolor ni con rabia. Tal vez la restitución de la memoria de Quiñones, el ejercicio inaplazable de reavivar su llama, esté ya en marcha, lentamente pero sin vuelta atrás. Supe que Rafael Álvarez, El Brujo, va a llevar a escena otra vez El testigo, y es sin duda una magnífica noticia.
Otra buena nueva es que la colección Calembé, con motivo de su décimo aniversario, ha reunido algunos textos breves de Fernando, escritos en sus últimos días de vida, bajo el título El libro de los sueños y bajo el cuidado de la profesora Nieves Vázquez. He tenido que sonreír muchas veces mientras leía estas páginas preciosas, en parte porque me parecía estar escuchando la voz de su autor, con todas sus teatrales inflexiones de narrador puro, y en parte por volver a constatar la musculatura de su prosa, la corpulencia de la tinta que le seguía acompañando aun cuando al cuerpo se le escapaban las fuerzas. ¿Hay alguien que escriba así en España actual, con tanta literatura a la espalda y a la vez con tanta vida? ¿Caballero Bonald, Muñoz Molina...? Habría que verlo.
Pero yo quisiera aprovechar para dedicarle una felicitación especial a Calembé en su aniversario. Más de una vez he hablado de esta colección como cosa propia -"hemos editado", "vamos a sacar"-, pero no por atribuirme un mérito que no me corresponde, lo juro, sino por sentirme partícipe de esta aventura en lo más íntimo y haber sido testigo de ella desde el primer día. Pero quede claro que el invento fue patentado por Mané García Gil y Keke del Álamo en dos cafés de la Plaza de San Francisco, y que sólo a ellos (y al concejal Antonio Castillo, que paga, claro) les toca soplar las velas y llevarse los parabienes.
Ahora que el relato está más de moda que nunca, y que incluso alguna editorial potente anuncia una Primavera del Cuento para esta temporada, quiero contar aquí que la primavera gaditana del género breve lleva diez años floreciendo. Dejando a un lado la inestimable labor de difusión de los autores locales, me gustaría subrayar algunos hitos de Calembé: los cuentos de Adriano González León, por ejemplo, aquella luz ebria que se apagó el año pasado, pero que aún deslumbra si volvemos sobre esas páginas. Las Falsificaciones de Marco Denevi, que murió poco antes de conocer la edición española. Las historias sadomasoquistas de Alberto Laiseca, lo mejor que a mi juicio a escrito ese monstruo rosarino. Las ficciones del uruguayo Mario Levrero, que después ha sido una revelación, pero sólo cuando lo publicó un sello grande: lo sentimos, Calembé ya lo había descubierto antes. Ni a Iván Thays lo descubrió Anagrama, ni a Paz Soldán ni a Eloy Urroz los ha descubierto Alfaguara. Como en la mitología romántica que tanto nos gusta cultivar, América desembarcó primero en Cádiz y luego tomó su rumbo. Eliseo Diego, Enrique Lihn, Antón Arrufat y muchos otros ya estaban descubiertos, pero han podido ser leídos un poco mejor a la luz de Calembé.
Dirá alguno que tengo otra deuda con Calembé, la suerte de formar parte de su catálogo con mi Defensa siciliana. Es un orgullo que llevo a gala, sin duda, pero encierra otra gratitud: la de haber rechazado sus responsables con anterioridad otro libro mío, francamente malo, aparcando por un momento las ventajas de la amistad y exigiendo, como esta mandado, que diera lo mejor de mí si quería entrar en la fiesta. Por ello, pero sobre todo por las páginas disfrutadas y los descubrimientos maravillosos, doy las gracias a Mané y a Keke. Nunca un taparrabos -pues eso significa calembé- dio para tanto y tan confortante abrigo.

Quiñones (I) Suspenso general

Hace unos meses, un lector asiduo de este blog me sugirió, con toda justicia, dedicar una entrada a Fernando Quiñones con motivo del 25 aniversario de La canción del pirata, su mejor novela. También el año pasado se cumplían diez años de la muerte de Fernando, y los 40 de la creación de Alcances, la muestra cinematográfica que él impulsó cuando Cádiz era el desierto cultural más árido que cabe imaginar. No sé si no quise o no pude escribir sobre ello. Ahora, terminando de leerme Las crónicas del hombre, reciente biografía del escritor firmada por la profesora Amalia Vilches, siento dos cosas. Una, que el parcial olvido en el que se encuentra Quiñones es un fracaso colectivo, un suspenso general del que todos habremos de redimirnos. El primer culpable podría ser él mismo, que nunca cuidó las formas, pero que bien podría alegar a su favor haber cumplido de sobra con su imponente obra, como diciendo: ¿qué más quieres, picha?
La segunda culpa correspondería a la familia, que no fue consciente, nunca del todo, del escritor que tenía en casa. Es algo muy común, pero no por ello menos determinante, sobre todo a la hora de crear una fundación sin empuje y sin presupuesto. Todavía hay quien piensa que es el Ayuntamiento de Chiclana quien hace un favor a Quiñones manteniendo su patrimonio en un piso, como si fuera un mileurista. De la tupida red de pequeñas miserias que han rodeado a la fundación hasta ayer nos ocuparemos otro día, o no nos ocuparemos.
Sigamos con los insuficientes, o mejor, con los Necesita mejorar: la Universidad, que durante años no le hizo ni puñetero caso y por poco no logra aprobar el honoris causa, estando ya Fernando muy malito. La dirección de Alcances, que este año pasado registró la taquilla más baja de su historia y se niega a rendir cuentas, hasta el punto de no facilitar a la prensa los datos de asistencia. El mundo del flamenco -incluyo al CAF y a la Agencia- que no han tenido el detalle de dedicarle ni un ratito en todo 2008, ¡con la de ratitos, y días y noches que dedicó Fernando al arte jondo! Los escritores y amigos, que han apostado por cualquier otro caballo ganador en tanto pensaban que la marca Quiñones no daba jurdós o lustre, o simplemente hemos sido del todo incapaces de reflejar la verdadera dimensión del personaje o poner de relieve, como se merece, la altura de su obra.
Leyendo el esforzado trabajo de Amalia Vilches, a pesar de alguna que otra inexactitud y algunas inconvenientes afectaciones, he vuelto a sentir, eso sí, que Quiñones es mucho Quiñones, y que acabará encontrando su legítimo sillón en el Parnaso, con nuestra ayuda o sin ella. Quizá sean las generaciones futuras las llamadas a conquistar con nota esa asignatura pendiente. Pero si fuéramos nosotros mismos, tanto mejor. No por Fernando, sino por nuestra propia dignidad y nuestro bien.

Pinilla y las naranjas de Getxo

Hay escritores que dibujan la trayectoria ascendente de un cohete, y otros cuyo recorrido parece más bien el ascensor loco de los valores bursátiles, que hoy están en el cénit y mañana por los suelos. Pero dicen los tahúres que esto no es como empieza, sino como acaba, y Ramiro Pinilla, escritor vasco que conoce el sabor de las mieles del éxito y también el polvo acumulado del olvido, va a acabar su partida ahí arriba, donde el reconocimiento y el calor de los lectores.
Lo asombroso es que, a sus 85 años largos, siga manteniendo una creatividad tan intensa. Después de completar su monumental trilogía Verdes valles, colinas rojas, sacó al año siguiente La higuera y ahora vuelve con una novela policíaca, Sólo un muerto más. A cuento de ella tuve el gusto de entrevistarle dos semanas atrás, y si me preguntaran cuál es el secreto de la indesmayable vitalidad de Pinilla diría: no ha perdido la pasión. Estuvimos un rato hablando de su descubrimiento de Faulkner, de su pasión por Chandler y Hammet -a quien rinde un homenaje explícito en su libro- y sus palabras eran aún las del enamorado, las del devoto entusiasta. Sin embargo, él me dio otra respuesta, en cierta medida más prosaica: "Son las naranjas. Siempre tengo diez kilos en la nevera, es una fruta de la que no me canso. Las como a todas horas. Pero hay que tomarlas enteras, no en zumo, para que no se pierda la fibra".
Traigo todo eso a esta ventana porque hoy el pueblo de Pinilla, Euskadi, elige en las urnas a quienes van a gobernarles durante los próximos años. Ojalá acierten, y les asista el corazón y la fuerza de su paisano, ese escritor bueno y vitalista, para que todo vaya mejor. Y que las naranjas les acompañen.