No puedo evitar que la música de Chano Domínguez, casi siempre alegre, me provoque una cierta tristeza. Es como pasear por una playa veraniega, alegre y soleada, pensando que el otoño vendrá y la arena quedará desierta: una especie de melancolía anticipada. Pero no tengo nada contra la melancolía, de modo que si viene servida por estas teclas magistrales soy incluso capaz de entregarme a ella sin titubeos. La semana pasada, Chano tocaba en el Teatro Central, y allí fui a disfrutar de su arte, como el de sus acompañantes de ocasión, los soberbios Mario Rossy y Marc Miralta.
Llevo muy a gala el hecho de que mi primera presencia en internet, si mal no recuerdo, fuera una entrevista a Chano para el Cádiz Información con la que él mismo inauguró su web oficial. No recuerdo qué le preguntaba yo, pero sí que ya era grande mi admiración por su música, la que iba a plasmar en su primer disco. Cuando lo vi en Calle 54, la peli de Trueba, al lado de esas leyendas del jazz, me invadió una oleada de orgullo un poco chauvinista. Un paisano de la Bahía había logrado una de las más altas aspiraciones de un artista: crear algo verdaderamente nuevo, acuñar un sello propio.
Tuve junto a mí en el concierto de Chano a Carles Benavent, que actuaba al día siguiente en el mismo escenario. No puedo evitar que su música, casi siempre triste, me provoque una cierta euforia. Muchas veces he escuchado su bajo en el sexteto de Paco de Lucía, pero sobre todo su disco Agüita que corre, y he pensado que la vida era hermosa mientras esas cuatro cuerdas siguieran diciendo su verdad. El otro día volví a pensarlo, viendo a Benavent con otra estupenda banda, en la que no faltaba ese gran guitarrista llamado Jordi Bonell. Bueno, di las gracias a Carles con mis aplausos, pues nunca aprendí a silbar. Y salí del Central exclamando aquello que dijo un aficionado ceutí un poco despistado, después de un concierto del músico del Poble Sec:
-¡Qué bueno es el Bernabé!
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