El lunes pasado, hace exactamente una semana, fui invitado a hablar de Kapuściński en el taller de lectura de la Casa del Libro, donde ya tuve la suerte de participar unos meses atrás. Es un gusto echar el rato con esa variopinta parroquia, unida sobre todo por el amor a los libros, que tiene por costumbre prolongar la tertulia en el bar del Hotel Inglaterra, el que probablemente sirva los mejores gintonics de la capital hispalense. Al frente de esta amable troupe bibliófaga se encuentra Manuel Gregorio González.
Cuando, todavía en Cádiz, yo leía su firma en los retratos de última de Mercurio, me imaginaba a un señor muy serio y de edad provecta, pues así imaginamos siempre a los sabios. Sorpresa la mía al descubrir que se trataba de un tipo joven, con media melena y setenteras gafas de pasta, bien vestido pero sin solemnidad, y sobre todo dotado de una amenísima conversación.
Pero lo mejor de todo es que con Manuel Gregorio, leyendo sus reseñas, su ensayo sobre Álvaro Cunqueiro o esa irresistible bombonera titulada El arte inútil, creo encontrarme gozosamente con eso que estudiábamos en clase bajo el rubro de Barroco sevillano.
Confieso que, como gaditano -o sea, atrapado en ese suspiro que va de los fenicios a la ensoñación decimonónica- no me ha resultado fácil asumir el barroco, que es algo más que Góngora y Borromini. Y sin embargo, he ido amando poco a poco cosas barrocas sin ser plenamente consciente de que lo eran. Barroca es la plaza de la catedral de Siracusa, una de las más hermosas que conozco, y la Plaza de Armas habanera; barroco es el estilo de los libros de Pierre Michon y el de los discos de Yngwie Malmsteen, bisnieto de Bach; barroco es el teatro de La Zaranda, mi compañía favorita, que ya mismo estrenan nuevo montaje.
Barroco es, en fin, Manuel Gregorio, incluso cuando fuma o liba de la copa. En él identifico la esencia de esa manera de mirar al mundo, yo no diría pesimista, sí un tanto escéptica o desengañada, pero siempre dejando a salvo la ironía. En el lenguaje, un absoluto desprecio por el atajo y una irrenunciable búsqueda de la perfección formal. Cierto aliento trágico, pero sin aspavientos, completa el cuadro barroco de MGG. Bueno, y unas grandes dotes para la amistad, profusamente barroca, incluso con un neoclásico como yo.
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