"He conocido las entragnas del monstruo", dejo escrito Jose Marti prefigurando con unos agnos de antelacion el de por si vetusto metro de Nueva York. Por una vez prescindimos del subway y salimos a caminar atravesando Central Park, que se extiende como un milagro en una ciudad como esta: un corazon verde -aunque estos dias sea un verde desfalleciente, otognal- entre los rascacielos y las avenidas; un oasis orgulloso, invencible, que se transita con el mismo placer al trote que a paso lento, como nosotros, bordeando el vasto estanque y tratando de poner en pie aquel poema de Octavio Paz que musicaron muy bien Loquillo y Sopegna:
Verdes y negras espesuras, parajes pelados,
río vegetal en sí mismo anudado:
entre plomizos edificios transcurre sin moverse
y allá, donde la misma luz se vuelve duda
y la piedra quiere ser sombra, se disipa.
Central Park Don't cross Central Park at Night...
río vegetal en sí mismo anudado:
entre plomizos edificios transcurre sin moverse
y allá, donde la misma luz se vuelve duda
y la piedra quiere ser sombra, se disipa.
Central Park Don't cross Central Park at Night...
Tengo entendido que en el parque hay varias estatuas ecuestres de proceres latinoamericanos, desde Bolivar a San Martin. Nosotros nos detenemos ante la de Marti, que ironicamente se erige muy cerca del monumento en honor del Maine -aquel acorazado que desato el follon del 98-, y que es probablemente la unica del mundo en la que el jinete aparece cayendose del caballo, como un San Pablo baleado. No en vano, al autor de los Versos sencillos se le sigue conociendo, dentro y fuera de Cuba, como el Apostol. En gloria este.
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