Leí una novela breve de Saul Bellow, La verdadera. Esa señora del título simboliza, para quien no lo sepa, el primer amor: limpio, impoluto, imperecedero, al que siempre se regresa como a un extraño hogar donde los brazos nunca dejan de estar abiertos.
Me he quedado pensando cuál fue mi primer amor, cuál es en mi caso La verdadera. ¿Fue Mari Vito, aquel noviazgo de mis cuatro años al que regalé una corona de plastilina para que no cupieran dudas, con el desastroso resultado de que se le adhirió en el cabello? (luego me perdonó, sí, y aun hoy, adulta ya rebautizada como Vicky, nos sigue uniendo una sólida amistad). ¿Fue aquella chica de un cámping de Lisboa, la primera que dijo querer ser mi novia? (pero también quería ser la novia de un amigo mío: aprendí muy pronto que este iba a ser un mundo promiscuo). ¿Fue el primer beso, congelado para siempre en la pista de una discoteca del norte? ¿La primera novia de iure? ¿La primera de facto? ¿La primera a la que enamoré, o la primera que me enamoró? ¿La pionera en hacerme daño, o la que herí? ¿Aquella con la que me deshice de una incómoda virginidad? ¿O la que me permitió desarrollar cierta pericia? ¿La primera con la que viajé, o con la que compartí piso por primera vez?
Interrogo a Bellow al respecto, y al cabo de un rato siento que me responde con parsimonia:
-La primera, my friend, es siempre la última.
Nota.- Tiene gracia que, encontrándome entre dos bodas -ambas de compañeras del periódico: Isabel Morillo y Mónica Rodríguez- repare en el curioso proyecto de uno de los personajes de Bellow: un servicio de listas de divorcio, esto es, lo contrario de una lista de boda. Un fondo para evitar que el marido o la mujer que abandone el hogar carezca de lo esencial para rehacer su vida. Mis amigas, desde luego, no lo necesitarán, pero ¡cuánta gente!
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