La neoyorkina Milla de los Museos no es el triángulo Prado-Thyssen-Reina del que tanto -y con tan buenas razones- nos ufanamos los españoles, pero conforma una pinacoteca dispersa muy digna de considerar. Esta mañana teníamos un rato para ver pintura y nos pusimos en la duda: ¿el Solomon? ¿la Whitney? Al final, puro azar, o sea, nuestro profundo desconocimiento de las reglas que rigen el destino (Borges dixit), recalamos en la Frick Collection, otrora espectacular residencia de millonarios con debilidad por el arte, hoy deliciosa galería con coqueto jardín exterior, señorial patio interior y un montón de cuadros deliciosos, todo ello a dos pasos del tumulto abrumador de la Quinta: la luz única de Vermeer, recias sombras de Hals y Rembrandt, filigranas de Van Eyck, un desolador martinete de Goya, la mano de Velázquez, los colores de El Greco, la hermosa catedral de Salisbury de Constable, cuatro portentosos Turners, delicados retratos de Whistler, texturas de Tiziano, insólitos toreros de Manet, Ingres, Degas, Millet, Renoir, Piero della Francesca, Lippi... De postre, una exhibición temporal de la Antea de Parmigianino, una Madonna dal Collo Lungo con pieles. Y no cito las porcelanas, muebles, la platería, relojes, tapices, esculturas...
Ángela se asoma a una de las ventanas y comenta que la vista a principios de siglo XX no debía de ser muy diferente: sustituyes los Chevrolets y Dodges por calesas, y el mismo Central Park de fondo. La buena vida es cara, suele decir Edmundo con un guiño de revolucionario que asume sus contradicciones, y agrega: Hay otra más barata, pero ésa ya no es vida.
Vamos a comprobarlo en la otra punta de la ciudad, deslizándonos por las venas subterráneas hasta ese espacio mítico conocido como El Bronx. El metro emerge a tiempo para ver el estadio de los Yankees, y ya el rostro de Nueva York muta violentamente, cambian las alturas, la disposición de las calles, la propia topografía, parece cambiar el aire mismo, se vuelve más sofocante y al mismo tiempo más familiar, de modo que en la estación de Fordham nos sentimos fuera del sueño americano, en algún áspero confín, como Barranquilla o algo similar. No es que sea ésta la antesala del infierno ni mucho menos -hay zonas infinitamente peores-, pero la familia Frick nunca puso el huevo aquí. Tiendas de ropa muy pasada de moda, talleres de vulcanizados, una pista de basket con unos chavales muy duros en defensa, un tren muy triste pasando bajo nuestros pies... Así llegamos a Arthur Avenue buscando la verdadera Little Italy. Pero los italianos se han vuelto a desplazar -ya no sabemos dónde- y salvo unos cuantos restaurantes, los albaneses parecen los nuevos amos del lugar.
Letras rupestres por todas partes, graffittis nada refinados, toscos garabatos rabiosos. Recuerdo que antes de venir entrevisté a dos jóvenes raperos: Porta, que se ha hecho popular con una edificante canción titulada Las niñas de hoy en día son todas unas guarras, y Shotta, que acaba de sacar su disco Sangre. No sé si habrán visitado esta meca del hip hop, pero no creo que hoy sean muy diferentes un chico de Barcelona, otro de Sevilla y otro de acá. En todas partes existirá esa desazón, esa rebeldía, ese ánimo provocador, ese no hallarse, ese deseo de ser uno mismo y de ser otra cosa. Sólo que en El Bronx está la cuna de hacer un nuevo arte con toda esa energía.
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