domingo, 27 de abril de 2008

Del Orto Botanico al Shangai

Yo estuve antes aquí, me digo de pronto mientras camino por los jardines geométricos de Villa Giulia, reconozco las estatuas y esas construcciones que asemejan secciones transversales de palacetes bizantinos, sí, yo fumé hace mucho en estos bancos y tomé agua de la fuente para refrescarme, pero lo había olvidado todo, mi memoria no había podido ir más lejos del Foro Italico.
En cualquier caso, no vine a pasear por los senderos racionalistas, sino por el exuberante Orto Botanico que hay en la finca contigua, frente a la redacción del Giornale di Sicilia, donde los estudiantes de Botánica de la Universidad hacen sus prácticas y uno puede refugiarse de la grosería del tráfico y del trasiego portuario. Altivas palmeras, flores de colores intensos, sombra benéfica de un ficus que bien podría competir con el de la Caleta gaditana, la collinetta mediterránea y los fértiles invernaderos con cactos y plantas carnívoras, hay aquí para un buen rato de contemplación y silencio, incluso para acordarse del viejo Benedetti, "el Jardín Botánico siempre ha tenido/ una agradable propensión a los sueños,/ a que los insectos suban por las piernas/ y la melancolía baje por los brazos..."
Me hubiera gustado completar la mañana con una visita al Abatellis, la galería de arte siciliano que guarda la Virgen de la Anunciación de Antonello da Messina, pero quiere la mala suerte que la encuentre cerrada por reformas. Me cuentan que el Museo Regional también está en una situación similar, así que me conformo con contemplar el museo al aire libre de la vida palermitana, la inmemorial costumbre de deslizar por el balcón un canasto atado a una cuerda para subir y bajar mandados, el rostro despellejado de la Kalsa, los santos en sus vitrinas, los obreros piropeando a las chicas.
A la hora del almuerzo, me busco un observatorio privilegiado, el Shangai, en pleno mercado de la Vucciria. Se trata de un restaurante al que se accede por un callejón lateral, subiendo una escalera angosta. Al llegar al primer piso, crees que te has colado en la cocina, y así es: hay que atravesarla para tomar posiciones en el balcón, desde el cual se puede espiar al pescadero, al vendedor de iconos religiosos falsamente antiguos, al carnicero que se pega un buen rato ante el retrovisor de la furgona peinándose con paciente coquetería, a la guiri despistada y a los chicos recién salidos del instituto. Todo ello mientras se saborea un aceptable calamar con vino blanco en la única galería de esta ciudad que abre siempre: el genuino museo palermitano del kitsch.

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