No cierro este capítulo sin subrayar otra idea quiñonera: que un premio sólo cumple su función cuando la obra galardonada vale la pena. El resto son jurdós que se van sin sentir, fajitas que se rompen con sólo mirarlas y cuatro reseñas cagonas. Y me preocupa que se ponga más el acento en las prácticas sospechosas de los certámenes que en la calidad de las obras. De modo que propongo, para ese eventual Código de Buenas Prácticas, un compromiso firme por parte de todos los escritores, escribidores y amanuenses de nuestra vieja España: No me aliviaré una línea. No escribiré aprisa para cumplir los plazos de un premio. No entregaré nada que no me convenza, para empezar, a mí mismo. Me dolerá siempre la cabeza de golpearme con el techo de mi propio talento. No diré nada que no sea más bello que el silencio.
Basta hablar con cualquiera que esté en el negocio para constatar la triste verdad: hay muchos más sellos y premios que buenos libros. Las novelas de calidad, por cierto, son las que más escasean. Incluso he llegado a saber de cierto editor que, en la víspera de un fallo, llegó a exclamar indignado: "¿Y quién dice que haya que darle el premio a un buen libro?"
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