Esta noche nos despediremos de Times Square, que -ahora lo certifico- huele a feria de pueblo a pesar de todos sus neones y sus teatros, y donde devoraré una descomunal pieza de carne de búfalo a la brasa que me ayuda a comprender los desafíos que asume el aparato gástrico de un neoyorkino valiente. Pero antes caminamos a todo lo largo de la Sexta Avenida, curioseando con desgana en algunas tiendas y refugiándonos de un chirimiri helado en una cafetería llena de apetitosa bollería caramelizada, y de acá para allá salimos por Bryant Park, que un día vimos soleado y con sus terrazas llenas de clientes, pero que hoy está desierto, tristongo. Un parque tapizado de verde intenso, rodeado de árboles pelados, y tras ellos los gigantes de acero, cemento, aluminio y cristal, de tal suerte que uno se siente como en un oasis, protegido del caos entre tallos y ramas a punto de florecer. Hay un par de estatuas de escritores, una Gertrude Stein sentada como un buda y un busto de Goethe que mira, cosa extraña, a un pequeño tiovivo.
A la espalda, la Biblioteca Pública de Nueva York, custodiada por sus pétreos leones, ofrece un refugio provechoso. Entramos por la puerta lateral, la de los usuarios comunes, y empezamos a merodear por los pasillos y escalinatas. En una pequeña sala hallamos una exposición dedicada a Milton, con la edición original del Paradise Lost ilustrada por William Strang, e incluso una referencia a los grupos de heavy metal (!) que se han dejado influenciar por el maestro inglés, donde hay hasta un disco de los Cradle of Filth cuidadosamente enmarcado.
Pero el mejor espacio de la Biblioteca es, a mi juicio, la sala de lectura, amplia y luminosa, donde los ordenadores son casi tan abundantes como los volúmenes en papel. En una de las computadoras instaladas a disposición del personal, juego a la vanidad comprobando si hay algún libro mío aquí... ¡y tienen dos! Eso quiere decir que hay libros de todo bicho viviente, y así es: meto los nombres de todos los amigos que me vienen a la memoria, y todos tienen algún título en los fondos de la Biblioteca. ¿Quién dará con ellos entre los anaqueles de Babel? ¿Quién, díganme, nos quitará el polvo?
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