La última semana de convalecencia se hizo un poco angustiosa, de modo que decidí ejercitar la lectura como evasión deliberada, consciente. Tada me había devuelto a Japón, y me propuse regresar a Tokio -donde sólo pude estar físicamente unos pocos días- a lo largo de tres noches seguidas, valiéndome de tres libros previamente elegidos. Personalmente prefiero el avión, pero si uno pone mucho empeño tampoco está tan mal volar sobre la letra impresa.
La primera noche me terminé el volumen de relatos de Haruki Murakami, Sauce ciego, mujer dormida. Murakami menciona a menudo Roppongi, conocida como zona pija y de notable animación nocturna. Ninguno de estos factores deben predisponer contra este distrito, toda vez que a uno le acompañen los suficientes yenes y el ánimo trasnochador. Calidoscopio monumental, Roppongi es un derroche de neones de colores sobre fachadas que te desnucan, pero sin el aire decadente a lo blade runner de un Shanghai. Su trasiego a pie de acera no se detiene nunca, y ni siquiera a las claras del día siente uno que desfallezca ese hormiguero vicioso y alegre. Mucho restaurante caro, sí, pero sobre todo locales de copas en cuyas puertas vemos arremolinarse a los porteros enchaquetados, corpulentos, muchos negros norteamericanos y latinos. Si te convencen para que subas, entras con ellos en un ascensor: cada uno de los pisos alberga un garito diferente. En la plaza de Taksim, en Estambul, estuve en sitios parecidos, pero a lo sumo tenían tres o cuatro plantas. Aquí estamos hablando de muchas más. Sólo un detalle hace antipático Roppongi a mi criterio, y es la insistencia de los camareros para que consumas continuamente. El espacio en Japón es caro, y si vas a ocuparlo más vale que pagues por él. Pero Roppongi, insisto, bien vale unos billetes, aunque sólo sea para sentirse dentro de aquellos cuadros pintados a aerógrafo que en los 80 trataban de imaginar cómo sería la diversión nocturna en el siglo XXI.
¿Y Murakami? Se sabe que en España se dio a conocer sólo hace unos años, cuando ya llevaba mucho tiempo siendo una celebridad en Japón y en Estados Unidos. Cuando algún amigo me ha preguntado qué tiene Tokio Blues para enganchar tanto, sólo he atinado a responder con un recurso borgiano: nada especial, pero tiene encanto. Ese encanto también asiste a sus cuentos, algunos tiernos, otros reflexivos, más de uno estremecedor. Algún crítico ha dicho que son buenos porque se antojan novelas abortadas. Disiento completamente. Más bien serán las novelas de Murakami relatos musculados, porque cada una de las piezas de este libro tiene su propia entidad y constituye un universo cerrado y completo, idóneo para perderse en él como en el laberinto insomne y luminoso de Roppongi.
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