Recuerdo a Gamoneda diez o doce años atrás, cuando varias revistas literarias nos dimos cita en Badajoz primero, y luego en Lisboa y en Cádiz, para crear un órgano común de expresión que se llamó Hablar/falar de poesia. Por entonces, el autor del Libro del frío, el hombre de semblante bonachón y cejas mefistofélicas, ya contaba con un pequeño contingente de lectores fidelísimos que le adoraban. Gamoneda iba a dejar este mundo al calor de esa corte de seguidores entusiastas, triunfando para la inmensa minoría, pero quiso la suerte dulcificar su vejez con la miel del éxito, servida en el tarro generoso del premio Cervantes. De pronto el público, ese ente tan misterioso para los poetas, se ensanchaba de manera inconcebible. Los bolos se multiplicaban en la agenda, y los auditorios reducidos que eran su costumbre se volvían multitudes. El día del pregón de la Feria recordé a aquel Gamoneda que era patrimonio de una élite, y a éste de ahora, catapultado a la fama, pronunciando discursos sensatos pero pesados, pedregosos, sin el menor sentido del espectáculo -del espectáculo cultural, claro-, el discurso de un hombre que ya no esperaba ese providencial estrellato.
Todo lo contrario que José Luis Sampedro, de visita por Sevilla el miércoles, que ya lleva décadas de celebridad, y sabe cómo meterse a la masa en el bolsillo con humor y lucidez. Los hay también que no conocen la gloria ni pronto ni tarde, y se van al muere con lo puesto, algunos envueltos en una inconsolable tristeza, y otros bajo el efecto de un gran alivio.
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