miércoles, 16 de abril de 2008

Chelsea, East Village. Soledades y galerías

El Soho tiene fama de ser una zona atractiva para los coleccionistas de arte, pero un paseo por el barrio pone de manifiesto que las galerías han sido desplazadas por las tiendas de ropa -mucho más seguras como inversión-, y las que sobreviven venden horteradas. Para ver exposiciones, ahora hay que irse a Chelsea. Sus calles debieron de ser alguna vez un poco inhóspitas. Ahora te dejas caer por esos edificios industriales y puedes entrar y salir de salas donde se celebran inauguraciones con vino blanco y gente guapa. En un momento recorremos varias, con contenidos no demasiado apasionantes. Todas buscan, un poco a ciegas, a su Warhol del siglo XXI, no, mejor a su Basquiat, aquel chico de Brooklyn que pintó poco, murió joven e inspiró una película. Es mucho mejor observar al público que las obras. En una subasta a la que asistimos, todos nos parecen personajes de una película de Woody Allen. Su forma de gesticular, su modo de representar cada uno un arquetipo, provocan una sugestión pirandelliana, y también un efecto cómico. ¿Qué pinta tendremos nosotros, españolitos de a pie, en medio de este circo?
Hay hambre, porque en estos cócteles no abren ni una lata de cacahuetes, de modo que buscamos algún lugar donde cenar. Recalamos, por insólito que parezca, en un bareto regentado por gallegos, inconfundibles en sus uniformes, que por cada cerveza te ponen una tapa de albóndigas y hablan entre sí en la lengua de sus abuelos y de Rosalía de Castro. Con ese aporte energético proseguimos nuestro particular viaje al fin de la noche por un garito donde un trío toca clásicos cubanos y la gente baila en plan cintura caliente, otro brasileño donde bailan agarrados, un mexicano con música estridente, terrazas con parejas que se hacen confidencias, bares con pandillas de universitarios en sus fervores... Me habían hablado mucho de la soledad del neoyorkino, y estoy seguro de que esa sensación debe de cobrar en una ciudad como esta magnitudes aterradoras. Pero no he visto a mucha gente de aspecto solitario, más bien al contrario: sociables, dinámicos, tirando a alegres.
Queríamos oír algo de jazz en la patria chica de Charlie Parker y de Coltrane. Esta semana tocaba Lee Konitz en alguna parte, en el célebre Blue Note está anunciado un próximo concierto de los Yellowjackets, pero nuestros pasos nos llevan por otros derroteros. La noche acaba en el Nuyorican Poets Cafe -236 East 3rd st-, un salón para escritores puertorriqueños fundado hacia 1973 por el inefable Miguel Piñero y sus amigos, que hoy acoge recitales líricos y cosas de spoken word, pero también descargas de jazz latino. Sobre el escenario, disfrutamos de un quinteto no demasiado virtuoso, pero bienintencionado, liderado por un trompetista que me recuerda al personaje de un cuento de Abelardo Castillo, algo así como el anti-perseguidor de Cortázar. De todos modos, el lugar es muy, muy agradable, con sus paredes de ladrillo y sus cuadros medio expresionistas, su escenario generoso, sus mesas acogedoras. Yo vendría aquí cada noche, con gusto, a esperar que asomara por casualidad Giovanni Hidalgo, o Jerry González. Y alguna vez, seguro, casi me gustaría beber mi vino en soledad, y que no se presentaran.

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