viernes, 30 de mayo de 2008

El sabor de las palabras

Leí con aprensión Terraza en Roma, de Pascal Quignard, una novela breve cuyo protagonista recibe una cuchillada en el cuello y "como consecuencia de su herida en la garganta, un divertículo se alojó detrás de sus cuerdas vocales y le debilitó la voz". No puede decirse, la verdad, que fuera una lectura muy evasiva. Probé con Derrumbe, la última de mi ya querido Ricardo Menéndez Salmón, en la que aparece un policía al que un tumor en la tráquea lo deja sin voz y le obliga a comunicarse a través de una pizarra veleda. El tipo no se coge ni una baja temporal y apenas sale del hospital ya está currando duro, lo que demuestra para empezar que no es de Cádiz.
Los dos títulos referidos cayeron el mismo día, para ser exactos en la víspera de mi revisión definitiva. Pero lo más inquietante es que esa casualidad, las dos alusiones a la pérdida de la voz, son del todo anecdóticas en el curso de ambas narraciones: podrían suprimirse sin afectar en lo más mínimo al cuerpo de las novelas.
Eso, de algún modo, me animó: me hizo pensar en mi propia mudez como una simple anotación marginal, o mejor, un paréntesis vacío, una nada entre corchetes, un espacio en blanco. Decidido a cerrar tales signos, acudí a recoger el visto bueno de la doctora. La endoscopia reveló la perfecta cicatrización del espacio donde se alojó el pólipo. La biopsia era también tranquilizadora. Ya podía volver a hablar. Pero, acostumbrado a mi vieja ronquera, ahora me parecía tener la voz de un adolescente. El aire salía de mi garganta pero no controlaba los tonos, como si quisiera asir algo con un brazo dormido. Será, me dije, cosa de acostumbrarse.
Al salir del hospital, recordé eso que se atribuye a La Paquera :"cuando canto, la boca me sabe a sangre". Muero con esas flamencuras, pero me temo que mis nuevas primeras palabras no tenían el regusto de los hematíes. Por el contrario, apenas me puse a cantar, la boca me brindó el viejo, inconfundible sabor de la tinta.

Sarrionandia, entre dos silencios

Vino también a verme Jabo, recién llegado de su Euskadi. Hablamos -él con su voz y yo con la libreta-, acaso inconscientemente, de Martín Santos y su Tiempo de Silencio. "Uno de los grandes", insistía Jabo. "Lo han borrado hasta de las lecturas de bachillerato", escribía yo.
Antes de despedirnos mi amigo, el vasco mejor trasplantado al suelo andaluz que pariera madre, me entregó un regalo directamente traído del Norte de sus entretelas, otro libro providencial para aligerar la postración de mis cuerdas vocales. Joseba Sarrionandia. No soy de aquí. Difícil sacudirse el prejuicio -¿voy a leer el libro de un etarra?, pensé- pero le metí mano esa misma tarde.
Sarrionandia es casi un mito: detenido en 1980, cumplió cinco años de condena hasta que se fugó, junto a Iñaki Picabia, escondido en los bafles de un concierto que tuvo lugar en la prisión de Marturene, y desde entonces vive en la clandestinidad. Pero también fue miembro de la banda Pott de la que surgió, entre otros, Bernardo Atxaga. Me olvido del independentista y me dejo llevar por el hombre de letras -aunque escriba al otro lado de esos barrotes que "parecen un arpa gris esperando que alguien la toque"-, por su querencia hacia Barthes, Goethe, Kafka, Mircea Eliade, como por las hermosas canciones tradicionales del euskera.
La obsesión de Sarrionandia es el lenguaje y su reverso, el silencio. Ambos son formas de la patria: "¿Cuánto tiempo tendríamos que estar en silencio hasta secarnos, para enmendar todo lo infundado y redundante que decimos", se pregunta. El escritor llama a la universalidad de los vascos, "disfrutamos tanto con Xalbador como con el improvisador del jazz", pero en su desesperación dictamina que "hoy [por entonces] no existe otra opción que la lucha armada".
Difícil leer estas páginas, apasionantes en muchos tramos, sin una tristeza entre dos silencios, el de los cementerios -tan bien abonados en el País Vasco desde hace 30 años- como el de las tantas y tan variadas mordazas que se han cerrado sobre esa tierra. El libro de Sarrionandia concluye con una reflexión sobre el silencio creativo, como "la continuación del lenguaje, el momento profundo del lenguaje, más aún, el lenguaje ideal: perenne, infinito, perfecto". Ojalá cimentáramos un silencio que no perturbaran disparos ni detonaciones, un silencio lleno de buenos libros como éste, ese silencio fértil que se parece tanto a la paz.

La banda sonora de Pive Amador

Fue de los primeros artistas que conocí al llegar a Sevilla, y desde la primera hora me pareció un ser humano entrañable y de una pieza. Ahora mucha gente lo ha redescubierto por un programa de copla de cuyo éxito es él principal responsable, pero la leyenda de Pive Amador viene de muy atrás, desde los tiempos en que fuera sombra y muleta de Silvio, el inolvidable rockero hispalense.
El silencio preceptivo de estos días no estaba facultativamente reñido con la música, y fue ésta la que me condujo a una lectura que tenía pendiente desde hacía mucho. Canciones en la Historia es un libro que tiene su tiempo, sí, pero su contenido carece de fecha de caducidad. Su gran lección es que la Historia que nos enseñan en la escuela es, salvo excepciones, la Historia de los gobiernos y las banderas, de las fronteras y de las guerras, una Historia del poder. La Historia del Arte va, profilácticamente, por otro camino. ¿Pero qué sucede con la Historia de las cosas que realmente importan? Qué poco sabemos de la evolución del vestuario, o de la comida. Qué poquito de las músicas populares, que forman parte de nuestra memoria colectiva de manera imprescindible, esencial.
Con mano rigurosa y paciente, Pive se propuso contarnos de dónde vienen La Marsellesa, Noche de Paz o Cumpleaños feliz, pero también El manisero, Cambalache, Ojos verdes, Lili Marlen, La vie en rose, Cantando bajo la lluvia, Satisfaction, Yesterday, La chica de Ipanema o El rey de José Alfredo Jiménez. Esas ocurrencias que seguirán calentando los corazones mucho después de que los nombres de papas de Roma, generales y mandamases hayan sido limpia y justamente olvidados.

Sorolla y el rostro de España

Vinieron mis padres a visitarme, y fuimos juntos a ver la muestra Visión de España de Sorolla, que acoge estos días el Museo de Bellas Artes. A mi madre le llama la atención el formato de las piezas, tan grande que te permite entrar en las escenas como a través de una ventana, abstraerte en ellas. La luz del valenciano, personalísima, inconfundible, tiene algo hipnótico: los visitantes quedan deslumbrados como gorriones ante, por ejemplo, la escena de los pescadores de atunes o la del mercado extremeño, que irradian resplandores tremendamente logrados. Mucha gente se asombra también de la riqueza de las texturas, el modo en que el pintor recrea los detalles de un traje de luces, una falda bordada o unos abalorios.
Ya en casa, leo algunas de las cartas -recientemente publicadas- que Sorolla envió a su mujer, Clotilde, mientras realizaba aquel periplo por la España profunda que plasmaría en estas telas. Sonrío ante su debilidad: "Yo fumo y fumo, pienso en mi cuadro que tengo delante", dice. También habla de los tejidos -"el traje es bonito, pero es muy barroco"-, de los accesorios -"caballos, monturas, trajes caros..."-, del paisaje o de la meteorología. Pero me ha costado encontrar referencias a los modelos, como ésta: "Las gentes son más ladinas que todo cuanto he visto y conocido en mi vida, son los Sanchos exactos. De Quijote hasta la presente no he conocido ninguno".
Me choca porque, si en algo vemos la esencia de España en esta serie, no es en el tipismo regional ni en los fondos ibéricos y mediterráneos; si Sorolla clavó nuestro espíritu como pocos -habría que irse a Goya y a Zuloaga para encontrarle parangón- fue gracias a esos rostros embrutecidos, ágrafos, malcomidos, esos semblantes de santo inocente, el de la bailaora con sombra de bigote sobre los labios y el del marinero con orejas de soplillo, el diestro ceceante o el capillita absorto. El gran hallazgo de esta exposición es esa cara indisimulable del subdesarrollo, que diría Desnoes, esas facciones que todavía reconocemos por la calle, a menudo, un siglo después de que fueran retratadas.

sábado, 24 de mayo de 2008

Nadando con O'Neill

Yo tuve una isla. Todo el mundo la llamaba La Peña, era lo poco que quedaba de alguna vieja muralla defensiva y se erguía entre las playas del Chorrillo y de la Ribera, en Ceuta. Mis primeros viajes hasta alcanzarla los hice encaramado a hombros de mi padre, como una lamprea aferrada a la aleta de un delfín; luego pude ganarla con trabajosas brazadas, siempre un poco intimidado por los fondos rocosos, que yo sospechaba llenos de erizos y morenas; y ya de mayorcito iba y venía varias veces en un día, pues con el tiempo había comprobado que no estaba tan lejos de la orilla. Actualmente La Peña no existe -alguien pensó que era factible aplicarle la piqueta o dinamitarla, y sólo por eso fue borrada del paisaje-, pero me basta cerrar los ojos para reproducir su tosca topografía, la forma exacta de las lagunas que se formaban en ella al bajar la marea, los rincones donde prosperaban las lapas o las anémonas.
He vuelto a recuperarla varias veces estos días mientras leía Nadan dos chicos, del irlandés Jamie O'Neill. Su traductor, Antonio Rivero Taravillo, tuvo el detalle de regalármela para sobrellevar mi convalecencia, y puedo certificar que 785 páginas hacen mucha compañía. Los chavales del título se preparan para alcanzar a nado una isla mucho más distante que mi Peña, al otro lado de la bahía, y alrededor de ese desafío va desarrollándose una hermosa historia de amor, un fresco fascinante del Dublín de principios de siglo XX, un complejo tejido de personajes, voces, consignas, sucesos y emociones muy, muy potentes, por más que sienta que se me escapan muchas claves, muchos matices para iniciados.
"Es un novelón", me advirtió Antonio. "Un gozada", me dijo Menéndez Salmón. "Es la mejor novela que ha dado Irlanda en los últimos años", decía Guelbenzu en la prensa hace unas semanas. Pero es Andrew Solomon, en la contraportada, quien de veras la clava: "Leer este libro es como nadar. Tienes que tomar mucho aire e introducirte en un elemento extraño..." Lo que yo no imaginaba es que, cada vez que emergiera para recuperar oxígeno, fuera a encontrarme con mi propia isla, la Peña de mis veranos infantiles, intacta, indestructible, tan lejos de Dublín.

Charles Lamb, fumador

En algún sitio dije que esto de abandonar el tabaco tiene todo el drama de una ruptura sentimental. Pues bien, ahora estoy en la fase en la que por primera vez uno empieza a entender que su vida puede ser independiente de la amada, o que hay vida después de ésta. Yo puedo vivir sin ti es el título de una de mis canciones favoritas del gran Luis Felipe Barrio, un hermoso grito de emancipación que quiere ser el reverso de tanta letra de amor subordinado, algo así como el negativo de Ne me quitte pas.
Algo de esto pensaba mientras leía un libro de retratos literarios -breves y eficaces, muy a la manera borgiana- de Julien Green titulado Suite inglesa. Desde luego, no deja de tener su gracia el hecho de que un autor gabacho se ocupe de sus colegas de la péfida Albión, con lo suyos que son unos y otros. Pero ese es uno de los atractivos del libro, amén de una edición exquisita.
De los cinco clásicos del XIX consignados por Green, acaso el menos conocido sea Charles Lamb, por el que no tardo en sentir una simpatía elemental: "Procuró veinte veces deshacerse del hábito de fumar y de beber (...) lucha consigo mismo sin tregua, pero su debilidad es más fuerte que sus resoluciones". Amigo de De Quincey y de Wordsworth, sospecho que se trata de esos autores cuyo personaje es mucho más interesante que su propia obra. Su lucha con el tabaco es de por sí algo novelesca. Cuenta Green: "Un día se paseaba con William Hone en Hampstead Heath. Hone tomaba, igual que Lamb, muchísimo rapé. Hablando de este tema, se pusieron de acuerdo en que era indigno tomar tanto, y los dos se exhortaron a liberarse de esta servidumbre y arrojaron entre los arbustos sus cajas de tabaco. Lamb, un poco avergonzado, se fue a buscar la suya en la maleza de Hampstead Heath y, como andaba agachándose, tropezó con alguien en la oscuridad: era Hone, que buscaba la caja".
A las rupturas sentimentales y a la renuncia del tabaco, ya se ve, debemos ir solos.

Dímelo en japonés

Un mudo con un libro bajo el brazo titulado Gestualidad japonesa parece un chiste, pero debo advertir que este trabajo de Michitaro Tada me ha deparado una de las lecturas más gratas de los últimos meses. Sí, puede que ahora que la palabra ha dejado de asistirme sea bueno regresar -o al menos asomarse- al código de la mirada y el gesto, a ese abecedario prelingüístico que siempre está por descubrir. La información que el autor aporta sobre cosas tan curiosas como el sentido de la copia y de la imitación de los habitantes de este país, sus reservas acerca del contacto físico, los secretos de su protocolo, tal vez no nos sirva para comunicarnos con los nipones que se retratan junto a la Giralda, pero seguro nos presta claves para entender los cuadernos de la Shonagon, las novelas de Murakami o las cintas de Kitano, donde tanto pesan los silencios.
No hace mucho estuve en una rueda de prensa con Bob Wilson, y recuerdo que nos habló fascinado de las mil maneras que tiene el teatro oriental de, por ejemplo, dar unos simples pasos o mover la manga de un kimono. Leyendo a Tada he recordado también que de jovencito fui un judoka bastante entusiasta, pero incapaz de descifrar la profunda significación de cada uno de los ritos que repetíamos en cada entrenamiento.
El saludo clásico (rei), lo reflejó muy bien el poeta Juan Antonio González-Iglesias en estos versos, que exceden el pretexto orientalista para cargarse de valor simbólico:
...que con la reverencia
mutua se intercambian
discípulo y maestro en el aikido.
Uno a otro se dicen:
Gracias por enseñarme.
Nota.- Una cosa más sobre Tada: entre sus muchos libros figura un ensayo -que se promete apasionante- sobre el vínculo metafórico entre el incendio intencionado y el amor en las canciones populares. Por cosas como ésta resulta imposible no amar ese país.

Metallica, de la necesidad virtud

José Antonio Marina exponía como ejemplo de inteligencia el caso de aquel equipo de químicos que recibió el encargo de diseñar un pegamento potentísimo. En las primeras pruebas lo que les salió, en cambio, fue un producto de poquísima fuerza, pero lo que muchos llamarían fracaso terminó derivando en un éxito arrollador: había nacido, por casualidad, el post-it.
Con esta anécdota quería Marina explicar que la inteligencia es, entre otras cosas, la capacidad de convertir una situación adversa en favorable, de hacer de la necesidad virtud. Estaba preguntándome si hay manera de convertir estos silencios míos -el terapéutico y el otro, el de la sequía productiva- en algo valioso, cuando recordé que ya un escritor de una generación anterior a la mía echó morro y se escribió una novela protagonizada por un escritor al que no se le ocurre nada.
Salvando las distancias, algo parecido pensé anoche viendo Some kind of monster, el documental alrededor de la grabación del último disco de Metallica. Nunca han sido los de San Francisco santos de mi devoción, pero reconozco que toda esa peripecia filmada de egos en colisión, trastornos de personalidad, vacíos existenciales y crisis de creatividad me cautivó. Los músicos -con el siempre odioso Lars Ulrich a la cabeza- contratan incluso a un psicólogo para que les ayude a superar el bache. En un momento de la cinta, uno piensa que lo de menos es saber si van a seguir juntos y grabar nuevos discos: lo importante es que están haciendo una película con sus miserias, y que sin duda la van a vender bien. Hay situaciones que exigen hablar a corazón abierto, pero eso es difícil con tres cámaras encima. En qué momento son ellos mismos y en qué momento están actuando, es algo que no sabrán ni ellos. A determinadas temperaturas, el disfraz y la piel se funden como una sola cosa.

viernes, 23 de mayo de 2008

Montaigne no la doblaba

Tropiezo por casualidad con este Sartre: "El silencio se define en relación a las palabras; al igual que las pausas en la música, cobra sentido por el caudal de notas de su alrededor. El silencio, por tanto, es un momento del lenguaje; callar no es enmudecer, es no querer hablar, es decir, seguir hablando". Me pregunto dónde termina el acto de callar y empieza la mudez, quién es el guapo que mide y marca la línea, y si todo depende de la voluntad. Quiero decir, por ejemplo, qué sucede si John Cage decide grabar un disco completo de silencios (tengo que preguntarle a Ismael G. Cabral si algún compositor contemporáneo se ha adelantado ya con un proyecto similar), o si cabe imaginar una novela que trajera la mitad de sus páginas en blanco: desvaríos de mudo forzoso.
Sin salir de Francia, me bebí a grandes sorbos la biografía -o el esbozo biográfico- de Montaigne que hizo el gran Stefan Zweig, que Acedo me regaló en una bonita edición. Hace poco me contaron que un amigo mío se está ganando la vida vendiendo a domicilio ciertos libros (a medio camino entre la autoayuda y la secta) que tienen la facultad de dar respuesta a tus inquietudes con sólo abrir una página al azar. Algo así como el I Ching, pero en un plan, me temo, algo más cutre. Para mí el volumen que sirve de extintor de emergencia en cualquier momento, lo abras por donde lo abras, son los Ensayos, esa obra reinventada una y otra vez, el libro único que sólo tendría su punto final con el último suspiro de su autor.
Lo que me ha sorprendido es ese retrato de inútil funcional que el propio Montaigne hace de sí mismo: "En la danza, en la pelota, en la lucha, no he podido adquirir sino una destreza muy ligera y común; para nadar, esgrimir, hacer acrobacias y saltar, de todo punto nula. Las manos las tengo tan torpes que ni siquiera soy capaz de escribir para mí mismo (...). No sé cerrar correctamente una carta, ni he sabido nunca cortar una pluma, ni trinchar como se debe en la mesa , ni equiparar un caballo con el arnés, ni llevar un ave en el puño, ni soltarla, ni hablar a los perros, ni a las aves, ni a los caballos".
Igual no es posible ser un genio del pensamiento y a la vez un tipo apañado. ¿Sabrá Umberto Eco cambiar un enchufe? ¿Habrá cocinado alguna vez algo con sus propias manos Enzensberger? ¿Se podrá escribir mucho y con interés aunque te ocupe demasiado alguna materia trivial, como por ejemplo el sexo?

Las musas de Bécquer

¿Y si esto de dejar el tabaco tuviera algo que ver...? Hace unos días salté de la lectura de Musa y Bohemia -estupenda antología de relatos hispanos del XIX que acaba de lanzar Mono Azul- al célebre libro de Rafael Montesinos, Bécquer, biografía e imagen, que llevaba tiempo rodando por casa sin que aún le hubiera metido mano. Ahí he descubierto muchas curiosidades, como que el autor de las Rimas era un nada desdeñable dibujante y músico, sus opiniones acerca de la prensa o el pormenorizado recuento de las mujeres de su vida, todo ello acompañado de documentos interesantísimos y por supuesto de la escritura -tan precisa como amorosa- de Montesinos. También me ha ayudado a sacudirme un poco mi duradera ignorancia sevillana reconociendo como becquerianos lugares familiares y cercanos, como Santa Clara o la Barqueta. Pues bien, en una de las láminas que se reproducen Bécquer brinda un curioso autorretrato: el poeta echado en su butaca, exhalando el humo de un purito que, al poco de elevarse, tomaba la forma de un coro de musas que le chivaban todas sus genialidades. Pero, ¿dónde encuentran la inspiración quienes huyen del vicio? ¿Dónde quienes nunca encendieron un pitillo?
Nota.- Creo que nunca coincidí con Montesinos, pero recuerdo muy bien el día de su muerte. Estábamos en Arcos, rindiendo homenaje póstumo a mi querido Rafael Soto Vergés, cuando Antonio Hernández nos comunicó la noticia. Todos, incluso quienes no habíamos tratado al sevillano, quedamos consternados. Pensamos que el mundo no estaba tan sobrado de poetas como para perder a dos de una vez.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Silencio, perdón

Pido disculpas a los visitantes asiduos de este blog por la falta de nuevas entradas en los últimos días. El silencio obligatorio ha venido acompañado de una extraña parálisis que desalentaba cualquier intento de comunicación a través de esta ventana. "No nos basta la palabra, queremos también la voz", me escribió afectuosamente Mané tras el paso por el quirófano. Pues perdida la voz, ya estaba yo sintiendo que me quedaba también sin palabras. Y no es una sensación agradable para alguien que se gana la vida y canaliza sus pasiones con estas cosas del lenguaje.
He recordado estos días que Chano Lobato, gran cantaor y mejor contador de historias, me refirió el caso de cierto flamenco gaditano que no pronunció palabra hasta cumplidos los doce o trece años de edad, y que el primer vocablo que salió de sus labios no fue otro que "moniato". Para que luego digan que en España no se ha pasado hambre, anda que no.
"Yo me salvo, yo sólo, en mi silencio, con mi silencio, que me ha hecho así -como el tiempo quiere- perfecto", dice el Serafino Gubbio de Pirandello, que termina "solo, mudo e impasible" al final de la novela. A mí no me parece un final muy feliz, la verdad. Tampoco me gusta pensar en el Mudito de los Siete Enanitos, que protagoniza el colmo del terror cuando descubre quién es la malvada madrastra-bruja y no puede transmitirle esa revelación a sus compañeros. A Disney le gustan bastante estas crueldades, porque en La Sirenita, si no recuerdo mal, también hay un episodio de mudez angustioso.
¿Y hay algo más violento que un monarca diciendo 'por qué no te callas'? Obsérvese que no se pide al interlocutor que deje de decir tonterías, que sea razonable y educado; no, se le exige que cierre el pico. Un proverbio -árabe o chino, ahí tenemos opiniones divergentes- ordena callar si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, como si se tratara de un examen en el que tú mismo eres el alumno y el juez. Es algo casi tan perverso como el "me gustas cuando callas, porque estás como ausente", de Neruda, un poeta que no se callaba ni debajo de agua, dicho sea de paso, con aquella voz suya, tan gomosa y afectada.
Lo que en realidad quiero decir es que si me he ausentado estos días del blog no ha sido por falta de ganas ni tiempo, sino por algo mucho más paralizante: un freno irracional y estricto, una especie de miedo visceral a no ser dueño de mis palabras, a abrir la boca y oírme decir algo que no tenga la suficiente gracia, interés o profundidad. Por ejemplo, moniato.

lunes, 19 de mayo de 2008

SevillaPhoto. Valor de la imagen

¿Una imagen vale más que mil palabras? Según la imagen y las palabras: cuatro instantáneas de Duane Michals valen quizá por una novela, pero dos versos de César Vallejo no caben en un largometraje. La mudez obligatoria me atrae hacia las imágenes -también hacia las películas, que no termino de ver casi nunca- sencillamente porque no esperan de mí una respuesta, o al menos no son tan dialogantes como la letra impresa: como la música, te permiten actitudes pasivas, sentirte puro sujeto receptor.
El sábado, mientras desayunaba en el bar Piola, me encontré con Boxeo made in Spain, una serie de Manu Trillo dedicada a los sacrificados púgiles de provincias. Manu me había hablado de este proyecto hacía tiempo, incluso recuerdo que iba a titularlo Vencedores y vencidos, porque entre los rostros hinchados, medio sanguinolentos, es imposible saber quién resultó ganador. La serie tiene fuerza y deja con ganas de ver más.
Al rato, paso por la pescadería del mercado y la encuentro llena de imágenes de mi vieja Habana firmadas por Lolo Vasco. No son el colmo de la originalidad -ya sé que es difícil- pero tienen calidez y sensibilidad. ¿Qué es todo esto? Pues ni más ni menos que SevillaPhoto, un encuentro que ha venido a llenar mi barrio de fotografías, desde la farmacia de la esquina a la pizzería o la peluquería que jamás pisaré, pasando por los vagones del Metrocentro. Hay propuestas para todos los gustos, pero por haber trabajado con ellos recomiendo la de Pablo Cousinou -en el restaurante La Madraza, donde se come francamente bien-, y la colectiva Pie de foto, en el Cas, donde firman amigos como Fernando Ruso, Antonio Acedo, Javi Cuesta, Miguel Ángel Morenatti, etc.
Los foteros, es cierto, son especie aparte, a menudo incomprensible, en la ya de por sí desquiciada fauna periodística. Tienen fama -a ratos justificada- de indolentes, de conformistas, de impuntuales, de desnortados, de pusilánimes. Pero dudar de la dignidad y la altura creativa de su oficio sólo puede ser fruto de la ignorancia, de la estupidez o de ambas cosas en diabólica aleación. Hace falta estar ciego, vamos.

jueves, 15 de mayo de 2008

Del rascacielos al motel: Beigbeder, Bégout

Estuve unos días alternando la lectura de Windows on the world, de Frederic Beigbeder, con Lugar común, de Bruce Bégout. Treinta páginas de uno, veinte de otro, y era como pasar del rascacielos al motel y del motel al rascacielos: a ratos sentía incluso cambios de presión. Nunca me he alojado en un motel, pero hemos visto tantos en las películas que si algún día duermo en uno me parecerá de lo más familiar. Bégout agrega también referencias bibliográficas, desde Lolita a Pynchon o DeLillo. Se olvidó de incluir No country for old men, de McCarthy: el conducto de ventilación que une las habitaciones del bueno y del malo, ese hueco que albergará el botín, me parece una de las metáforas más poderosas de la historia.
Rascacielos he visitado algunos, pero los dos a los que se refiere Beigbeder, las Torres Gemelas del World Trade Center, ya no existen. Visité el Ground Zero, intuí las dimensiones del solar, pero desde lejos tuve la extraña sensación de que las torres, de algún modo, seguían ahí. Pensé en esa gente a la que amputan un brazo y asegura seguir sintiendo la sensibilidad de los dedos. ¿Podemos no echar de menos tamañas moles? Desde el suelo todo se ve tan desmesurado que da igual. Y uno ve los posters del skyline con el WTC y no se cree que puedan faltar: han ocupado demasiado espacio durante demasiado tiempo como para desaparecer así como así. Para evaporarse de veras, tendrá que ir disolviéndose en nuestra memoria poco a poco.
Nota 1.- Una imagen: Chano Domínguez en Calle 54, saliendo en el Vaporcito del Puerto y, gracias a un hábil fundido, llegando a la bahía de Nueva York. Con las torres al fondo, of course.
Nota 2.- Me gusta Beigbeder, me entretiene mucho. El último libro suyo que leí, en un largo trayecto de autobús, se titulaba El amor dura tres años. Yo iba al encuentro de una novia con la que estaba a punto de hacer tres años. Por supuesto, no sobrevivimos al vaticinio.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Parte médico

Un montón de años estudiando Derecho sólo me enseñaron que cuanto menos pises un juzgado, mejor. Sospecho que en Medicina te enseñarán lo mismo de los hospitales, pero si tarde o temprano tienes que entrar en uno, que sea por un simple pólipo en la garganta.
Me citaron a las ocho menos cuarto de la mañana, e iba tan dormido -vivo con horarios de periodista- que pensé que no haría falta la anestesia. Pero, por otro lado, me daba mucha curiosidad saber qué tal era eso de colocarte legalmente, pues es sabido que algunos cirujanos y anestesistas son irredentos yonquis a su manera, y cada vez que tienen un mal día se regalan alguna dosis de lo que pillen a mano. Quiero decir que me imaginé en bata blanca a Burroughs y a Kerouac, en fin, cosas de estar en ayunas.
Luego recordé que este fue el hospital donde murió mi maestro Quiñones -yo estaba afuera, libreta en mano, cuando bajaron a comunicarnos la noticia-, y en él estaba pensando en la sala de espera, con mi pijama verde botella, mientras una señora de edad tendida en una camilla le preguntaba a un joven doctor con gorro de colorines si aquí todo el mundo se liaba con todo el mundo, como en Hospital Central o Anatomía de Grey: la guasa de Cai.
Por una rara asociación de ideas recordé que una vez me regalaron -y leí atentamente- la autobiografía de Linda Lovelace, la actriz de Deep Throat, para la cual un pólipo no habría supuesto ningún trauma.
Bueno, ya estaba tendido en la camilla, oyendo el ¡pit...pit...! de electro, con la vista perdida en los focos típicos de quirófano, un gotero en la mano izquierda y un poco decepcionado con el hecho de que lo que aspiraba no tuviera ningún olor a clandestinidad, cuando supe que entre ese momento y mi despertar pasarían varias cosas que me serían robadas, ocultadas, y recordé una película que en su día me causó una enorme desazón, Arrebato, de Iván Zulueta, en la que recuerdo vagamente a un tipo durmiendo y desapareciendo parcialmente bajo la mirada de una cámara, y pensé que, de algún modo, yo iba también a dormir y a desaparecer un rato.
Desperté ante una enfermera de hechuras maternales que se me antojó la mismísima Florence Nightingale, y yo un caído en la guerra de Crimea. O como Orwell en Barcelona, cuando una bala se llevó por delante una de sus cuerdas vocales, a ver si me sale un 1984.
Hace tiempo conocí a un poeta que llamaba a su mujer con una campanilla, pero peor que eso era el hecho de que la campanilla se la hubiera regalado la propia esposa. Ahora me quedan, al menos, un par de semanitas de pizarrín y de bocina, como Harpo el de los Hermanos Marx, ¡qué tiempos en los que me comunicaba con señales de humo!
Gracias a todos, hablamos pronto.

Resaca de Feria

Es cierto: qué poquito he escrito en este blog sobre la Feria del Libro que acaba de terminar. Siento tentaciones de decir algo solemne, como que había que elegir entre la vida y la escritura y elegí la primera, pero mejor lo dejamos. No seguiré, empero, sin hacer un repaso fugaz de algunos escritores de mi interés que han pasado estos días por Sevilla. Me perdí, por ejemplo, a Vila-Matas, al que voy a recordar siempre en un boliche de fados de Lisboa, con esa mueca que tiene por trabajosa sonrisa y esa buena conversación, pero también por un libro suyo, El viaje vertical, que me gustó mucho y del que nadie habla. A Jorge Bucay, con quien sostuve una vez en Torrevieja una charla mucho más apasionante que toda su bibliografía junta, sólo pude intuirlo al final de una larga cola de gente que reía, lloraba o hacía ambas cosas a la vez. Me perdí a Joan Margarit, pero vi a Vicente Gallego con los tatuajes ocultos bajo una cazadora muy modernita, y a la Rossetti, temible para los periodistas en general, pero entrañable para mí. Me perdí a Sabina y a Benjamín Prado, pero lo hice aposta. Me encontré con Mercedes Castro, tipa divertida y locuaz como su novela, en busca de unos zapatitos de lunares para su hija. No vi en cambio a Espido Freire, la dama de los melocotones helados: nunca se acuerda de mi, pero yo no me enojo porque sé que es una buena chica. Me hubiera encantado charlar un rato con Matt Beynon Rees, cosillas de Palestina, pero tampoco pudo ser. Sí pude hacerlo, sólo unos minutos, con Javier Reverte, que acompleja a cualquiera que quiera dárselas de viajero. Me fue presentado Carlos Abadía, que ha debutado tardía pero felizmente con un título elocuente, Toda una vida: la que este escritor llevaba esperando a un editor como Mono Azul. ¿Qué más, qué más? Me crucé con el ministro Bernat Soria y con el presidente de la Junta de Andalucía. Me crucé con Fernando G. Delgado, que una vez me contó jugosas anécdotas de Quiñones, cada vez menos delgado. Me crucé con Almudena Grandes, que es grande y es un cielo. Me crucé por última vez con el maestro José María Bernáldez, que está en los cielos. Marieta y Juan Carlos Sierra tuvieron que correr al Vírgen del Rocío para darle la vida a Mario, y Ana y Jabo Pizarroso para salvársela a Mauro, ¡Feria de sustos y jueguitos de palabras, qué tranquilos nos quedamos, pero qué buenos ratitos nos deparas!

Pepe Quero, poeta en las tablas

Una de las sorpresas que trajo esta última Feria del Libro de Sevilla fue la revelación de Pepe Quero como poeta, gracias al libro Tengo un amigo que no tiene amigos que tan bellamente han publicado los chicos de El Cangrejo Pistolero. Me reafirmo en la idea de que muchísima gente puede escribir buena poesía con un poco de sensibilidad y lecturas adecuadas, y Quero tiene ambas cosas. Lo difícil, y es el punto en el que este libro se vuelve más débil, es saber seleccionar muy bien -o sea, saber renunciar- y equilibrar los contenidos: eso marca la diferencia y hace muy grandes a los grandes. Pero insisto, me parece que el actor sevillano ha publicado unos textos muy dignos y, sobre todo, coherentes con su trayectoria en la compañía Los Ulen. Los colores, los juegos con el absurdo y lo surreal, la niñez, el humor y el abrazo -doloroso o apasionado- a la realidad que caracteriza sus montajes están también presentes en sus versos.
Creo que fueron ellos, cuando aún se llamaban Ulen Spigel, los primeros teatreros que fui a ver yo solo, sin que nadie me invitara, sin compañía, por mi propio pie. Fue en 1991 -yo tenía 17-, en el teatro del colegio Valcárcel, y su título era Mucho sueño. Salí maravillado y con una fe renovada en las posibilidades del teatro para, nunca mejor dicho, hacer soñar. Ahí estaba Pepe Quero, ese señor de gafas negras con el que ahora me cruzo por la Alameda algunas mañanas, y al que de vez en cuando le piden autógrafos porque, según dicen, sale en la tele.

domingo, 11 de mayo de 2008

¡Lectores, tengo lectores!

Va a cumplirse un año desde que mi Viaje a la Sicilia con un guía ciego fuera premiado por la empresa Jale y la editorial Almuzara, y todavía no vi un céntimo, maldito parné. Resulta que Jale entró en suspensión de pagos o algo así, la editorial estudia buscarse otro patrocinador, pero de lo mío, de mi guanikiki que dirían en Cuba, nada, pero nada del verbo nada, que dirían en Bajarse al moro.
Y sin embargo, Sicilia me sigue dando sorpresas tan estupendas que compensan de largo los líos con el vil metal. Por ejemplo, poder hablar en el programa radiofónico de Chevi Dorado, Ser viajeros, y al término de la grabación ser abordado por un señor de La Línea que hizo su viaje a Sicilia en compañía de sus hijos y de mi libro, y que estrecha tu mano como si fuera un viejo amigo. O en una conferencia que estoy cubriendo para el periódico,una señora se me pone al lado y me muestra el Viaggio, y me pide que se lo dedique a una amiga suya gaditana que ahora vive en Sferracavallo, Santa Madonna. O que una chica muy simpática -medio siciliana, medio piamontesa- me escriba para pedirme una referencia bibliográfica, y uno cobre conciencia de que cuando escribe a veces hay gente al otro lado, y es gente querida ya, raros cómplices, amigos invisibles que te hacen el regalo insospechado de incorporarte, siquiera un poquito, a sus vidas.
Otra alegría de estos días es que salió el librito de la Fundación Tres Culturas con las conferencias sobre la isla, y reconozco que ver la mía en el sumario fue también algo emocionante, como la invitación del Cervantes a Palermo: una razón inapelable para sentirse honrado.
Por cierto que en mi charla dije que en la poesía española contemporánea no había demasiadas referencias a la isla. No es inexacto, pero me olvidé consignar un largo y hermoso poema de Francisco Brines titulado Amor en Agrigento. Copio el comienzo, y brindo por mis lectores, objetivamente poquitos pero para mí numerosísimos:
Es la hora del regreso de las cosas,/ cuando el campo y el mar se cubren de una sombra lenta/ y los templos se desvanecen, foscos, en el espacio;/ tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.// Yo te recuerdo, con más hermosura tú/ que las divinidades que aquí fueron adoradas;/ con más espíritu tú, pues que vives./ Hay una angustia en el corazón/ porque te ama,/ y estas viejas columnas nada explican...

martes, 6 de mayo de 2008

Yo quiero ser como Bernáldez

"Yo de mayor quiero ser como Bernáldez", dijimos tantas veces, y el bueno de José María al escucharlo fingía indignación: "¿Qué significa 'de mayor'?" Y no, no crean que era coquetería suya: en aquel famoso encuentro de jóvenes escritores de la Fundación Lara, ya se sabe, un cenáculo de viejos precoces, él era con diferencia el invitado más joven, porque sabía que la edad es un estado de ánimo y su ánimo fue siempre el de un chaval.
Le gustaba todo lo bueno, desde las muchachas hermosas que cruzan por las aceras soleadas en este preludio del verano a la mesa bien aliñada, pero sobre todo le gustaba la literatura de verdad. Nunca fallaba: cada vez que se anunciaba como ganador de un premio a algún raro escritor de provincias totalmente desconocido, lo veíamos hacer memoria y al segundo ya estaba recordando el título de dos o tres novelas del tipo en cuestión, con su argumento y todo, que había leído con provecho. Puede que sea cierto eso de que es imposible leerse todos los libros del mundo, pero José María Bernáldez estaba al menos dispuesto a intentarlo.
Se ha citado con frecuencia su amistad con González Ruano, o el hecho de que salvara la vida a Bryce Echenique en un accidente de coche (para que luego el peruano se mostrara de lo más ingrato al respecto en sus memorias, pero ése es otro cantar). A él, sin embargo, era imposible encofrarlo en la leyenda: su gracia, su buena cabeza y su calidez iban más allá de cualquier anecdotario. En las cenas de los premios nos peleábamos por ponernos a su lado, en los cócteles no había nadie mejor a quien arrimarse.
José María Bernáldez tenía un corazón que no le cabía en el pecho, y de tanto expandirse el sábado pasado dijo hasta aquí, un rato después de que nos viéramos en la Plaza Nueva, con las cámaras de su programa como testigo, y nos emplazáramos más tarde para tomarnos un vasito. "O dos", me corrigió. Se me hace mentira conjugarlo en pasado, se me hace una broma la idea de que no esté. Cómo van a ser los premios de la Crítica en Arcos sin él, las cenas de Planeta, las ruedas de prensa en las que nos falte su ironía infalible, su chispazo genial.
Incluso después de este duro trance, muchos seguimos queriendo ser como Bernáldez: alguien que deja este mundo sobrado de sabiduría, de humor, de experiencias bellas y de lecturas apasionantes. Alguien que se marcha cargado de cariño y admiración, como si fuera cosa fácil poner de acuerdo a todo el mundo para que te quieran.

domingo, 4 de mayo de 2008

Gamoneda, el éxito

Recuerdo a Gamoneda diez o doce años atrás, cuando varias revistas literarias nos dimos cita en Badajoz primero, y luego en Lisboa y en Cádiz, para crear un órgano común de expresión que se llamó Hablar/falar de poesia. Por entonces, el autor del Libro del frío, el hombre de semblante bonachón y cejas mefistofélicas, ya contaba con un pequeño contingente de lectores fidelísimos que le adoraban. Gamoneda iba a dejar este mundo al calor de esa corte de seguidores entusiastas, triunfando para la inmensa minoría, pero quiso la suerte dulcificar su vejez con la miel del éxito, servida en el tarro generoso del premio Cervantes. De pronto el público, ese ente tan misterioso para los poetas, se ensanchaba de manera inconcebible. Los bolos se multiplicaban en la agenda, y los auditorios reducidos que eran su costumbre se volvían multitudes. El día del pregón de la Feria recordé a aquel Gamoneda que era patrimonio de una élite, y a éste de ahora, catapultado a la fama, pronunciando discursos sensatos pero pesados, pedregosos, sin el menor sentido del espectáculo -del espectáculo cultural, claro-, el discurso de un hombre que ya no esperaba ese providencial estrellato.
Todo lo contrario que José Luis Sampedro, de visita por Sevilla el miércoles, que ya lleva décadas de celebridad, y sabe cómo meterse a la masa en el bolsillo con humor y lucidez. Los hay también que no conocen la gloria ni pronto ni tarde, y se van al muere con lo puesto, algunos envueltos en una inconsolable tristeza, y otros bajo el efecto de un gran alivio.

sábado, 3 de mayo de 2008

Donna Leon en Sevilla

Nunca he sido muy seguidor de las huestes de Agatha Christie, pero confieso que me cae simpática la figura de Donna Leon, esa señora de New Jersey que ha logrado trasmutar en escenario del crimen la ciudad de las góndolas y de Santa Maria della Salute, basílica preciosa donde las haya. Alrededor de su última novela, La chica de sus sueños, habló en el arranque de la Feria del Libro de Sevilla sobre corrupción moral y rechazos xenófobos: dos coordenadas que en su obra plantean un caso policíaco y que en Italia han plantado a Berlusconi de nuevo en el poder. Tiene la Leon una gesticulación italianísima mezclada con un diáfano acento british, un aspecto frágil que contrasta con su espíritu enérgico. Como otros muchos escritores actuales del género negrocriminal, a pesar de lo liviano de su estilo es capaz de iluminar interesantes aspectos de la realidad al tiempo que entretiene al lector con la resolución de un caso. Cada día, basta con abrir los periódicos, el mal se reinventa con una sofisticación insospechada: la única compensanción es que así la novela policíaca nunca se estancará, pero ¡qué tiempos aquéllos en los que el asesino era siempre el mayordomo!

Otro fan de Montero Glez

Ustedes entenderán, la perspectiva de entrevistar a alguien que proclama orgulloso su amistad con Pérez-Reverte y Sánchez Dragó, es en principio como para tomar ciertas prevenciones. Pero cuando iba camino del hotel NH donde sería el encuentro, empecé a considerar que son varios y queridos los amigos míos que a su vez son amigos -y lo reconocen sin sonrojo- de Pérez-Reverte y Sánchez Dragó, de modo que había que darle una oportunidad.
Ahora puedo decir que Montero Glez es uno de los escritores más divertidos a los que he abordado. Con su pinta de cantaor antiguo, pañuelo caló al cuello y tupé de rockabilly irreductible, el autor de Sed de champán y Manteca colorá sorprendió a mi fotógrafo pidiéndole que lo retratara dejándose reducir con el brazo retorcido por el guarda de seguridad, trance en el que difícilmente podemos imaginar a Octavio Paz o a Javier Marías. Cuando le pregunté por las dificultades de los críticos para clasificarle, me respondió como una centella: "Yo ya escribí Cuando la noche obliga para tener a la crítica más ocupada que con el Ulysses de Joyce". ¿Eso es arte o no es arte?
Acaba de publicar Pólvora negra, una novela llena de curiosidad y de buena prosa sobre aquel terrorista que intentó acabar con la monarquía borbónica lanzando una bomba oculta en un ramo de flores. Me pareció Montero un grato conversador, pero sobre todo un sincero amante de la literatura y del arte. Aunque vende lo suyo, él sigue siendo un autor más bien de culto, para seguidores fieles. Desde el pasado lunes puede contar con otro fan.

Otras lecturas/relecturas del mes de abril

Andrés Neuman. Gotas negras, gotas de sal.
Paul Verlaine. Hombres.
Antonio Muñoz Molina. Ventanas de Manhattan.
Edmundo Desnoes. Punto de vista.
Mario Benedetti. Nuevo rincón de haikus.
Giovanni Verga. Nedda y otros cuentos.
Mark Twain. Un yanqui en la corte del rey Arturo.
Luigi Pirandello. Los cuadernos de Serafino Gubbio.
Sandro Veronesi. Caos calmo.
Enrique del Risco. ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?
Guillermo Apollinaire. La mujer sentada.
Manuel Vilas. Calor.
Vitaliano Brancati. El guapo Antonio.
Daniel Rodríguez Moya. Cambio de planes.
Eduardo García. La vida nueva.
Odette Elina. Sin flores ni coronas.