La verdad, creí que el trance en el aeropuerto iba a ser más duro. Sólo en Madrid una chica con uniforme me preguntó por qué tengo tantos sellos de Marruecos. Le conté el origen ceutí de mi familia y me preguntó si conocía allí a gente que no fuera de mi sangre. Por supuesto, respondí. Pensé, la verdad, que aquí en el JFK la aduana iba a ser mucho peor, porque tengo tatuajes de todo el Eje del Mal en mi pasaporte, desde la China Popular y la Cuba roja hasta Egipto y Turquía, pasando por la siempre prestigiosa Colombia. Sólo me faltaba Irán y Corea del Norte. Pero nada, ha sido un paseo triunfal, y en unos minutos ya tenía nuevo sello para la colección.
Un taxista con turbante y largas barbas se hace cargo de nosotros y pone rumbo a nuestro destino en Riverside drive. La entrada a Nueva York no es bonita, pero ¿habrá gran ciudad del mundo que pueda presumir de eso? Atravesamos Queens, pasamos el peaje de Triborough bridge y ya vemos recortarse a un lado las alturas de Manhattan, las primeras fachadas de ladrillo con sus escaleras de incendios exteriores... De un golpe pienso en Saturday night fever, en Lorca, en los New York Dolls, en West side story, e incluso en un poemario de Fito Cózar que se llamaba Entre Chinatown y Riverside...
Quiero decir que poner los pies en Nueva York, a mis canas, es como encontrarse con una señora que lleva toda la vida enviándole a uno fotografías, imágenes de video, literatura en verso o en prosa, canciones, y al cabo de tres décadas nos citamos para conocernos. Y no ha cambiado nada, está igualita a como siempre la imaginé, los años no han pasado por ella.
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