La semana pasada leí por teletipos la noticia de la muerte de Pepe Heredia Maya. Creo que nunca llegué a coincidir con el primer catedrático de raza gitana que hubo en España, pero sí conocí su poesía -aquel libro de la colección Arenal- y tuvimos amigos comunes. Me hubiera gustado estrechar su mano y contarle que, cuando era muy jovencito, a menudo ponía el casete de su Macama Jonda cada vez que bajaba con mi familia a Algeciras para cruzar el Estrecho. Hubiera querido explicarle que a ese encuentro que él proponía entre lo jondo y lo arábigo-andalusí yo acudí buscando el exotismo y terminé encontrando una parte de mí y de mi cultura.
Heredia Maya empezó, como está mandado, poniendo las cosas en su sitio y denunciando, a mediados de los 70, la larga persecución de los gitanos en aquel Camelamos naquerar junto al llorado Mario Maya. Y tras la reivindicación, la citada Macama jonda, o sea, la fiesta, una fiesta además hospitalaria, en la que todos son bienvenidos: algo que sólo puede denotar el orgullo de los anfitriones. Desde la Orquesta de Tetuán a la madre de Lole Montoya o Enrique Morente, el espectáculo fue en muchos sentidos revolucionario: "Un hombre tiene su hermano / en otro hombre que tiene/ igual de limpias las manos", decía una de las letras.
He recordado todo esto al hilo de la rocambolesca noticia de que una de las componentes del elenco de La Casa de Bernarda Alba, la obra del grupo de teatro Atalaya montada con actrices analfabetas del asentamiento chabolista de El Vacie, corre el riesgo de ir a la cárcel por un robo de chatarra que fue filmado en uno de esos nuevos programas de televisión sensacionalistas. Llevo varios días oyendo a mi alrededor barbaridades acerca de los genes delictivos de los gitanos, de su incapacidad para desarrollar la mínima sociabilidad, de su conocida indolencia, sus fiestas perpetuas y sus crueles patriarcados.
Y al mismo tiempo, se me cae el alma a los pies viendo a esas chicas acudir a una entrevista en pijama, sin acicalarse ni un poco -¡con lo coqueta que puede ser una gitana coqueta!-, defendiéndose con respuestas torpes y desesperadas. No, no tengo nada contra los pijamas, sólo que esa actitud habla a las claras de la baja autoestima y de la penosa inercia a la que están sometidas estas mujeres. Son actrices amateur, pero pueden ser referentes para sus hijos y nietos, pruebas de que hay alternativas al fatalismo de la chabola y la ramita de romero en las puertas de la catedral. Si prefieren estas últimas opciones, estarán en su derecho. Pero hay que garantizar que aquellas que elijan otro destino tengan la posibilidad de tomarlo efectivamente. Pepe Heredia Maya no sabía si un gitano podía ser catedrático; después de él, sabemos que sí.
Esas mujeres de Atalaya han dado un primer paso gigantesco, subir a un escenario para decir a Lorca. El siguiente será creérselo realmente, no conformarse con cubrir el expediente y sentir el orgullo real de lo que hacen. A otros, me temo, les queda un camino más largo para desterrar sus arraigados prejuicios.