miércoles, 1 de diciembre de 2010

Otras lecturas/relecturas del mes de noviembre

Stan Lee. Darevedil, l'uomo senza paura.
Rafael Cansinos Assens. La huelga de los poetas.
José Carlos Llop. En la ciudad sumergida.
Enric González. Historias de Roma.
Eça de Queirós. Desde París.
Paul Bowles. Puntos en el tiempo.
Iván Turgueniev. La desdichada.
Gustavo Martín Garzo. Tan cerca del aire.
José María Bernáldez. La niña mala soy yo.
Motero Glez. Pistola y cuchillo.
Juan José Téllez. Territorio Estrecho.
Leonardo Sciascia. Il lungo viaggio.
Enrique Baltanás. Trece elegías y ninguna muerte.
David Rosenmann-Taub. Me incitó el espejo.
Abu Nuwás. Cantar al vino.
Wen Fu. Prospoema del arte de la escritura.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de octubre

Alberto Savinio. Nueva enciclopedia.
Jean Moreas. El viaje de Grecia.
Varios autores. Guía literaria de Roma.
Peter Stamm. Los voladores.
Enrique Baltanás. Minoría absoluta.
Marquesa Colombi. Un matrimonio de provincias.
Andrea Camilleri. El guardabarreras.
Natalia Ginzburg. Valentino. La madre. Sagittario.
Yasmina Reza. Ninguna parte.
Juan Manuel Roca. Temporada de estatuas.
Ricardo Defarges. Muere al nacer el día.

miércoles, 20 de octubre de 2010

De los malos poetas

A petición de algunos buenos amigos, y aunque no sea mi costumbre, cuelgo aquí el pregón de clausura del III Festival de Perfopoesía de Sevilla, que tuve el gusto de pronunciar el pasado domingo. Ojalá sea de vuestro agrado:
Buenas tardes,
Perfoseñoras y perfocaballeros,
Dignísimas perfoautoridades
Camaradas perfopoetas
Perfoamigas y perfoamigos todos.

Me corresponde el alto honor de pronunciar esta cosa extravagante que es un pregón de clausura. Un pregón final, como reza el programa. Me visto, pues, de trompetero del apocalipsis para encomendarme a sanseacabó, poner el broche y apagar la luz, no sin todas las reservas y objeciones que la situación exige. Porque no olvido que estamos en Sevilla, capital de pregoneros, ciudad en la que miles de plumas derraman su talento emborronando papeles febrilmente, con la única esperanza de ser escogidos algún día para un acto como este.

Habrán seguido ustedes últimamente, en la prensa diaria y en las redes sociales, esa agria polémica alrededor de mi nombramiento. ¿Quién es ese tal Luque? ¿Qué méritos concurren en su persona? ¿Merece pregonar un festival poético un tipo que apenas tiene publicado unos pocos versos, acogidos sin pena ni gloria por público y crítica? ¿Qué oscuros tejemanejes encubre esta elección? ¿Por qué él, y no cualquier otro?

Tienen los suspicaces más razón que un santo, y así se lo expuse a los organizadores de este magno evento cuando recibí su invitación. Por eso, después de discutirlo mucho, acepté ser pregonero apocalíptico bajo una condición: que acudiría a este estrado como representante de la única parroquia en la que puedo sentirme a gusto, la única familia literaria de la que me considero miembro de pleno derecho. Me refiero a la gran familia de los malos poetas.

Hay quien piensa que la mala poesía no es poesía, pero se equivocan. Es simplemente mala poesía.

De los malos poetas nadie habla, pero estamos por todas partes. Llenamos los anaqueles de las librerías, invadimos la programación de festivales, congresos, mesas redondas, cursos de verano. Ganamos cientos de concursos literarios cada año. A poco que te descuides, tu buzón se llenará con seis o siete de nuestros libros. Sin embargo, la revista Granta hace como que nos ignora. No figuramos en los manuales escolares. Las antologías nos dan de lado: ¿para cuándo una antología titulada Lo mejor de lo peor?

El mundo entero actúa como si fuéramos invisibles, pero ya es hora de proclamar que existimos. Aunque a veces nosotros mismos no queramos verlo, existimos. Estamos aquí. No van a silenciar nuestra voz. Seguiremos escribiendo nuestros pésimos ripios. Es nuestro derecho y nuestro destino. Y además, la estadística está de nuestro lado: somos una silenciosa pero aplastante mayoría.

Lo sentimos: no todo el mundo puede ser de los nuestros. Para ser mal poeta no basta con cometer, por ejemplo faltas de ortografía, pues me consta que hasta los más eximios premios nacionales incurren en ellas. Tampoco es suficiente con saltarse algún precepto de sintáxis, o hacer un mal uso del léxico, ¡Pecata minuta! Los malos poetas vamos mucho más allá.

Los malos poetas, para empezar, ignoramos absolutamente la tradición y nos dejamos deslumbrar por todo lo que se presente bajo el envoltorio de lo novedoso.
Los malos poetas nos pasamos la vida leyéndonos los unos a los otros, en una infinita rueda masturbatoria, y para nosotros los clásicos no son sino el apaño de emergencia cuando el papel higiénico se acaba.
Los malos poetas no conocemos la goma de borrar ni la papelera, ni el fuego redentor de la chimenea.
Los malos poetas no conocemos el miedo a la imprenta.
Los malos poetas no conocemos el miedo al justiciero paso del tiempo.
Los malos poetas estamos vacunados contra el miedo escénico.
Los malos poetas nunca sabemos cuándo parar en un recital.
Los malos poetas aburrimos al lucero del alba hablando de poesía, preferiblemente la nuestra.


Los malos poetas te damos los buenos días enviándote algunos de nuestros versos a tu e-mail, te felicitamos el cumpleaños por sms con nuestros poemas, te acechamos en cualquier esquina para hacernos los encontradizos y, después de un protocolario apretón de manos, sacar del bolsillo el temible papelito y decir aquello de: “Precisamente acabo de terminar una cosilla, y me gustaría conocer tu opinión...”

Ahora, interrumpimos el pregón para dar paso al turno de preguntas más frecuentes:

· Primera pregunta: ¿Se puede ser buen escritor y mal poeta?
La respuesta es SÍ. Unamuno, sin ir más lejos, lo demostró rimando Salamanca con “académica palanca”.

· Segunda pregunta: ¿Se puede ser buen poeta y escribir poemas malísimos?
La respuesta es TAMBIÉN. En nuestro Bécquer tenemos una prueba contundente, reciten conmigo:


¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día,
me admiró tu cariño mucho más;
porque lo que hay en mí que vale algo,
eso... ¡ni lo pudiste sospechar!

· Tercera pregunta: ¿Se puede escribir un mal poema y ser un buen poeta?
La respuesta es POR SUPUESTO. Oigan si no esta perla de Rafael Alberti:

No, señor, no me callo, tomo caca de gallo. Girasol, sol, sol, no hay aceite con más alcohol. Es un ombligo con cebolla, lo que mejor sienta a la polla. ¡Y adelante con los faroles para pescar los caracoles!

· Cuarta pregunta: ¿Se puede ser un mal poeta y escribir algún verso que se salve?
La respuesta es BUENO, VALE. Admitimos como precedente la fábula del burro y la flauta.

· Quinta pregunta: ¿Se puede llegar a ser mal poeta sólo por escribir un poema malo?
La respuesta es SEGÚN: a Meléndez Valdés, pongamos por caso, le bastaron estos doce heptasílabos para ganarse su nicho en el Parnaso de los malos poetas:

Inquieta palomita
que vuelas y revuelas
desde el hombro de Filis
a su halda de azucenas,
si yo la inmensa dicha
que tú gozas tuviera,
no de lugar mudara
ni fuera tan inquieta;
mas desde el halda al seno
sólo un vuelito diera,
y allí hallara descanso,
y allí mi nido hiciera
...

Ahora, si no hay más preguntas, continúa el pregón:

Los malos poetas escribimos en metros clásicos con cojeras, y en unos versos libres que, no sé cómo lo hacemos, parecen siempre en libertad condicional.
Los malos poetas somos sordos a las cacofonías, inválidos para el sentido del ritmo, ciegos para cualquier asomo de cursilería, de ridiculez, de vacuidad. Somos de todo, menos mudos.
Apóstoles de lo inane, los malos poetas somos como aquel personaje de Borges: no tenemos nada que decir, y además lo decimos.
Y seguimos hablando mucho tiempo después de que el lector se haya marchado.

Los malos poetas somos oscuros cuando queremos parecer profundos, trasnochados cuando queremos ponernos a la vanguardia, gazmoños cuando queremos pasar por provocadores, empalagosos si queremos ser exquisitos, chistosos cuando queremos tener gracia, sensibleros cuando aspiramos a ser sentimentales, ingenuos cuando queremos ser audaces, pedantes si queremos presumir de doctos, patéticos cuando queremos resultar cool.

Un buen poeta puede tener acaso momentos de distracción, pero uno malo nunca desaprovecha una oportunidad para ejercitarse. El mismísimo Chéjov nos dedicó al respecto una entrada de su dietario, que dice así:

Un mal poeta vislumbraba un poema: como un saltamontes volaba hacia su cita.


Así es, hasta los más grandes se han ocupado de nosotros, aunque casi siempre para hacernos sus objetos de burla. Nos miran por encima del hombro. Nos desprecian. No se dan cuenta de que nosotros también somos la poesía. Como ellos, pasamos noches en vela garrapateando cuartillas, por aquí y por allá vamos muñendo nuestras rimas, soñando con nuestras glorias imposibles. También cuesta tiempo y esfuerzo, y hasta sangre, sudor y lágrimas, escribir malos poemas.

Quieran o no, también somos la poesía. Y somos fundamentales. Hace falta remover mucho barro para encontrar una pepita de oro. Hacen falta muchos miles de malos poetas para que nazca uno bueno. Nuestras deyecciones aboman el terreno del que habrán de brotar las más hermosas flores. Con el polvo de nuestros huesos se levantan los altos túmulos que sirven de pedestal a los más grandes.

Porque los grandes sólo pueden serlo por contraste con los pequeños. Piénsenlo por un momento. ¿Qué pasaría si no existiéramos los malos poetas? O mejor, ¿qué pasaría si todos fuéramos buenísimos? ¿Qué mérito tendría ser Miguel Hernández o Carlos Edmundo de Ory? ¿Qué gracia tendría llamarse César Vallejo si cualquiera pudiera escribir “el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas”? ¿Por qué habríamos de acudir a Hölderlin o a Shakespeare, pudiendo leer al vecino de enfrente?

Sin los malos poetas, el sistema se vendría abajo. Cierren los ojos e imaginen un mundo en el que todos fuéramos buenísimos, y todos nuestros libros geniales. Donde toneladas de talento y sensibilidad fueran repartidas equitativamente. Donde la crítica no tuviera sentido y el silencio fuera un acto de egoísmo imperdonable. Un mundo de una uniformidad espeluznante. Un mundo sometido a la tiranía de verlo todo sublime.
Por eso me consuela siempre volver al Mal poema de Manuel Machado, que curiosamente es lo mejor que escribió en su vida el hermano de don Antonio:
Porque ya
una cosa es la poesía
y otra cosa lo que está
grabado en el alma mía...

Grabado, lugar común.
Alma, palabra gastada.
Mía... No sabemos nada.
Todo es conforme y según.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Bienal 2010 (y II) Paco


Cuando Paco de Lucía sufrió un accidente de submarinismo con un afilado coral que a punto estuvo de dejarle sin un dedo, cundió entre la parroquia flamenca el estupor, pero también un secreto regocijo. Cuentan que, estando Paco convaleciente, vinieron a verlo algunos guitarristas más jóvenes, que se retrataron con él pasándole el brazo sobre el hombro y haciendo como que besaban el apéndice herido. En el fondo de sus miradas sonrientes ardía la llama de una esperanza: que Paco no volviera a tocar nunca y empezara a dejar el camino libre. Cuentan también que un amigo allí presente, molesto con la escena, hizo amago de despedirse, pero Paco lo retuvo y le sopló al oído: "Yo sé por qué te quieres ir, pero quédate, quédate. Que cuando me ponga bueno voy a arrastrar a todos estos por el suelo".

Me gusta la anécdota, a pesar de lo desabrido de la expresión, por lo que tiene de ira divina. A Paco de Lucía lo han adorado tanto como lo han odiado: el camino por la vida de este Mozart algecireño ha dejado una estela de salieris rabiosos que llevan cuarenta años esperando su ocaso. Aunque lo he visto tocando en varias ocasiones, tenía mucho interés en asistir al recital de clausura de la Bienal 2010 anunciado en el Teatro de la Maestranza el pasado sábado, porque Sevilla es una plaza difícil para Francisco Sánchez. No es que no se le quiera, es que no lo hacen suyo, como sí han hecho con Manolo Sanlúcar o Vicente Amigo. Si hubiera nacido en Triana sería el acabóse, pero Paco es del Campo de Gibraltar y, además, siempre ha ido por libre. Y eso no se lo perdonan.

Tenía interés y curiosidad por saber cómo se libraría el combate entre el genio y el respetable hispalense, y sufrí como si asistiera a una tragedia shakespeariana y no a un concierto. Aunque cualquier concierto de Paco está muy por encima de lo que pueda hacer cualquier otro, su rostro descompuesto nada más salir a escena lo decía todo. Las imprecisiones, las notas que no querían salir, los momentos de esconderse tras su concurrida banda, se alternaron dramáticamente con sus picados vertiginosos y sus bordoneos estremecedores.

Más que sus manos, me fijé en el rostro de ese hombre que, hace ya un montón de años, me confesó en una entrevista qué era lo que le quitaba el sueño: "Seguir creciendo, seguir aprendiendo, ir un paso más allá". Durante mucho tiempo su obsesión fue al parecer superar el listón de Entre dos aguas, su mayor éxito internacional. Por eso nunca olvidaré la mueca amarga que se dibujó en su cara cuando, al atacar esta pieza, el Maestranza se llenó de aplausos y vítores. Paco llevaba una hora larga sufriendo, peleándose a muerte con su instrumento, y el populacho sólo quería oír el soniquete familiar del viejo hit.

Dicen que Khaled, el argelino al que se atribuye la paternidad del estilo rai, sólo sabe decir tres palabras en castellano: "Paco-es-Dios". El sábado pasado asistimos al crepúsculo del dios, y no me arrepiento de haber estado allí, porque me gustan más las personas que los dioses. Paco mostró su costado humano, su humana debilidad. A sus 63 años sus dedos no logran mantener esa diabólica velocidad que era su sello, ni su cabeza esa desbordante producción de fantasía. Y él es tan consciente de este hecho que, cuando acabó el concierto, ni siquiera pasó por camerinos: subió al coche y directamente se fue al hotel, a restañarse las heridas del orgullo.

Ha vuelto la alegría cínica a la Plaza del Flamenco, y los mediocres bailan alrededor del fuego donde esperan ver arder muy pronto la sonanta del de Algeciras. No sé cuántos años le quedarán de grandes giras, pero sé que todavía tiene guitarra que tocar, pasos adelante que dar. Una estrella tan potente no se apaga por una mala noche. Todavía tiene que volver, siquiera una vez más, a dar gloria a nuestros oídos y a arrastrar a los miserables por el suelo.

viernes, 1 de octubre de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de septiembre

Tim Hamilton/ Ray Bradbury. Fahrenheit 451.
Honore de Balzac. Mujeres lo bastante ricas.
Albert Camus. El malentendido.
Albert Camus. Los justos.
Albert Camus. Estado de sitio.
Albert Camus. La peste.
Eric Hazan. Viaje a la Palestina ocupada.
Milena Agus. Perché scrivere.
Giorgio Todde. El extremo de las cosas.
Salvatore Satta. El día del juicio.
Henry James. El punto de vista.
Antón Chejov. Cuaderno de notas.
Adolfo Bioy Casares. Unos días en el Brasil.
Pietro Aretino. Casos de Amor.
Julián Rodríguez. Santos que yo te pinte.
Julián Rodríguez. Tríptico.
Ricardo Menéndez Salmón. La luz es más antigua que el amor.
Giovanni Verga. Cavalleria rusticana y otros cuentos sicilianos.
Darina al-Joundi/ Mohamed Kacimi. El día que Nina Simone dejó de cantar.
Don Winslow. El invierno de Frankie Machine.
José Martínez Ros. Trenes de Europa.
Carmen Moreno. Cuando dios se equivoca.
Luisa Futoransky. Partir, digo.
Eduardo Jordá. Pero sucede.
Francisco José Cruz. El espanto seguro.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Bienal 2010 (I) Menese como nuevo


Menese fue, durante muchos años, el cantaor de los escritores, de los intelectuales. Estaba tan comprometido como Manuel Gerena, pero gozaba de superiores facultades y conocía mucho mejor el flamenco. A la sombra de Moreno Galván empezó a desarrollar su discografía y su bagaje cultural, muy por encima de la media de su oficio.

Lo entrevisté por primera vez mientras recogía datos para una biografía del bailaor cojo Juan Farina, uno de cuyos numerosos hijos apadrinó Menese. Fue divertido oírle contar anécdotas de aquel bautizo, y más tratándose el cantaor de un tipo más bien serio, siempre imbuido de un sutil engolamiento. Más tarde volví a recurrir a su testimonio para hablar de Fernando Quiñones, que lo adoraba y lo invitó a cantar (en un recital "breve pero cumplido", recordaba) para el mismísimo Borges en Madrid.

Nuestro tercer encuentro fue un poco más extraño. Menese acababa de editar su disco A mis soledades voy, de mis soledades vengo, y la discográfica, por alguna casualidad, me invitó a presentárselo en Sevilla. Tomé mi tren y me dirigí a la Casa de la Provincia, donde tendría lugar el acto. Cumplí con mi tarea, Menese vendió bien su producto, haciendo de vez en cuando rápidos movimientos con la lengua, haciéndola chocar con el interior de los carrillos, que denotaba autocomplacencia como los gatos golpean el suelo con el rabo cuando están a gusto. Nada más terminar, el artista se volvió a su Puebla de Cazalla, los de la discográfica desaparecieron sin pagarme ni el desplazamiento. El guitarrista Eduardo Rebollar, buen músico y mejor persona, se apiadó de mí y me llevó a tomar un vino por aquella inhóspita ciudad en la que ahora resido. Eso fue todo.
Ayer volví a ver al maestro en rueda de prensa, con el brazo en cabestrillo y muy buen humor. No me identifiqué ni nada de eso, pero si por ventura me hubiera reconocido, me habría encontrado mucho más avejentado. En cambio, él se conserva como un martillo en manteca. A sus sesenta y tantos, mantiene su tez como la de un adolescente, lo que sumado a sus rasgos infantiles permite sospechar en un pacto con el diablo. Esta noche demostrará si la lozanía está o no reñida con el cante por derecho, pero desde aquí le lanzo una voz de aliento: ¡Larga vida al cante fáustico!

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de agosto

Robinson. Nueva York trazo a trazo.
Paul Theroux. Las columnas de Hércules.
Paul Theroux. La sombra de Naipaul.
Orham Pamuk. Estambul.
Orham Pamuk. Otros colores.
Luiz Eduardo Soares, Rodrigo Pimentel y André Batista. Tropa de élite.
Uwe Topper. Cuentos bereberes.
Shahriar Mandanipour. Una historia iraní de amor y de censura.
Abdellatif Laâbi. El síndrome andaluz.
Albert Camus. El revés y el derecho.
Albert Camus. Nupcias.
Albert Camus. El extranjero.
Albert Camus. El mito de Sísifo.
Albert Camus. Calígula.
Albert Camus. Carnets, 1.
Mario Vargas Llosa. Los jefes.
Allan Sillitoe. Fuera del torbellino.
Jean Echenoz. Correr.
Pierre Michon. Los Once.
Patrick Modiano. El horizonte.
Evelyn Waugh. Etiquetas.

lunes, 30 de agosto de 2010

La lámpara de Miguel Ortega

Entre las muchas sorpresas que me tenía reservadas, la ciudad de Tokio me brindó hace ya un par de años la suerte de conocer y oír al cantaor Miguel Ortega: un artista más o menos de mi edad, pero con tres décadas de trayectoria a sus espaldas, que junto a mi ya veterano amigo Antonio El Pulga y a Carmen Grilo oficiaba como voz de atrás en un espectáculo que iba a estrenarse en la capital japonesa. Acudí a un par de ensayos del grupo, donde no me pasó desapercibido el hermoso rajo de su garganta, y ya entre sakes y viandas capturadas con palillos comprobé que se trataba de un ser humano de buena madera, así como de un aficionado cabal, curioso y estudioso de los cantes antiguos. En este tiempo ha perdido la frondosa melena de rizos que lucía entonces, pero no sus notables facultades. Hace unos meses presentó su primer disco, Una mirada atrás, que se merece sin ninguna duda una audición reposada y atenta. Y hace apenas un par de semanas, se consagró con la prestigiosa Lámpara Minera del Festival de La Unión. Ojalá que su luz ilumine los pasos de este flameco de Los Palacios por el camino de la felicidad y del buen hacer.

domingo, 29 de agosto de 2010

Una mañana con Fogwill


No sé qué lugar le tendrá reservado la Historia de la Literatura a Rodolfo Enrique Fogwill. Si tuviera que hacer mi apuesta, creo que se le recordará por sus mejores cuentos, y que el viento se llevará sus febriles novelas, con la probable excepción de Los pichiciegos. De lo que sí estoy seguro es de que el escritor argentino, prematuramente fallecido la pasada semana a cuenta de un enfisema, siguirá vivo en mi memoria durante mucho tiempo como uno de los tipos más locos y divertidos que he conocido en este oficio.

Fue sólo una mañana, pero, ¡qué mañana! Primavera del 2005. Fogwill estaba en El Puerto de Santa María, invitado por la Fundación Luis Goytisolo. Quería conocer Cádiz y nosotros conocerlo a él, de modo que Mané García Gil y yo lo citamos a primera hora en el centro. No iba a pasar desapercibido en la ciudad aquel señor con cara de abuelete precoz en contraste con una mirada tremendamente viva y profunda, que disparaba genialidades como una ametralladora y se perdía por cualquier esquina a las primeras de cambio. Con el pretexto de comprar un mantón de manila para su mujer, volvió loca a la dependienta de una tienda especializada, a la que dejó llorando de risa y con el género intacto. Se empeñó en entrar en la tienda de juguetes Imaginarium y, al cabo de un rato, asomó por la puerta pequeña, reservada a los niños, caminando a cuatro patas y profiriendo agudos ladridos. Más tarde, cuando se nos sumaron Ignacio Echevarría y Belén Gopegui, convenció a un camarero de la Plaza de San Francisco para que le permitiera abrir una lata de hígado de bacalao que traía consigo, y allí mismo procedió a convidarnos a un filetito para cada uno de nosotros, todo ello con gran ceremonia. Cuando llegó mi fotógrafo, le pedí que retratara a Fogwill y a Echevarría para un formato de entrevista. Al cabo de un rato me dijo que había sido misión imposible: el argentino se había pasado la sesión cantando o intentando besar al crítico español.

A su regreso a Argentina tuvo la gentileza de enviarnos un poema, Llamado por los malos poetas, para nuestra revista Caleta. No es fácil saber de dónde sale un escritor como Fogwill, profesor desplazado por la dictadura, luego creativo de publicidad, con fama de haber escrito alguna obra en tiempo récord bajo los efectos de la cocaína, capaz de reírse de los mismos mitos que veneraba, experto en no tomarse nada en serio, menos el humor. Creo que escribía como vivía, y viceversa, con pasión, intensidad, conciencia del absurdo y mucha guasa. Bastaba una mañana a su lado para saberlo.

martes, 3 de agosto de 2010

Otras lecturas/relecturas del mes de julio

Kim/ Altarriba. El arte de volar.
Fernando Vallejo. Años de indulgencia.
Charles Wright. Una breve historia de la sombra.
Joan Margarit. El orden del tiempo.
Joan Margarit. Edad roja.
Joan Margarit. Luz de lluvia.
Joan Margarit. Los motivos del lobo.
Joan Margarit. Aguafuertes.
Joan Margarit. Cálculo de estructuras.

viernes, 2 de julio de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de junio

Joe Sacco. Notas al pie de Gaza.
Dubravka Ugresic. El museo de la rendición incondicional.
Marcos-Ricardo Barnatán. Naipes marcados.
Javier Mije. El fabuloso mundo de nada.
Haruki Murakami. De qué hablo cuando hablo de correr.
Marcel Schwob. Vidas imaginarias.
Theóphile Gautier. La pipa de opio.
Jules Amedée Barbey d’Aurevilly. La dicha en el crimen.
Carlos Ann. Líneas perdidas.
Nuria Mezquita. Ellas se masturban.
Felipe Benítez Reyes. Vidas improbables.
Abelardo Linares. Y ningún otro cielo.
Ana Rodríguez Callealta. Vértigo.
Ángel Mendoza. Pájaro negro.

sábado, 5 de junio de 2010

Insobornable Manolo

Últimamente llego tarde a todo, pero ahí va un post pendiente:

Esta semana pasada recibí la feliz noticia de que le han concedido a Manolo Bohórquez el Premio Nacional de Flamencología en la doble modalidad de Crítica e Investigación. Pocos galardones más merecidos, y explicaré por qué. Siendo el género de la crítica ingrato como pocos, en el campo del flamenco es además temerario, porque las mismas pasiones que desata un buen cante pueden convertirse en furia incontrolada ante un juicio negativo. De modo que el profesional del ramo deberá debatirse entre la reseña complaciente y timorata, o sea la traición al lector, y decir las verdades, no siempre amables, y exponerse a cualquier agresión; o, en el mejor de los casos, la pérdida de amistades.
Suerte tiene Manolo de ser hombre alto y fornido, pero lo más curioso es que nunca ha necesitado de su natural corpulencia, pues las más airadas reacciones contra sus críticas (algunas, puedo asegurarlo, demoledoras) no han pasado de tibios reproches. Y es que hay algo más imponente que el físico, y es la legitimidad, esa lentísima conquista que dirime al crítico de verdad del charlatán de feria. A Manolo le asisten por igual el conocimiento (pocas enciclopedias ambulantes del arte jondo como él), el esfuerzo (es capaz de pasarse los veranos yendo de pueblo en pueblo para cubrir los más inverosímiles festivales), la constancia (muchos años en el tajo) y la honradez, pues no se conoce que haya usado su poder para medrar ni hacerse una buena cama, sino para seguir haciendo camino al andar.

Por si fuera poco, Manolo es un estudioso hecho a sí mismo. Un buen día bajó del andamio y se dispuso a bucear entre polvos de hemeroteca y discos de pizarra para demostrar que no hay mejor técnica de estudio que la pasión y la curiosidad, ni saber que no se haga asequible por esos dos caminos. Y aún hay algo más: la enorme generosidad de Bohórquez, su permanente disposición a compartir conocimientos e incluso a conceder que los profanos tengamos algo que aportar a la conversación.

Se dice que el mayor piropo que se puede tributar a un crítico es que no se casa con nadie. Lamento no poder aplicárselo a Manolo, porque yo mismo asistí a su boda, en segundas nupcias, en Arahal. Fue una hermosa noche, llena de arte como cabía esperar, y aunque todos sabíamos que Bohórquez se cantiñeaba con solvencia, nunca imaginamos que pudiera hacerlo tan bien. Mejor, desde luego, que mucho cantante que anda por ahí roneando de flamenco. Me quedé con una letra, creo que un fandango de El Carbonerillo -ustedes me corrigen si yerro- que suelo silbar de vez en cuando:

Como el mármol me quedé
me enteré que te casabas
y a Dios le pido llorando
que tú te cases y vayas bien...
Enhorabuena por el premio: a la Cátedra de Flamencología de Jerez, claro, que sale prestigiada por tener a Manolo en su palmarés.

martes, 1 de junio de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de mayo

Emily Nudd-Mitchell. Los viajes de Emily Nudd-Mitchell.
Abderramán Munif. Memoria de una ciudad. Una infancia en Amman.
Luis Manuel Ruiz. Sesión continua.
Anatole France. El procurador de Judea.
Antonio Tabucchi. La oca al paso.
Juan Pablo Villalobos. Fiesta en la madriguera.
José Antonio Garriga Vela. El anorak de Picasso.
VV. AA. Sentimiento del toreo.
VV. AA. Los lugares de los escritores. Guía literaria de Sicilia.
Pere Gimferrer. Mascarada.
Pere Gimferrer. 24 poemas.
Edoardo Sanguineti. Wirrwarr.
Francisca Aguirre. Historia de una anatomía.

viernes, 28 de mayo de 2010

Todo regresa (y V) El Café de Levante

Como se dice del asesino en relación con el lugar del crimen, yo siempre regreso en Cádiz al Café de Levante. Lo hice este miércoles pasado, una vez más, para rendir un somero tributo a Miguel Hernández con la inestimable compañía de la cantaora May Fernández y el guitarrista, siempre sembrado, Joaqui Linera, al que los años no han logrado refutar el apodo de Niño de la Leo, tan bien se conserva.

Ya lo he puesto por escrito en otros sitios, pero no me cuesta repetirme: el Café de Levante fue el refugio más o menos bohemio de mi juventud llena de ansias literarias y sedienta de alcoholes. Iván y yo éramos los cascarones de huevo, los jovenzuelos imberbes que aunque rara vez aflojaban guita a la hora de pagar a escote -engrosábamos todavía la clase improductiva- siempre eran bienvenidos en la mesa de los mayores.
Al Levante había que acudir sin falta cada noche, porque cuando no echaba uno un rato divertido con los habituales Juanjo Téllez, Juan Moriche, Pedro Geraldía, Luisa Pascual o Vázquez de Sola, tocaba presentación de libros de Fernando Quiñones o Felipe Benítez Reyes, o asomaba Pepe Caballero Bonald con Moneo y Paco Cepero e improvisaban una sesión de flamenco, o se dejaban caer Fernando Ortiz y Pablo García Baena, o se rendía un esperpéntico homenaje al marino poeta Paco Vaca, o Merceditas Escolano recitaba sus últimos poemas, o se marcaban Javier Ruibal o Luis Balaguer un conciertazo por la cara, apenas sin anunciar. Eso por no hablar de apariciones todavía más fantasmagóricas, como la de una Victoria Abril de dudoso incógnito, con peluca rosa, que se daría por inventada si no constaran testimonios gráficos de su paso por el Café.

A aquel Levante de amores canallas y madrugadas hospitalarias le dediqué dos poemas, uno de exaltación y otro de desengaño, porque no hay nada que dure siempre, y es fácil caer en la tentación de creer que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero, ya lo vengo diciendo estos días, todo regresa: ahí estaban la otra noche, como si la arena del tiempo se hubiera petrificado en su clepsidra, el viejito medio ciego que venía vendiendo libros de segunda mano primorosamente envueltos en una bayeta, las parroquianas que casi formaban parte de la barra, el veterano fotógrafo Antonio Jesús Gutiérrez y su mujer, y sobre todo, Tere Torres, la dueña del local, el hada madrina que nos amparó durante años bajo su techo y su sonrisa protectora.

Piensa la gente que el asesino vuelve al lugar del crimen para borrar huellas que lo delaten, pero no es cierto. Todo lo contrario. Vuelve para recordar el momento y el escenario que lo convirtió en lo que es. Para comprenderse y reconocerse, o sea, reencontrarse con uno mismo.

domingo, 23 de mayo de 2010

Todo regresa (IV) Rosendo


Es curioso, pero después de mi entrevista telefónica con Javier Ojeda, me tocó una conversación similar con Rosendo. Se preguntará más de uno dónde estriba la curiosidad, pues mi trabajo consiste en buena medida en indagar en la vida y la obra de la gente notable y ponerla luego en negro sobre blanco. La respuesta es sencilla: si Ojeda y sus Danza invisible, como ya relaté, pusieron la música de fondo a mi primer beso, la banda sonora de mi subsiguiente melancolía correría a cargo precisamente del cantante de Carabanchel, en concreto una cinta suya, con el prosaico título de A las lombrices, que yo hacía girar una y otra en un destartalado walk-man mientras contemplaba el lluvioso paisaje gallego desde nuestro autobús, tratando de encajar la dura idea de que nunca volvería a encontrarme con mi fugaz amada.

Por suerte, con Rosendo Mercado tengo contraídas otras muchas deudas. Demasiado joven para haber vivido el éxito de los Leño -aunque recuerdo a los chicos mayores de mi barrio ceutí cantando Corre, corre y Que tire la toalla-, sí me pilló en plena consciencia su debut en solitario, Loco por incordiar, y el ya citado A las lombrices. Me fui volviendo cada vez más metalero y dejé de frecuentarlo durante casi diez años, pero a veces es sólo cuestión de tiempo que un músico y su público, que tienen procesos de maduración diferentes, permitan que sus sensibilidades se reencuentren. Tal cosa sucedió con Para mal o para bien, álbum que me prestó mucha compañía y que todavía me pongo a menudo.

Se insiste siempre en la condición de cronista urbano de Rosendo. Yo no lo tengo tan claro. Prefiero subrayar su personalísima poética, impecable en lo formal, de notable creatividad y muy meritoria tratándose de alguien que -según me confesó- no practica la lectura más allá del periódico a la hora del desayuno. Su último disco, A veces cuesta llegar al estribillo, persevera en estas cualidades, siempre apoyadas en los acordes sencillos y rotundos de su Fender.

Hace tres o cuatro años, charlando con el compañero Blas Fernández, de Diario de Sevilla, reparé en que, con la cantidad de artistas buenos, malos y regulares que llevo entrevistados en todos estos años, nunca me había sido dada la oportunidad de vérmelas con Rosendo. "Pues cuando lo hagas, te va a encantar: es un señor extraordinario", me aseguró.

El pasado jueves me saqué esa espinita. Tiene su gracia, además, que el cuestionario telefónico al autor de El tren se la hiciera en un tren, para ser exactos en el regional Sevilla-Cádiz. Tuvimos cobertura para charlar de muchas cosas y comprobar que, en efecto, se trata de un señor encantador, campechano, honesto, sin trampa ni cartón aparentes. Al saltar al andén, empecé a arrastrar mi maleta pensando que me quedan pocos ídolos por entrevistar. Y no pude evitar preguntarme si se estará cerrando un círculo. Y alrededor de qué.

Todo regresa (III) Danza Invisible


¿Cómo interpretar este regreso masivo, esta multitudinaria emigración de rostros y voces que llegan a mi mesa desde el pasado remoto? Aquí no se jubila nadie, ni siquiera se permiten envejecer. En los últimos dos o tres meses, por ejemplo, he entrevistado al entrañable Jaime Urrutia, ex-líder de Gabinete Caligari, al amabilísimo Sergio Dalma, que también lleva sus añitos trasegando escenarios, y a Javier Ojeda, cantante del grupo malagueño Danza Invisible.

Me detengo en este último, tipo divertido, campechano, un poco acelerado pero admirablemente enérgico, considerando que su primer disco data nada menos que de 1982. Antes de entrar de lleno en la entrevista, quise confesarle que en mi primer beso -no mi primer piquito, sino mi primer morreo de pleno derecho-, que tuvo lugar en una discoteca apta para menores cerca de O Grove (Pontevedra), sonaba de fondo una canción suya, muy popular en aquel año 1988, que se llamaba Sabor de amor. Nunca dejará de impresionarme el efecto evocador de las canciones, el modo en que te transportan de manera instantánea, a través del tiempo y del espacio, al momento supremo de tu primer intercambio formal de saliva. Me costaría mucho recordar el nombre de la chica en cuestión -sí sé a ciencia cierta que era sevillana-, y ni en sueños la reconocería hoy por la calle, pero en cambio aquella canción adolescente de los labios de fresa y la fruta de la pasión sigue articulando el recuerdo, prestando sus puntales a la carcomida arquitectura de la memoria.

Me apetecía decírselo a Ojeda, como siempre me gusta comunicarle a los creadores que dejan alguna huella en mí que su trabajo, por si alguna vez lo dudaron, no es en vano. Que repercute en la vida de la gente, que la ayuda a crecer y les brinda asideros fundamentales cuando el paso del tiempo empieza a parecerse a una caída libre. El cantante me mostró su gratitud, y seguimos conversando de lo divino y de lo humano, de su último disco, Tía Lucía, de los proyectos de futuro que todavía acarician. Hasta que, en un momento dado, se detuvo y me preguntó con cierto arrobo, pero con toda naturalidad:

-Bueno, pero tú sabes que Sabor de amor hablaba de una comida de coño, ¿verdad?

sábado, 22 de mayo de 2010

Todo regresa (II) Sanguineti


Pero el primer poeta internacional que conocí -y además uno de los grandes, de los que aparecían de vez en cuando en las quinielas del Nobel- fue el italiano Edoardo Sanguineti. Yo era todavía bachiller, pero picado ya por el gusanillo de la literatura bajé al centro una tarde para asistir a la presentación del número tres de RevistAtlántica, que dirigían los que con el tiempo serían mis amiguetes Jesús Fernández Palacios y José Ramón Ripoll.

Sanguineti, invitado especial del acto, parecía ya un anciano, y es que con aquella nariz ganchuda, barbilla prominente y ojos saltones tenía algo de bruja de cuento travestida de poeta. Habló de otros autores que yo tardaría mucho en conocer, como Ungaretti o Pasolini, pero recuerdo -caprichosa es la memoria- que fue él el primero a quien oí citar la famosa frase del Fausto: "Instante, detente, porque eres hermoso".

Volví a recordar todo esto hace unas semanas, cuando supe que Sanguineti visitaría en breve España para participar en el encuentro Cosmopoética que anualmente se celebra en Córdoba. ¡Sanguineti, diecistiete años después! Me puse a trabajar en un cuestionario con mi compañera de M'Sur y experta en materia italiana, María José Ramírez, y aunque yo no pude finalmente acudir a la entrevista, ella sí lo hizo. El resultado es una conversación en profundidad sobre el compromiso del intelectual en este siglo XXI, pero también sobre cuestiones controvertidas como su relación con Pasolini, Montale o Calvino, que no puedo sino recomendaros que leáis aquí: http://www.mediterraneosur.es/prensa/sanguineti_edoardo.html

Todo regresa, en este caso antes de decir adiós con el último aliento. Sanguineti, al que yo tuve perdido de vista durante dos décadas aunque alguna vez me asomara a su poesía extrema, críptica y desafiante, falleció apenas unos días después de publicada la entrevista. La muerte de un poeta tiene siempre algo de extinción de una estrella en el firmamento, de pérdida irreparable para la Humanidad. La de Sanguineti, además, me recuerda que de todo hace ya veinte años, y no sé cuántos números de RevistAtlántica.

viernes, 21 de mayo de 2010

Todo regresa (I) Las grandes superficies


Juan José Téllez fue el primer poeta al que conocí en persona. Vino al instituto donde yo estudiaba a dar una charla, y para mí supuso una revelación. A él le debo descubrir que la poesía, más allá de los bécqueres y los esproncedas de los manuales, también podía oler a gasolina y saber a ron, tener la luz de los días azules como de los sórdidos callejones de los barrios conflictivos, y sobre todo cantar al amor en un tono más cercano al del cine negro o el rock que al de la eterna primavera de los tópicos románticos.
Lo malo fue que, como con todas las primeras influencias, cuando tiene muchas ganas y todo el tiempo del mundo, me dediqué a desmontar y a montar cada uno de los engranajes de los poemas de Téllez, pieza a pieza. Me aprendí varios poemas suyos de memoria, y los recité a menudo en noches de pleamar etílica. Creo que aprendí mucho, pero llegó un punto en que su poesía no podía depararme ninguna sorpresa. Ese momento, además, coincidió con un momento de consolidación de la poética del algecireño, fijada definitivamente en Transatlántico (2000) y Las causas perdidas (2005), y de mi creciente interés por otras formas de expresión. Si como autor y lector fuéramos un matrimonio famoso, habrían cundido rumores de separación entre los paparrazzi.
No sé si Téllez merecerá un lugar en el Olimpo entre Darío y Vallejo, pero de lo que no me cabe ninguna duda es que al menos un libro suyo, Daiquiri (1986) merece estar entre los grandes títulos fundacionales de lo que luego llamaríamos poesía de la experiencia, junto a El jardín extranjero de García Montero, La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca o Los vanos mundos de Benítez Reyes. Incido en ello porque los cronistas de esa época suelen olvidarse algunos nombres con demasiada ligereza, pero también porque el último libro de Téllez, Las grandes superficies, recupera y pone al día aquella sensibilidad.
Aquí concurren todas las señas de identidad de su poesía: el ritmo regular y constante, los plurales mayestáticos, las enumeraciones, las imágenes exóticas y cinematográficas, los finales rotundos e incluso sus famosísimas erratas, si bien muy reprimidas en esta edición. Pero lo que de veras conecta al citado libro de los 80 y a éste del siglo XXI es precisamente el tiempo transcurrido entre ambos, ése en el que nuestro país salió del subdesarrollo para entregarse a una borrachera colectiva cuya resaca pagamos ahora, después de jugar durante demasiado tiempo a que éramos ricos y eternamente jóvenes.
Algunos versos son como baldes de agua directos a la cara del lector dormido: "Al salir cargados los carros de la compra/, quizá nos detengamos a reparar que fuimos/ forajidos sin guarida y amazonas intrépidas,/ cuando los corazones galopaban salvajes/ y las costumbres solían ser atrevidas/ como una mano lasciva sobre un escote palabra de honor.// Vino después a domarnos la gente de orden,/ a ceñirnos la brida de un empleo honrado/ y enseñarnos el rumbo de las compras a plazos,/ de las ideas baratas y las horas extraordinarias,/ mientras el alma se llenaba de grandes superficies".
Téllez propone una reflexión que pasa, necesariamente, por echar una mirada atrás. El poeta que creyó en las utopías sigue enarbolándolas, aun con todos sus desengaños, 25 años después. Sin embargo, del mismo modo en que no podemos (ni debemos) enamorarnos como cuando éramos quinceañeros, es preciso ajustar nuestras emociones y nuestras revoluciones al tiempo presente. Tal vez la poesía, como sugiere este libro, sea una herramienta imprescindible en la exigente revisión que nos toca afrontar.


[Publicado en Estado Crítico, extracto]

martes, 11 de mayo de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de abril

Mery Cuesta. Istambul Zombi.
Pierre Michon. Cuerpos de rey.
Lord Chesterfield. Cartas a su hijo.
Dubravka Ugresic. Gracias por no leer.
W. G. Sebald. Vértigo.
David Grossman. Escribir en la oscuridad.
Milena Agus. La imperfección del amor.
Jorge Volpi. El insomnio de Bolívar.
Juan Goytisolo. La Chanca.
Enrique Vila-Matas. Dublinesca.
Martín Caparrós. Una luna.
Rodrigo Rey Rosa. El material humano.
Mario Vargas Llosa. Fonchito y la luna.
Fernando Vallejo. El don de la vida.
Edward Said. Representaciones del intelectual.
VV. AA. Kerouac en la carretera.
Francis Bret Harte. Cuentos californianos.
Laura Rosal. También mis ojos.
Luna Miguel/ Antonio J. Rodríguez. Exhumación.
Juan Bonilla. Cháchara.
Fernando Valverde. Los ojos del pelícano.
Juan José Téllez. Las grandes superficies.
VV. AA. Poetas en mutación.

domingo, 25 de abril de 2010

Lito o el pensamiento positivo


Me parece que todavía lo estoy viendo sentado detrás de una batería montada con retales y apaños, ensayando canciones de Barricada y Extremoduro con sus amiguetes en un garaje comido por la humedad. Eran apenas unos niños, mientras que yo ya tenía un grupo con instrumentos de verdad, que daba conciertos y salía en la prensa, de modo que tenía para ellos cierto aura de rock star que no disgustaba a mi vanidad. Pero en el fondo estaba deseando que ellos crecieran y a mí se me fueran las ínfulas, convencido como estoy de que no hay mejor relación que aquella que se da inter pares.

Sin haber llegado nunca a compadres de uña y carne, con Manuel Esteban Bernabé Cañadas, retahíla onomástica que los amigos abreviamos en Lito, hemos compartido andando el tiempo noches madrileñas de gariteo canalla, inmersiones poéticas en la Córdoba omeya, ronqueras y desafines carnavaleros en el Cádiz beduino y hasta sosegados cafés de Alameda hispalense. Lito -y en esto nos parecemos bastante- es un culo inquieto que lo mismo lanza un poemario que organiza asambleas libertarias; igual lo ves de camarero en un cóctel de famosetes farloperos que haciendo de probo funcionario con contrato parcial. Lo único seguro es que siempre lo encontrarás con su sonrisa perenne bajo la nariz, y toda la disposición del mundo a contagiártela.

Tal vez por esto no me extrañó nada saber que Lito había publicado en una editorial argentina un libro llamado Los 7 secretos del éxito. Bien sabe dios que no soy lector, ni siquiera simpatizante, de los libros llamados de autoayuda. Y menos de los libros en los que aparece el tan traído y llevado concepto del éxito, y para colmo materializado en un tipo cachas tomando el sol en una colchoneta. Pero de Lito sí soy devoto seguidor. No me interesa tanto su armazón teórica, lo reconozco, como su mirada positiva, su afán de enfrentar las visicitudes con el mejor talante (me consta que él ha tenido que capear durísimos temporales) e imantar las buenas vibraciones. Su base científica puede discutirse, pero él es el mejor ejemplo de cuanto predica. De hecho, lamento no verle más a menudo, aunque vivamos cerca, inmersos como estamos en nuestras respectivas vorágines. A ver si con esta entrada le comprometo al menos una cervecita, o lo que encarte.

viernes, 23 de abril de 2010

No te preocupes


Casi no me había dado cuenta, pero de un tiempo a esta parte es una frase que repito constantemente. No sé si lo hago como contribución cívica -tal y como están las cosas, me resultaría insoportable aportar algún nuevo desasosiego a mi prójimo- o como una especie de mantra que repito sin cesar. No te preocupes. No te preocupes.
Por ejemplo, uno de los componentes de Marlago se disculpa por fumar junto a mí durante la entrevista:
-No te preocupes -le digo-, yo he sido un devoto fumador hasta hace apenas dos años. Incluso todavía me gusta oler el humo.
Mercedes, la mujer que nos ayuda en casa, se disculpa por no poder venir el próximo día, pues tiene un pariente enfermo:
-No te preocupes -le digo-, la salud y la familia son lo primero.
El escritor Unai Elorriaga lamenta haber escrito "para Alejandra" y no "para Alejandro" en la dedicatoria que me hace de su último libro:
-No te preocupes -le digo-, hay mañanas que ni yo mismo sé quien soy, como el Orlando de Virginia Woolf.

Creo que este enfoque vital lo aprendí en Argentina. Allí hay una frase socorrida y magnífica que es "está todo bien". Es como un conjuro. Se puede estar yendo el país a la mierda, puedo todo ir cuesta abajo, y de pronto se dice "está todo bien" y suena como un bálsamo que lo mismo disuelve una disputa que distrae un dramón.

De modo que, mi querido lector, insospechado cómplice, aunque sé que te ha dejado el novio o la novia, y que te has quedado sin trabajo, y que no puedes sacarte de la cabeza ese marrón familiar o no tienes con qué combatir esa sensación de vacío, o simplemente estás harto de oír noticias catastróficas y de no ver horizonte por ningún lado, aquí te ofrezco mi mano y te invito a repetir conmigo:

No te preocupes. Está todo bien.

Un día con PRISA (y II) Juan Cruz


Casi sin tiempo de acabar la entrevista con El Roto, hube de parar un taxi que de milagro se me cruzó en La Cartuja para llegar a mi otra gran cita de la tarde: una entrevista con Juan Cruz, que venía presentando sus muy apetecibles Egos revueltos, el libro con que conquistó el último premio Comillas.

Debo reconocer que, como periodista, Juan Cruz nunca me acaba de convencer (es demasiado dado a formular preguntas sin interrogante, signo de pereza o desdén, y me incomoda su prisa en publicar sus necrológicas) pero como editor somos muchos los que tenemos una larga deuda con él. Egos revueltos son precisamente sus memorias en este campo, o sea, la época dorada de Alfaguara.

Creo que en los últimos años le he entrevistado tres veces. En la primera, en la cafetería del hotel Colón, le pregunté si era cierto eso que Sabato cuenta en España en los diarios de mi vejez, que Cruz llevaba siempre encima tres teléfonos móviles que no paraban de sonar a la vez. Me demostró que no era cierto, sólo llevaba uno; que sonaba, eso sí, por tres.
Pensé que me iba a regañar por no llevar grabadora y escribir todo a mano, pero fue al contrario: "Muy bien, yo siempre escribo mis entrevistas a mano. Las grabadoras son traicioneras", me dijo más o menos.

En la segunda ocasión que nos vimos, también en el Colón pero en un aparte del vestíbulo, pude comprobar la extraordinaria capacidad de ingesta de cafeína que tiene Cruz, más que posible causa de su naturaleza inquieta. Conté hasta quince maneras distintas de poner los pies por encima de la mesita baja que nos separaba. También recordamos a un amigo común, mi querido Adriano González León, cuya muerte reciente había yo conocido precisamente por una necrológica de Cruz.

En esta última ocasión, en el hotel Vinci La Rábida, yo llegué con prisa pero al instante me di cuenta de que la entrevista no iba a ser fácil. El teléfono único, como de costumbre, no paraba de sonar, porque acababa de morir Miguel Delibes y todas las radios querían una reacción; un par de profesores de la Universidad, a la sazón amigos míos, habían venido a saludarle; una fotera de la competencia llegaba tarde y me pidió robármelo sólo un minuto, y yo -como si no conociera a esa raza de mentirosos patológicos, los foteros- me lo creí.

Lo peor es que Cruz debía coger el AVE en apenas veinte minutos. Entonces pronunció las palabras que ya me estaba temiendo:

-¿Y por qué no hacemos la entrevista camino de la estación?

Pilotaba una señora, supuse que contratada por la editorial. Juan y yo viajábamos detrás. El vehículo salió como una bala en dirección a Santa Justa, y el escritor iba respondiendo a mis preguntas en medio de mil llamadas de teléfono. Yo perdía el hilo, pero él no: terminaba de hablar de Delibes con la cadena Ser y retomaba nuestra conversación justo donde la había interrumpido.

A la altura del palacio de San Telmo descubrimos -¡horror!- que el camino estaba cortado por no sé que obras o manifestaciones, lo que obligó a nuestra choferesa a volver al Paseo de las Delicias y pisar a fondo el acelerador. Yo estaba empezando a marearme seriamente, pero fingí compostura y seguí con el interrogatorio. Hasta, que pasado el Alamillo, creyendo que tenía material de sobra y aprovechando una nueva llamada telefónica, me bajé casi en marcha del vehículo. Casi no tuve tiempo de decir adiós y gracias antes de verlo desaparecer tras una nube de polvo y humo.

Y así transcurrió mi tercer encuentro con Juan Cruz. Espero que tengamos pronto el cuarto, pero advierto de que la próxima vez no saldré de casa sin mis biodraminas.

jueves, 1 de abril de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de marzo

Liniers. Conejo de viaje.
Sergio Olguín. Lanús.
Sergio Olguín. Oscura monótona sangre.
Edgar Hilsenrath. Fuck America.
Rodolfo Walsh. ¿Quién mató a Rosendo?
Michel Leiris. Edad del hombre.
Abdelá Taia. Mi Marruecos.
Tariq Ali. Conversaciones con Edward Said.
Kirmen Uribe. Bilbao-Nueva York-Bilbao.
Vladimir Nabokov. El original de Laura.
Román Gubern. Metamorfosis de la lectura.
Jacques Bonnet. Bibliotecas llenas de fantasmas.
Jack Kerouac/ William Burroughs. Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques.
Lampedusa. Lord Byron.
Petros Márkaris. Muerte en Estambul.
Richard Ford. Mi madre.
VV.AA. Por favor, sea breve 2.
Kobo Abe. Idéntico al ser humano.
Francisco de Quevedo. Poesía inédita.
Julio Martínez Mesanza. Elogio del desierto.
José Luis Rey. Barroco.
Sergio DeCopete y García. La ciudad de las delicias.
Daniel Lebrato. Elecciones generales, todo a cien.
F. T. Marinetti. Necesidad y belleza de la violencia.

martes, 23 de marzo de 2010

Un día con PRISA (I) El Roto


Entrevisté a Andrés Rábago, El Roto, aprovechando que visitaba Sevilla para participar en un ciclo de conferencias. No son muy chistosos los viñetistas a los que he entrevistado, la verdad. Acaso fuera Vázquez de Sola el más risueño. A mi favorito, Juan Ballesta, nunca llegué a pillarlo. Sí recuerdo a un Chummy Chúmez sobrio como pocos. Forges fue por teléfono de lo más amable, se preocupó por la situación de los corresponsales de provincias de El País, pero no gastó bromas.

El Roto también demostró una educación exquisita, pero no sonrió ni una sola vez, ni siquiera para acompañar sus propias ironías. No se lo reprocho: prefiero la inteligencia que derrocha en su colaboración diaria en El País, por muy sombrío y desasosegante que resulte a menudo, a la pesadez del gracioso profesional. Tal vez por eso él prefiere definir su trabajo como sátira, y no como humor gráfico.

Llegué al aula magna de Ingenieros con la charla empezada, y por no molestar a los alumnos me senté discretamente en una escalera lateral. Una joven estudiante que también llegaba tarde me imitó y se sentó un escalón más arriba. El conferenciante dijo en un momento dado que, para dibujar, necesitaba saber que hay alguien al otro lado del papel, que no hay mensaje sin destinatario. Hizo una breve pausa y entonces escuché un bisbiseo. Miré con disimulo a la chica y reparé en el cable blanco que salía de su bolso y desaparecía bajo sus cabellos. Estaba escuchando música. Seguramente estaba allí porque los matriculados en el ciclo tenían derecho a créditos de libre elección o algo así, pero no tenía el menor interés por la charla. Se limitaba a mirar hacia el escenario, fingiendo atención, pero sin duda su cabeza estaba muy lejos.

Se me ocurrió que sería una aceptable viñeta de El Roto: un señor diciendo que el mensaje no existe sin receptor, ante un multitudinario auditorio de jóvenes conectados a su i-pod.

domingo, 21 de marzo de 2010

Pérez-Reverte, cicerone


Guardo una foto en la que se me ve entrevistando a Pérez-Reverte. No está fechada, pero es vieja: yo tengo pelo, él no luce una sola cana. Tiempo después empezaría a sentir una profunda aversión por él. Su arrogancia, su vanidad, se me hacían insoportables. Un día abrí al azar un ejemplar de su Alatriste, vi un verso de Benedetti en labios de Quevedo, si no recuerdo mal, y cerré el libro de golpe. Sus artículos dominicales me resultaban de un cinismo repulsivo, y ya decía el polaco aquel que los cínicos no sirven para este oficio. Allí los políticos eran invariablemente corruptos y/o inútiles, los intelectuales unos gilipollas todos, sólo el pueblo llano -o sea, su fervoroso público- parecía virtuoso y digno. Y yo, que ya pensaba que había de todo en la viña del Señor, me irritaba hasta que dejé de leerlo.

Ya no siento ese rechazo visceral. Agradezco a Pérez-Reverte lo que ha hecho por el fomento de la lectura, e incluso estoy dispuesto a reconocerle una notable pericia a la hora de versionar la literatura folletinesca. Sigue estando tan bien pagado de sí mismo como siempre, pero algo ha cambiado en él. O bien ya ha tenido suficientes baños de multitudes, o ya no le pone tanto la gloria del mercado, no lo sé. Lo cierto es que cuando volví a mi ciudad para asistir a la rueda de prensa de presentación de su último libro, El asedio, ambientado precisamente en el Cádiz del Doce, lo encontré un poco más... ¿humanizado?

Pienso, por ejemplo, en las poses que adopta cuando tiene cámaras delante. Achica los ojos, sonríe de medio lado: quiere ser a la vez el tipo de vuelta de todo, el que todo lo ha vivido y todo lo ha leído, el que se ha asomado al corazón de las tinieblas y se ha tuteado con príncipes y académicos. El caso es que esa mueca no se parece en nada al rostro de las personas que lo han vivido y lo han leído todo. Arturo inspira una extraña ternura, como si esa máscara de autosuficiencia encubriera un desvalimiento inconsolable.

Me resultó chocante, sí, verme caminar por el Cádiz de intramuros con tan ilustre cicerone. Como chocante me resulta que un escritor archifamoso, millonario, ponga su talento al servicio del Consorcio de La Pepa 2012, o casi, pudiendo escribir lo que le dé la real gana, cuando y como quiera, sin temer por el pan de su familia. El beneficio que supone para Cádiz esta novela de Pérez-Reverte es inmenso, pero no creo que lo sea tanto para el autor, dinero aparte claro está.

No leeré El asedio, me temo. Pero sí pienso que Pérez-Reverte la clavó cuando, en plena charla, explicó que los gaditanos, aun sin un profundo conocimiento de la Historia, sí conservamos el orgullo, cruzado de datos imprecisos y no pocos lugares comunes, de que en nuestra ciudad se produjo algo importante en 1812, a partir de lo cual pasamos a ser cuna de la libertad y faro de América.

Algo muy cierto, que me lleva a recordar una mañana de resaca en la que, junto a varios teatreros con los que había trasnochado en el FIT, veíamos en la televisión de un bar que Al Qaeda había anunciado que España estaba entre sus objetivos después de la lamentable foto de las Azores, y que no habría un solo territorio español que se viera libre de la amenaza. Entonces la dueña del local, la gorda María, con su pelo recogido en una madroñera, sus mofletes opulentos y sus gafas de culo de botella, soltó aquella perla que lo resume todo:

-Pues a los gaditanos esa gente nos va a hacer dos pajas, porque nosotros echamos hasta a los franceses...

sábado, 13 de marzo de 2010

Nínfulas: de Giardinelli a Olguín


¿Por qué me sorprendió saber que estaba vivo? Supongo que porque siempre lo tuve en el anaquel de los clásicos. O porque el público te da por finado si no te haces presente al menos una vez al año, o cada dos años. Pero con la reedición de su gran novela, Luna caliente, que acaba de ser llevada al cine -con escaso éxito, me temo- por Vicente Aranda, la editorial me dio la oportunidad de entrevistarlo vía mail. Uno de esos pocos momentos de gloria que esta profesión regala de vez en cuando: entrevistar a uno de tus primeros maestros, al escritor que te atrapó cuando tenías 15 o 16 años, y que el verano pasado volviste a leer con delectación, cosa extraordinaria.

En el correo que le envié no sabía cómo expresarle a Mempo Giardinelli mi gratitud y admiración. Creo que le escribí un elogio bastante torpe, que no tuvo demasiado eco en el correo de vuelta. Lo importante es que sí venían las respuestas a mi cuestionario, y que algunas de ellas ampliaban considerablemente mi visión de Luna caliente. Lo más curioso tal vez era la idea, en la que nunca hubiera caído, de que la chica de la novela es una metáfora de la Argentina, sistemáticamente golpeada, ultrajada, abusada, pero capaz de resucitar una y otra vez de su propia ruina, y paradójicamente enamorada de sus violadores.

Esta semana entrevisté a otro escritor argentino, Sergio Olguín, que obtuvo el premio Tusquets con una novela también corta y de corte negrocriminal, Oscura monótona sangre. Esta obra, separada casi 30 años de la de Giardinelli, guarda una similitud más con Luna caliente, y es el hecho de que un adulto mantenga relaciones sexuales con una nínfula adolescente. La diferencia es que ahora no hay ejercicio de la fuerza: al protagonista le basta con ofrecer comodidades materiales a la chica. Sólo tiene que comprarla con dinero.

martes, 2 de marzo de 2010

Y otra vez Madrid (y III) Blanca Andreu


Aprovechando que estaba en Madrid, fui a la rueda de prensa de Blanca Andreu en el edificio que Planeta tiene junto a la Casa de América. La poeta gallega presentaba Los archivos griegos, un nuevo poemario después de muchos años de silencio editorial.
Los habituales de esta bitácora saben cómo me intriga el efecto que el éxito, o lo que quiera que consideremos como tal, tiene sobre el alma de las personas y sobre el mercado. El caso de Blanca Andreu es paradigmático. Con su primer libro, De una niña de provincias que se vino a vivir a un Chagall, ganó el premio Adonais cuando aquello todavía significaba mucho. Era inteligente, era sensible, era culta para sus 21 años, y -digámoslo ya- era un bomboncito en un momento en que las diosas blancas de la poesía española eran, Ana Rosetti aparte, venerables abuelitas.

Paco Umbral, a quien no se le iba una, fue el primero en echarle el ojo y la mano por encima, pero los viejos del lugar cuentan que todos babeaban por ella, lo que a menudo es antesala de indecibles rencores. Es famosa la recepción de los Reyes, imagino que aquella anual que se daba a los escritores, en la que los ojos de Juan Carlos hacían chiribitas ante la visión de Blanca enfundada en un vestido muy mini. Con menos se han construido imperios; con menos, también, se han destrozado vidas. No hay quien pase por todo eso sin perder un poco, o un mucho, la noción de la realidad. Y la niña de provincias aún no sabía que adonde se había mudado, aquella República de las Letras, no era un Chagall, sino un Bacon, o un Munch.

Se casó con Juan Benet, a quien dedica un hermoso poema en este nuevo libro. Benet murió en el 93, tras lo cual Andreu se apartó de toda vida pública y casi de la literatura. Lo entiendo. Un amigo que la trató en aquellos años habla del momento en que "se suicidó". Yo lo imagino como una inmensa liberación, pero es cierto que cuando la conocí años después, creo recordar que en El Puerto de Santa María, tenía el jet lag de los resucitados.

Hay una idea, tal vez católica, de que la belleza, el éxito o la felicidad son dones que deben ser castigados más tarde o más temprano, como una forma muy mezquina de justicia poética. Hay también una morboso placer en la contemplación del ascenso fulgurante de un cuerpo celeste, el modo en que alcanza su cénit, entra en combustión y cae, y cae, hasta que desaparece de la vista, tragado por las tinieblas entre aplausos clamorosos. Blanca Andreu, esa estrella que todos los astrónomos daban por extinta, ha vuelto a aparecer en el firmamento, brillando con una luz discreta, pero propia, suya.

lunes, 1 de marzo de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de febrero

Muñoz/ Sampayo. Historias privadas.
Rafael Sánchez Ferlosio. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos.
Guillaume Apollinaire. El paseante de las dos orillas.
Joseph Conrad/ Ford Madox Ford. La naturaleza de un crimen.
Mercé Rodoreda. La plaza del diamante.
Ryszard Kapuscinski. Cristo con un fusil al hombro.
Natalia Ginzburg. Serena Cruz o la verdadera justicia.
Natalia Ginzburg. Las palabras de la noche.
Natalia Ginzburg. Anton Chejov.
Dubravka Ugresic. No hay nadie en casa.
Dubravka Ugresic. El ministerio del dolor.
Isaak Babel. Diario de 1920.
Pedro G. Romero. Las correspondencias.
Iván de la Nuez. Mapa de sal.
Joan Margarit. Nuevas cartas a un joven poeta.
Charles Baudelaire. Mi corazón al desnudo.
Belén Núñez. Este lugar del sueño.
Blanca Andreu. Los archivos griegos.
Fernando Ortiz. Personae.
José María Eguren. Antología.
Domingo Rivero. Yo, a mi cuerpo.
Giuseppe Ungaretti. La alegría/ La tierra prometida.
Juan Manuel Artero. Son cuatro ramas.
Friedrich Nietzsche. Poemas.
Ana Merino. La voz de los relojes.
Ajo. Micropoemas 2.
Víctor Manuel Mendiola. Vuelo 294 y otros poemas.
Juan José Millás/ Forges. Números pares, impares e idiotas.
Ferdinando Scianna/ Antonio Ansón. Las palabras y las fotos.
Vincenzo Consolo. Sicilia paseada.

domingo, 28 de febrero de 2010

Y otra vez Madrid (II) en Arco


El hecho de que hablar aquí de Arco parezca ya anacrónico, a una semana escasa de su clausura, lo dice casi todo. Lo que me había traído a la capital era la gran fiesta española del arte contemporáneo, pero mi visita fue tan fugaz que apenas alcancé a llevarme una ligera impresión. Ligeramente negativa, quiero decir.

Acaso la extensión y el formato de la propia feria no favorecen demasiado la contemplación de las obras, sino más bien el bombardeo de imágenes en la retina del visitante, que algo queda. Me hubiera gustado ver los trabajos de García-Alix, me hubiera gustado ver la selección de artistas de Los Angeles, ciudad invitada. O tal vez no lo deseaba tanto, porque nada me hubiera impedido buscarlos: tal vez lo que me apetecía de veras era tomarme un vino con mi amigo César, a salvo del arte. Y César apareció.

Como César tiene pase Vip de cualquier sarao, y válido para dos personas, nos metimos en la zona Vip. Una zona Vip prefabricada, como toda la feria, decorada en rigurosos blanco y negro para hacer juego con los trajes de los visitantes. Una barra un poco caótica, en la que pedimos dos albariños, surtía de agua mineral en abundancia al resto del público. El mundillo del arte bebe agua, ya lo saben, con una sed parangonable a la de cualquier rave party.

Esa hora que echamos en el limbo de Arco me dio a entender que lo importante aquí es el alma. La obra es perecedera, el dinero se gasta, sólo el alma es eterna, el valor más seguro. El verdadero Arco es un encuentro de almas que se abrazan, se preguntan por la familia, trasmigran de un expositor a otro, se compran, se venden y excepcionalmente hasta se regalan.

Antes de marcharme di una últimamente vuelta de reconocimiento. Por aquí un galerista trataba de camelarse a Pedro Almodóvar, por allá el bueno de Rafael Ortiz atendía con paciencia a un husmeador de jóvenes talentos; en un pasillo me crucé con Paula, que antes trabajaba para el MNAC, pero los dos íbamos hablando por teléfono y sólo pudimos sonreírnos; vi de pasada una obra de Cristina Lucas y varias de Pereñíguez, y otras de un montón de gente que no fui capaz de identificar. Era como mirar a través de aquellos viejos visores de diapositivas que antiguamente vendían como souvenirs de la Costa del Sol: no se ve mucho, pero lo importante lo tienes a mano.

También me detuve con Pablo Juliá, que presentaba el catálogo de un fotógrafo originario de Heilongjiang que expone estos días su obra en el Centro Andaluz de Fotografía. Wang Qingsong es su nombre, y es autor de unas piezas muy narrativas y elaboradas, realizadas en estudios de cine alquilados en los que cuenta con numerosos modelos. Wang juega a fundir referencias orientales con alusiones a la sociedad de consumo occidental, creando composiciones espectaculares que no dejan de tener un puntito perverso. Casi se diría que es bastante japonés, si esto no fuera tan ofensivo para un chino.

sábado, 27 de febrero de 2010

Y otra vez Madrid (I) La voz de Miguel Pantalón

Aproveché que estaba en Madrid para pegar un salto al Teatro Alcázar y ver El testigo, la adaptación que Rafael Álvarez, El Brujo, ha hecho del conocido relato de Fernando Quiñones. Habrá quien se pregunte por qué no fui a verla cuando vino a Sevilla, al Teatro Central. Eso mismo quisiera saber yo. Por gusto de gastarme 30 euros no es, desde luego. Para ser exactos, 60 euros, pues iba acompañado y con ganas de invitar. No puede decirse que sean precios muy populares los de la capital, pero lo bueno se paga.

No debo insistir demasiado en las excepcionales cualidades de El Brujo como cómico, ni en las del texto de Quiñones, que releí hace poco para recordar lo difícil que es mantener la sensación de oralidad de modo sostenido y convincente. Podría buscarle algunos peros a la puesta en escena, desde la conveniencia de algunas morcillas a la confusión de acentos que cualquier espectador andaluz reconocerá, pero todo serían torpes formas de distraerse de una evidencia: el actor hace que casi se haga corta la hora y media de monólogo, y logra levantar oleadas de hilaridad en el patio de butacas.

Eso fue lo que más me llamó la atención: que, a partir de un relato de enorme carga dramática, se pueda erigir un monumental espectáculo de humor. Me vinieron a la cabeza unas palabras de Iván que recogí en mi Viaggio: "Cualquier histrión de tercera fila monta un monólogo humorístico. Nadie, sin embargo, se atreve hoy día a ofrecer un espectáculo trágico, por miedo a que se rían de él". Y así era. Por un lado, daba la impresión de que, con la que está cayendo, es mejor no aguarle el sábado noche al respetable con un dramón; y por otro, es mucho más efectivo y seguro atacar el flanco de la guasa, al tiempo que, a fuerza de risoterapia, se cuida de la salud pública.

El peligro de todo ello es que quede desdibujado el fondo del relato. Que ese aleph que entrevé Miguel Pantalón cuando la inspiración le acompaña parezca un mero desvarío, y no una aproximación al misterio del tan cacareado duende y del secreto mecanismo de las emociones. Y sobre todo, que los desplantes que el cantaor hace ante los señoritos parezcan una extravagancia, y no un arrebato de dignidad.

Si el teatro es ese necesario espejo que nos enfrenta a nuestras contradicciones y a nuestras sombras, yo llenaría el Teatro Alcázar de flamencos, para que entre risas se detuvieran a pensar cuántas veces no han malvendido su arte entre los viejos y los nuevos señoritos a cambio de esos trozos de papel que Miguel Pantalón tiraba por los aires como respuesta a la arrogancia de quienes pagaban el cante grande con limosnas. Y, ya puestos, que tras los flamencos pasaran los artistas plásticos, los escritores, los músicos, los cineastas, los teatreros, los bailarines, haciéndose la misma pregunta. Sin cinismo, sin excesiva contrición, tampoco; sólo por preguntarse, por saber.

"Que se lo meta en el culo el dinero. El que lo dio. Los que lo cogieron, allá ellos". Ése era Miguel Pantalón. En la obra de El Brujo está, muy amortiguado por las risas, pero está. Dando en voz alta su humilde opinión sobre estos tiempos que corren.
P.S.- Una última cuestión, y siento ponerme quisquilloso: de entre toda la gente por cuyas manos pasara el texto del programa de mano, ¿de veras no hubo nadie que se llevara las manos a la cabeza al leer el nombre de un tal 'Pedro García Baena', santo dios?

lunes, 15 de febrero de 2010

Luis Gordillo y otros escritores


Media docena de amigas le regalaron a Ángela por su cumpleaños un libro escrito por ellas mismas, una especie de homenaje polifónico en el que todas eran a la vez autoras y protagonistas. Todas son también periodistas, de modo que la prosa aguda se les supone como el valor a los legionarios. Esperaba mucho de sus relatos, pero el resultado final superó mis expectativas: no tienen nada que envidiarle a la mayoría de las antologías de nuevos narradores que circulan por ahí.

¿Qué diferencia hay entre la gente que escribe bien y un buen escritor? He vuelto a hacerme esa pregunta cuando, en el transcurso de las dos últimas semanas, se han acumulado en mi mesa varios libros de autores que relaciono más con otras disciplinas que con la literatura. Sin salir de Sevilla, me encuentro con Esplendor en el melonar, poemario de Eduardo Bonachera -Tachera-, carismático líder del grupo de rock Los Sentíos; con Las correspondencias, interesantísimo proyecto de ese inquieto y visionario artista que es Pedro G. Romero; y con Little memories, los cuadernos secretos del pintor Luis Gordillo, primera entrega del sello editorial que ha impulsado la prestigiosa galería Rafael Ortiz.

Permítanme detenerme en este último título para tratar de responder a la pregunta de arriba. Alguna vez he dicho que cualquier persona con un nivel cultural medio puede pergeñar un texto aceptable; lo que define al escritor es la constancia -no basta con que suene la flauta- y sobre todo la capacidad para discernir entre lo que vale la pena y lo que, de entre sus escritos, peca de banal, de sensiblero, de torpe o intrascendente. Es decir, no se trata tanto de saber crear, como de saber tirar. No sé por qué, creo que los grandes maestros escriben más con la papelera que con la pluma.

Luis Gordillo, pintor de indiscutible significación, se presentó ante la prensa como "un analfabeto poético". Llegó incluso a despreciar a Cernuda, tildándolo de cursi: unas declaraciones que han ofendido mucho a algunos cernudianos, pero que yo entiendo como una maniobra de distracción, una boutade. Es evidente que estaba ensayando una peculiar captatio benevolentiae, sugiriendo que lo leyéramos como pintor que escribe, y no con la vara de medir poemas al uso. Legítima reclamación que no evita llegar a una conclusión: Gordillo ha escrito cosas brillantes y cosas insignificantes; a un aforismo feliz le sigue una ocurrencia más pobre, y todo se mezcla en una elegante y despreocupada promiscuidad.

Estas carencias de la edición están justificadas, no obstante, por un hecho: Luis Gordillo no es un mindundi, sino un artista plástico de primera línea. Y hasta sus escritos más flojos complementan y enriquecen, de un modo u otro, una obra que merece la admiración de muchos. Hasta como simple curiosidad tiene su valor. Claro que no todos somos Luis Gordillo: por si acaso, mejor tener siempre a mano el rotulador rojo, la voraz papelera, o mejor aún, la chimenea redentora, para arrojar en ella todo eso que se interpone obstinadamente entre nosotros y la buena literatura.

sábado, 13 de febrero de 2010

Hablando en oro


Hace unas semanas se planteó en nuestro Estado Crítico el debate acerca de si el éxito (o lo que quiera que consideremos como tal: en líneas generales, el éxito de ventas, pero ¿cuántas ventas suponen un éxito?) es una prueba de excelencia o un sambenito para los escritores. Es una pena que la polémica en este blog tomara otros derroteros, porque me parece que la cuestión da para mucho. Mi opinión es que el escritor, consciente o inconscientemente, emplea las facultades que tiene a su alcance para dar forma a su obra, pero en el proceso hay apuestas o renuncias que le abrirán o cerrarán puertas a un determinado segmento de lectores. Si se pone elitista o críptico, se arriesgará a perder al gran público, porque estará buscando a unos interlocutores muy escogidos. Y quien quiera aspirar a un público masivo, orientará sus temas y sus recursos hacia ese objetivo. Unos y otros deben ser consecuentes, y no sólo cuando las cosas salen bien.

Pongo un ejemplo que me parece esclarecedor: Fernando Quiñones escribió en un altillo prestado de la Diputación de Cádiz, con una botella de anís y una caja de polvorones en el cajón como dieta básica, su novela La canción del pirata, la peripecia de un bribón del siglo XVII narrada en primera persona, remedando el lenguaje de la época. Un editor sugirió que si adaptaba el texto al lenguaje actual vendería mucho más, pero Fernando siguió en sus trece. "Esa no hubiera sido ya la novela que yo hubiera querido hacer -comentaba-, sino la que convenía hacer cara al dinero y de cuyo lenguaje no se hubiera podido decir, como alguien dijo, que era como oír y ver, por la calle y del brazo, a don Francisco de Quevedo y Manolo Caracol".

Quiñones hizo, como se ve, su apuesta y su renuncia. Prefirió vender algunos miles de ejemplares a cambio de un piropo como el que hemos transcrito, y de la admiración de un puñado de lectores que aún hoy seguimos seducidos por las aventuras de Juan Cantueso.

He vuelto a recordarlo estos días, tras asistir al almuerzo de presentación de la última novela de Matilde Asensi, Venganza en Sevilla, ambientada también en la época barroca. Esta escritora de indudable éxito -se calcula que tiene cinco millones de lectores, tres de ellos en España- se quejaba con cierta amargura de la escasa consideración que tiene entre la crítica la novela histórica y de aventuras, un hecho que siempre parece ocultar envidias larvadas u otros factores extraliterarios.

La señora tiene todo el derecho de defender la dignidad de su faena, como los demás de someterla a examen. Para mí la definitiva prueba del algodón fueron sus palabras acerca del lenguaje empleado en la novela, que es el del Siglo de Oro pero adaptado a nuestros tiempos "porque cuando lees cosas del Quijote o del Guzmán de Alfarache, a la quinta página ya estás parando y diciendo ‘¿pero qué he leído? Ya me he vuelto a perder'. Yo cojo ese lenguaje, me impregno de él y lo suavizo. Y aun cuando no aporte nada al lector, tiene como objeto transportarle en el tiempo, dar aroma y color a la narración".

Y aquí es donde uno siente que, como diría Serrat, entre estos tipos y yo hay algo personal. Y no sólo por hablar del Quijote como si se tratara de un ambientador o una pastilla de avecrem, sino por el modo definitivamente ofensivo con que trata a sus propios lectores y se pone en evidencia a sí misma. ¿De modo que a la quinta página de las aventuras de don Alonso Quijano uno está perdido como si se hubiera metido en Ikea un sábado por la tarde? ¿Qué clase de papilla quiere administrar Asensi, y todos los asensis del panorama actual, a sus lectores desdentados, sean cinco o sean cincuenta millones?

domingo, 7 de febrero de 2010

Un rostro


Dejé el libro sobre la mesita de noche con cierto sentimiento de decepción. Push, de Sapphire. Otra historia de marginación, de gente hundida a la que se le tiende la mano, otra historia de superación personal, de redención por la educación y la cultura. Una historia que se ha contado ya muchas veces. Un best-seller americano, en el peor sentido. El hecho de que subraye tan machaconamente los pasajes más escabrosos -la sistemática violación de la protagonista por parte de su padre, del que tendría dos hijos- tampoco iba a conmoverme demasiado.

Sin embargo, la curiosidad me llevó a ver la versión cinematográfica de Lee Daniels. Y bastaron los primeros fotogramas para hacerme un nudo en la garganta que no aflojó hasta los créditos finales. Eso de que una imagen vale más que mil palabras es una gran falacia, pero a veces funciona. Esta cinta es un ejemplo de superioridad del cine sobre la literatura.

Verán, Edmundo Desnoes necesitó 200 páginas magistrales para explicar desde La Habana el espíritu del subdesarrollo; pero a Tomás Gutiérrez Alea, en la pantalla, le bastó congelar el gesto de una negra bailando guaguancó para decir: "ya ven, esto es el tan cacareado subdesarrollo".

Algo similar he sentido al ver a la actriz Gabourey Gaby Sidibe. Su rostro es la encarnación de todos los estigmas sociales: mujer, negra, pobre, poco agraciada y, según el colmo de lo políticamente correcto, horizontalmente desafiante, estúpido eufemismo de gorda. La mirada de esa chica es desoladora. La sospecha de que hay miles como ella, de una inconsolable angustia. Basta su presencia para decirlo todo.

Esta semana, Precious coincidía como estreno de cartelera con Tiana y el sapo, la primera princesa negra de Disney en sus 90 años. ¿Son las divas del Yes, she can, el modo en que la Obamanía va a hacer visibles a muchísimas mujeres que hasta ayer no lo eran? lo ignoro. "Obama -me escribe un amigo desde Estados Unidos, no sin cierta sorna- creía que podía caminar sobre el agua sin hundirse, pero de pronto ha descubierto que se ha hundido hasta cintura". Tiene toda la razón. Pero ya era hora de que alguien se ocupara de todas las Precious Jones del mundo. Valdrá la pena incluso fracasar en el intento.

sábado, 6 de febrero de 2010

Helloween, un cuarto de siglo


Si el heavy metal fuera una cepa de Vega Sicilia, nadie dudaría en señalar el año 1987 como su cosecha más gloriosa. Como yo era en esas fechas socio de Discoplay, un amigo me pidió que le encargara el último disco de un grupo alemán, Helloween, del que sólo conocíamos su llamativa portada y su enigmático título, The keeper of the seven keys, part I. En calidad de intermediario, tuve el privilegio de desembalarlo y ponerlo por primera vez sobre el plato del tocadiscos. Apenas la aguja empezó a arañar el vinilo, experimenté algo parecido a lo que debió de sentir el público de la primera película en color.

El rock duro que había escuchado hasta entonces, por lo general bronco y sombrío, adquiría ahora una viveza inusitada. A lo único que se me ocurría compararlo -lo recuerdo bien- era a un videojuego que me tenía loco por entonces, el Space harrier. Y no me parece una comparación descabellada habida cuenta de la cantidad de recursos sonoros de los marcianitos que con el tiempo han ido incorporando las bandas metaleras.

Helloween pasaron de inmediato a engrosar la lista de mis grupos favoritos, y en ella han permanecido a pesar de la desigual calidad de sus discos y sus bruscos cambios de formación. En mis tiempos de baterista llegué a tocar en vivo una de sus canciones, Ride the sky, llegué a verlos una vez en directo -en Jerez, como teloneros de Iron Maiden-, y debo al menos a uno de sus álbumes, Rabbit don't come easy, la salida de un pozo anímico. No en vano, Helloween quisieron patentar su estilo como happy metal, es decir, el metal feliz.

Pues bien, aquellos inventores del color han cumplido 25 años de carrera, y han decidido celebrarlo con un disco, Unarmed, en el que versionan sus propios éxitos con sorprendentes arreglos de viento y piano, coros gregorianos e incluso aportaciones de la Sinfónica de Praga. Dudo que estas sonoridades sean del gusto de los jovenzuelos ansiosos de distorsiones desaforadas y baterías de martillo pilón, pero a los que nos hemos hecho adultos escuchando esas canciones nos sabe a oportuna puesta al día, a saludable revisión.

El mismo día en que recibí el disco, por cierto, leí la noticia de que había fallecido Emilio Cañil, el inventor de Discoplay. Sus boletines -los populares BID- supieron despertar nuestra voracidad consumista y forraron innumerables libros y carpetas del instituto con portadas de discos pacientemente recortadas. Y sobre todo nos daban la felicidad cuando recibíamos en nuestro buzón el aviso de Correos y nos dirigíamos a la oficina para recoger sus paquetes preguntándonos -todavía quedaba mucho para el e-mule- cómo sonaría aquello que nos había costado dos mil pesetas.

martes, 2 de febrero de 2010

Rabos de pasa


Un buen amigo perdió a su padre hace unos meses. Coincidimos ante un café y me contó que, buceando en el papeleo burocrático propio de los menesteres hereditarios, había descubierto por casualidad -y luego otros parientes lo habían confirmado- que uno de sus abuelos había combatido en el bando republicano durante la Guerra Civil, en tanto el otro había hecho lo propio en el nacional: hechos que le habían sido ocultados durante sus 30 años de vida. "En casa -me dice mi amigo, medio aturdido aún, y un poco ofendido también- habíamos hablado docenas de veces de política, vimos documentales juntos, sobraban las ocasiones para sacado el tema... ¿Acaso creerían que no iba a entenderlo? ¿Acaso pensaban que querría menos a uno u otro?"

Esta conversación se produjo el mismo día que entrevisté a Antonio Calderón Reina a propósito de su libro 511 cápsulas contra el olvido. Confieso que cuando su editor, el gran Pisco Lira, me lo pasó con una justificada recomendación, temí que fuera un remedo de Perec y de Brainard, otro Me acuerdo más para el meolvido. Pero a la segunda página ya estaba encandilado. Su autor, actor de monólogos, empezó un buen día a cosechar recuerdos de la Sevilla de posguerra como ejercicio, y acabó reuniendo este medio millar de perlas que describen, con alto sentido poético y finísima ironía, el mosaico de aquellos años desde el punto de vista de los perdedores. No me resisto a copiar algunas:

Me acuerdo de que la belleza de las plazas públicas consistía en que podías huir por cuatro direcciones
Me acuerdo de que la felicidad era baratísima, pero no podíamos comprarla
Me acuerdo de que después de perder la inocencia, seguía igual de inocente
Me acuerdo de que los golpistas amaban a España con todas sus fuerzas armadas
Me acuerdo del vecino famélico que leía los recetarios de cocina como si fueran novelas
Me acuerdo de que le pedíamos a los turistas que nos retrataran, para salir del país como souvenir fotográfico

Me acuerdo del fuerte olor a alcanfor que desprendían los amantes que solían ocultarse en los armarios
Me acuerdo de que aparcábamos las ideas y no las sacábamos del aparcamiento
Me acuerdo de que en los noviazgos el sexo era por entregas y a largo plazo
Me acuerdo de que aquel anciano murió sin saber de qué había vivido
Me acuerdo del vecino que consiguió llegar al horizonte sin que lo detuvieran
Me acuerdo de que, como siempre íbamos con pies de plomo, llegar al futuro era cansadísimo
Me acuerdo de que nos tiraron al agua sin saber nadar y luego querían salvarnos
Me acuerdo de que la única distracción de las mujeres que se quedaban para vestir Santos era desvestirlos
Me acuerdo de que la virginidad tuve que perderla yo solo
Me acuerdo de que, antes, las calles estaban llenas de vida, y hoy de coches

Hoy mismo hace Rafael Suárez una espléndida reseña del libro en Estado Crítico, que recomiendo encarecidamente.

Con Calderón Reina acabé hablando de la memoria grande, la que está encomendada a los historiadores, y también de la pequeña memoria privada, familiar, la del barrio. La que él cuenta en estas páginas llenas de ternura pero también implacables. La que escatimaron a mi amigo sus propios parientes, a cuenta de sabe dios qué terribles miedos o pudores.