Al día siguiente me tocó rueda de prensa con Jorge Edwards y Fernando Quiroz, respectivos ganador y finalista del premio Planeta-Casamérica. Recuerdo que, muy jovencito, fui alumno de un seminario que Edwards dirigió hace una pila de años en Madrid, y que yo no veía con simpatía la espantada del chileno de Cuba que dio pie a su más famosa obra, Persona non grata. La edad me ha hecho comprender mejor sus críticas a las dictaduras de izquierdas, pero el aspecto de ese antiguo diplomático que fue amigo de Neruda no acusa el paso del tiempo: está hecho un chaval.
El colombiano Quiroz, por su parte, ha escrito una novela, Justos por pecadores, en la que ajusta cuentas con el Opus Dei que le puteó durante años, a golpe de cilicio y amenazas infernales. En medio de la entrevista, nos contó que después de publicada la novela se encontró en un parque con un conocido cura de la Obra. "Nos hemos reunido y hemos decidido no tomar represalias contra ti", le dijo. El escritor nos contó que sintió un enorme pavor ante esa confesión, mucho peor que si lo hubieran llamado para amenazarlo directamente.
Me acordé de esa escena de Tesis en la que Ana Torrent pone una cinta de torturas filmadas en el vídeo, pero anula la imagen de manera que sólo se oyen golpes y gritos. Me parece lo más inteligente de la película de Amenábar, que sabe que el cerebro del público siempre barajará opciones más monstruosas que cualquiera de las que el director pueda concebir. Es más, cada espectador creará su propio espanto individual, de modo que el horror será unánime.
En el caso de Quiroz, el cura inoculó en su cerebro el germen de las suposiciones. El hombre sentía, claro, el alivio de ser absuelto, pero la idea de que su destino lo decidieran cuatro majaras con sotana, la posibilidad de que esa reunión hubiera arrojado veredictos diferentes, se antoja más intimidatoria si cabe.
Moby Dick asusta mucho más, en fin, en las 536 páginas donde no resopla. En el miedo, como en casi todo en la vida, menos es más.
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