Me pareció una triste ironía que, pocos días después de la muerte de ese fontanero de la Casa real que fue Sabino Fernández Campo, me llegara la noticia de que nos había dejado para siempre otro Sabino, el nuestro, Sabino el de la Lechera. Sin éxito he buscado en internet algún obituario dedicado a él, y he cerrado el ordenador indignado. ¿Es que nadie va a acordarse de Sabino? Yo lo haré, si ustedes me lo permiten. Empezaré contando que lo conocí cuando hacía mis primeros pinitos periodísticos y él era el responsable de la sala Central Lechera de la capital gaditana. De hecho, lo primero que publiqué en el Cádiz Información, si no recuerdo mal, fue una breve crónica de un concierto de Los Cucas en dicho espacio.
Por entonces la Lechera era ya uno de los más esenciales pulmones culturales de la ciudad. Por allí pasaron, además de todos los grupos de teatro habidos y por haber, un montón de artistas emergentes como Jorge Drexler, Sergio Makaroff, David Broza, Gema y Pável o el propio Javier Ruibal, así como incipientes estrellas del jazz como Brad Meldhau o flamencos como Miguel Poveda: un sinfín de noches que ya están guardadas en un lugar privilegiado del estuche de la memoria. De aquella edad dorada tuvo buena culpa José Antonio Sabino, su talante abierto y entusiasta y su capacidad para hacer malabarismos con los magros presupuestos de que disponía, siempre con el respaldo y la confianza de un gran gestor como fue Enrique del Álamo.
Todo en esta vida parece puro ciclo, y el de Sabino al frente de la Lechera llegó a su fin. Chocó con el poder, y el poder sencillamente lo fulminó. En su contra tenía probablemente aquella debilidad por la bebida que le jugó alguna mala pasada y que, según parece, acabó con su salud. El caso es que fue confinado a la dirección de un centro de día, muy lejos del ambiente artístico y noctámbulo en el que lo conocimos. Seguí viéndole a menudo, en aquellas noches locas del Festival Iberoamericano de Teatro, y brindamos muchas veces por su regreso a la Lechera, respecto al cual no tenía ninguna duda. "Ahora estoy con mis viejitos -decía-, pero volveremos, claro que volveremos".
No quiero pensar que este silencio que Cádiz ha dejado caer sobre su fallecimiento se deba al carácter infamante que las adicciones suelen tener sobre quienes las sufren. Sabino estaba enfermo, de melancolía, de soledad, de alcoholes, y parece que hubiera que decirlo en voz baja, secretamente, para no deshonrarle ni deshonrarnos. Y eso es, además de una estupidez, una gran injusticia. A José Antonio Sabino le debe mucho la cultura gaditana, y su sed suicida no empaña esa encomiable labor por las artes escénicas y por la creación de nuevos públicos. Ahora que el telón ha caído para él, no seré yo quien deje de ponerse en pie y tributarle un largo y merecido aplauso.
1 comentario:
Me parece encomiable el hecho de que se hagan pequeños reconocimientos a un hombre que fue tan grande...a usted y a tantos que con su letras y puño han hecho recordar a esa persona tan maravillosa que se fue,sin más,les doy las gracias por hacerlo... pero si hay una cosa que creo que es importante saber,es que por desgracia a pesar de los excesos que todos alguna vez hacemos y que como es obvio a ninguno les gusta reconocer,mi tio se fue,pero se fue porque un cancer se lo llevó,quizas si hubiese sido consecuencia de abusos no lo hubiese pasado tan mal,pero en fin,ahora ya da igual la causa,porque ya no está,porque dejo un vacío enorme....
Siempre irá con aquellos que lo conocimos y pudimos compartir con él tan solo cinco minutos,cinco minutos inolvidables.
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