Shinjuku es zona de rascacielos, de tiendas donde los turistas adquieren superi-pods que no les caben en el bolsillo, pero también alberga un gigantesco parque, el Shinjuku Gyouen, lleno de árboles primorosamente podados, cómicos y músicos ambulantes, tranquilas familias retratándose junto a un estanque agitado por el aleteo de pececillos rojos. Shinjuku es casi una ciudad en sí misma dentro de Tokio, y dentro de Shinjuku casi podemos hablar, como si se tratara de una matrioshka, de otra ciudad conocida como Kabukicho, o sea, Ciudad Kabuki. "Área mafiosa", me advirtieron mis guías japonesas, pero exenta de peligro más allá de las prevenciones al uso.
Kabukicho es sitio de buen comer y buen beber, pero buena parte de su fama se la debe a su carácter de barrio rojo. Yo no tuve tiempo de explorarlo en su apogeo nocturno, pero me cuentan que la variedad de su oferta es mucho más ilimitada que la capacidad humana para fantasear. Desde tradicionales sex shops a los más sofisticados supermercados de sexo, todos los placeres lúbricos -incluido el ligue de toda la vida, pero en locales muy estudiados a tal efecto- están al alcance de la mano en Kabukicho.
Pues bien, éste es el escenario de Sopa de miso, la novela de otro Murakami, el escritor, músico y cineasta Ryu Murakami. Al empezar me temía una especie de American Psycho a la japonesa, pero confieso que a mitad de la novela ya estaba cautivado. Hay pasajes de violencia extrema, pero siento que es algo más que un thriller sangriento. Por otro lado, me dejó cavilando acerca del muy japonés gusto por el desmembramiento, que va de Mazinger Z o los Transformers -cuyos poderes radican, entre otras cosas, en la capacidad de descoyuntarse o de hacerse pedazos para reunirlos luego- a películas del tipo de la sádica Ichi the killer, donde al final no queda nadie con el cuerpo en su sitio. Eso me ha hecho pensar también en una de las manifestaciones del porno más extravagantes que conozco: un catálogo fotográfico que vi hace tiempo, lleno chicas japonesas que posaban con vendas o escayolas, muchas de ellas dispuestas de tal modo que simulaban mutilaciones.
Y al mismo tiempo, la ingenuidad sexual de los japoneses puede llegar a ser enternecedora. Mi amiga Yayoi, que no es ninguna niña, me preguntó durante una cena en qué consistía exactamente un sex-shop. Traté de explicárselo como buenamente pude, y después de meditar un rato en silencio me preguntó: "Pero... ¿Hay probadores?"
Nota.- Una de las palabras japonesas más fáciles de retener es chin-chin, que designa al sexo masculino. De ahí a leerse el Libro de Genji en su lengua original sólo hay que estudiar un poco.
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