No, no es que cuando viajamos a una ciudad nos pasemos la vida metidos en museos y galerías de arte. Pero Edmundo y Felicia querían visitar hoy unas exposiciones temporales en el Metropolitan, y no quisimos perdérnoslas. La primera de ellas, Anatomy of a Masterpiece: How to read chinese paintings, analiza de un modo muy didáctico paisajes y detalles de fauna y flora de artistas chinos remotos, incluyendo de regalo un par de exquisitos caballitos Tang, de esos por los que suspiran los coleccionistas, presos en sus vitrinas.
La segunda muestra es también paisajística, una muy completa colección de piezas de Poussin, aquel francés amante de la mitología que vivió en Taormina y plasmó en sus telas todos los matices de la Arcadia. A Edmundo le encantan las que representan mejor uno de sus temas preferidos, el drama humano ante el cual asiste la Naturaleza impasible, indiferente. Otro francés, Courbet, es el protagonista de la tercera exposición, con sus lesbianas pioneras, su famosísima vagina hirsuta, su hombre desesperado...
El Metropolitan es, con sus dos millones de piezas, sencillamente inabarcable, de modo que nos internamos tímidamente en la colección permanente, sólo por curiosear un poquito. Entonces descubro el original de La tormenta, de Pierre Auguste Cot, el cuadro que mis padres tuvieron durante años a la entrada de casa, una lámina dignificada a duras penas por una capa de barniz y una gruesa moldura dorada. Sé que muchos hogares en España colgaron también esta pieza, tal vez porque la gente quería verse a sí misma abrazada al ser amado, corriendo a guarecerse bajo una tela o un árbol, con la que estaba cayendo. Sabía que este museo tenía fondos de todo tipo, desde un templo salvado de inundación en Aswan a una formidable colección de cromos de béisbol, pasando por obras de arte asiático o pinturas de Velázquez. Lo que nunca imaginé es que fuera a devolverme, como la marea, un resto de naufragio, este saldo de la memoria perdida.
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