domingo, 28 de febrero de 2010

Y otra vez Madrid (II) en Arco


El hecho de que hablar aquí de Arco parezca ya anacrónico, a una semana escasa de su clausura, lo dice casi todo. Lo que me había traído a la capital era la gran fiesta española del arte contemporáneo, pero mi visita fue tan fugaz que apenas alcancé a llevarme una ligera impresión. Ligeramente negativa, quiero decir.

Acaso la extensión y el formato de la propia feria no favorecen demasiado la contemplación de las obras, sino más bien el bombardeo de imágenes en la retina del visitante, que algo queda. Me hubiera gustado ver los trabajos de García-Alix, me hubiera gustado ver la selección de artistas de Los Angeles, ciudad invitada. O tal vez no lo deseaba tanto, porque nada me hubiera impedido buscarlos: tal vez lo que me apetecía de veras era tomarme un vino con mi amigo César, a salvo del arte. Y César apareció.

Como César tiene pase Vip de cualquier sarao, y válido para dos personas, nos metimos en la zona Vip. Una zona Vip prefabricada, como toda la feria, decorada en rigurosos blanco y negro para hacer juego con los trajes de los visitantes. Una barra un poco caótica, en la que pedimos dos albariños, surtía de agua mineral en abundancia al resto del público. El mundillo del arte bebe agua, ya lo saben, con una sed parangonable a la de cualquier rave party.

Esa hora que echamos en el limbo de Arco me dio a entender que lo importante aquí es el alma. La obra es perecedera, el dinero se gasta, sólo el alma es eterna, el valor más seguro. El verdadero Arco es un encuentro de almas que se abrazan, se preguntan por la familia, trasmigran de un expositor a otro, se compran, se venden y excepcionalmente hasta se regalan.

Antes de marcharme di una últimamente vuelta de reconocimiento. Por aquí un galerista trataba de camelarse a Pedro Almodóvar, por allá el bueno de Rafael Ortiz atendía con paciencia a un husmeador de jóvenes talentos; en un pasillo me crucé con Paula, que antes trabajaba para el MNAC, pero los dos íbamos hablando por teléfono y sólo pudimos sonreírnos; vi de pasada una obra de Cristina Lucas y varias de Pereñíguez, y otras de un montón de gente que no fui capaz de identificar. Era como mirar a través de aquellos viejos visores de diapositivas que antiguamente vendían como souvenirs de la Costa del Sol: no se ve mucho, pero lo importante lo tienes a mano.

También me detuve con Pablo Juliá, que presentaba el catálogo de un fotógrafo originario de Heilongjiang que expone estos días su obra en el Centro Andaluz de Fotografía. Wang Qingsong es su nombre, y es autor de unas piezas muy narrativas y elaboradas, realizadas en estudios de cine alquilados en los que cuenta con numerosos modelos. Wang juega a fundir referencias orientales con alusiones a la sociedad de consumo occidental, creando composiciones espectaculares que no dejan de tener un puntito perverso. Casi se diría que es bastante japonés, si esto no fuera tan ofensivo para un chino.

sábado, 27 de febrero de 2010

Y otra vez Madrid (I) La voz de Miguel Pantalón

Aproveché que estaba en Madrid para pegar un salto al Teatro Alcázar y ver El testigo, la adaptación que Rafael Álvarez, El Brujo, ha hecho del conocido relato de Fernando Quiñones. Habrá quien se pregunte por qué no fui a verla cuando vino a Sevilla, al Teatro Central. Eso mismo quisiera saber yo. Por gusto de gastarme 30 euros no es, desde luego. Para ser exactos, 60 euros, pues iba acompañado y con ganas de invitar. No puede decirse que sean precios muy populares los de la capital, pero lo bueno se paga.

No debo insistir demasiado en las excepcionales cualidades de El Brujo como cómico, ni en las del texto de Quiñones, que releí hace poco para recordar lo difícil que es mantener la sensación de oralidad de modo sostenido y convincente. Podría buscarle algunos peros a la puesta en escena, desde la conveniencia de algunas morcillas a la confusión de acentos que cualquier espectador andaluz reconocerá, pero todo serían torpes formas de distraerse de una evidencia: el actor hace que casi se haga corta la hora y media de monólogo, y logra levantar oleadas de hilaridad en el patio de butacas.

Eso fue lo que más me llamó la atención: que, a partir de un relato de enorme carga dramática, se pueda erigir un monumental espectáculo de humor. Me vinieron a la cabeza unas palabras de Iván que recogí en mi Viaggio: "Cualquier histrión de tercera fila monta un monólogo humorístico. Nadie, sin embargo, se atreve hoy día a ofrecer un espectáculo trágico, por miedo a que se rían de él". Y así era. Por un lado, daba la impresión de que, con la que está cayendo, es mejor no aguarle el sábado noche al respetable con un dramón; y por otro, es mucho más efectivo y seguro atacar el flanco de la guasa, al tiempo que, a fuerza de risoterapia, se cuida de la salud pública.

El peligro de todo ello es que quede desdibujado el fondo del relato. Que ese aleph que entrevé Miguel Pantalón cuando la inspiración le acompaña parezca un mero desvarío, y no una aproximación al misterio del tan cacareado duende y del secreto mecanismo de las emociones. Y sobre todo, que los desplantes que el cantaor hace ante los señoritos parezcan una extravagancia, y no un arrebato de dignidad.

Si el teatro es ese necesario espejo que nos enfrenta a nuestras contradicciones y a nuestras sombras, yo llenaría el Teatro Alcázar de flamencos, para que entre risas se detuvieran a pensar cuántas veces no han malvendido su arte entre los viejos y los nuevos señoritos a cambio de esos trozos de papel que Miguel Pantalón tiraba por los aires como respuesta a la arrogancia de quienes pagaban el cante grande con limosnas. Y, ya puestos, que tras los flamencos pasaran los artistas plásticos, los escritores, los músicos, los cineastas, los teatreros, los bailarines, haciéndose la misma pregunta. Sin cinismo, sin excesiva contrición, tampoco; sólo por preguntarse, por saber.

"Que se lo meta en el culo el dinero. El que lo dio. Los que lo cogieron, allá ellos". Ése era Miguel Pantalón. En la obra de El Brujo está, muy amortiguado por las risas, pero está. Dando en voz alta su humilde opinión sobre estos tiempos que corren.
P.S.- Una última cuestión, y siento ponerme quisquilloso: de entre toda la gente por cuyas manos pasara el texto del programa de mano, ¿de veras no hubo nadie que se llevara las manos a la cabeza al leer el nombre de un tal 'Pedro García Baena', santo dios?

lunes, 15 de febrero de 2010

Luis Gordillo y otros escritores


Media docena de amigas le regalaron a Ángela por su cumpleaños un libro escrito por ellas mismas, una especie de homenaje polifónico en el que todas eran a la vez autoras y protagonistas. Todas son también periodistas, de modo que la prosa aguda se les supone como el valor a los legionarios. Esperaba mucho de sus relatos, pero el resultado final superó mis expectativas: no tienen nada que envidiarle a la mayoría de las antologías de nuevos narradores que circulan por ahí.

¿Qué diferencia hay entre la gente que escribe bien y un buen escritor? He vuelto a hacerme esa pregunta cuando, en el transcurso de las dos últimas semanas, se han acumulado en mi mesa varios libros de autores que relaciono más con otras disciplinas que con la literatura. Sin salir de Sevilla, me encuentro con Esplendor en el melonar, poemario de Eduardo Bonachera -Tachera-, carismático líder del grupo de rock Los Sentíos; con Las correspondencias, interesantísimo proyecto de ese inquieto y visionario artista que es Pedro G. Romero; y con Little memories, los cuadernos secretos del pintor Luis Gordillo, primera entrega del sello editorial que ha impulsado la prestigiosa galería Rafael Ortiz.

Permítanme detenerme en este último título para tratar de responder a la pregunta de arriba. Alguna vez he dicho que cualquier persona con un nivel cultural medio puede pergeñar un texto aceptable; lo que define al escritor es la constancia -no basta con que suene la flauta- y sobre todo la capacidad para discernir entre lo que vale la pena y lo que, de entre sus escritos, peca de banal, de sensiblero, de torpe o intrascendente. Es decir, no se trata tanto de saber crear, como de saber tirar. No sé por qué, creo que los grandes maestros escriben más con la papelera que con la pluma.

Luis Gordillo, pintor de indiscutible significación, se presentó ante la prensa como "un analfabeto poético". Llegó incluso a despreciar a Cernuda, tildándolo de cursi: unas declaraciones que han ofendido mucho a algunos cernudianos, pero que yo entiendo como una maniobra de distracción, una boutade. Es evidente que estaba ensayando una peculiar captatio benevolentiae, sugiriendo que lo leyéramos como pintor que escribe, y no con la vara de medir poemas al uso. Legítima reclamación que no evita llegar a una conclusión: Gordillo ha escrito cosas brillantes y cosas insignificantes; a un aforismo feliz le sigue una ocurrencia más pobre, y todo se mezcla en una elegante y despreocupada promiscuidad.

Estas carencias de la edición están justificadas, no obstante, por un hecho: Luis Gordillo no es un mindundi, sino un artista plástico de primera línea. Y hasta sus escritos más flojos complementan y enriquecen, de un modo u otro, una obra que merece la admiración de muchos. Hasta como simple curiosidad tiene su valor. Claro que no todos somos Luis Gordillo: por si acaso, mejor tener siempre a mano el rotulador rojo, la voraz papelera, o mejor aún, la chimenea redentora, para arrojar en ella todo eso que se interpone obstinadamente entre nosotros y la buena literatura.

sábado, 13 de febrero de 2010

Hablando en oro


Hace unas semanas se planteó en nuestro Estado Crítico el debate acerca de si el éxito (o lo que quiera que consideremos como tal: en líneas generales, el éxito de ventas, pero ¿cuántas ventas suponen un éxito?) es una prueba de excelencia o un sambenito para los escritores. Es una pena que la polémica en este blog tomara otros derroteros, porque me parece que la cuestión da para mucho. Mi opinión es que el escritor, consciente o inconscientemente, emplea las facultades que tiene a su alcance para dar forma a su obra, pero en el proceso hay apuestas o renuncias que le abrirán o cerrarán puertas a un determinado segmento de lectores. Si se pone elitista o críptico, se arriesgará a perder al gran público, porque estará buscando a unos interlocutores muy escogidos. Y quien quiera aspirar a un público masivo, orientará sus temas y sus recursos hacia ese objetivo. Unos y otros deben ser consecuentes, y no sólo cuando las cosas salen bien.

Pongo un ejemplo que me parece esclarecedor: Fernando Quiñones escribió en un altillo prestado de la Diputación de Cádiz, con una botella de anís y una caja de polvorones en el cajón como dieta básica, su novela La canción del pirata, la peripecia de un bribón del siglo XVII narrada en primera persona, remedando el lenguaje de la época. Un editor sugirió que si adaptaba el texto al lenguaje actual vendería mucho más, pero Fernando siguió en sus trece. "Esa no hubiera sido ya la novela que yo hubiera querido hacer -comentaba-, sino la que convenía hacer cara al dinero y de cuyo lenguaje no se hubiera podido decir, como alguien dijo, que era como oír y ver, por la calle y del brazo, a don Francisco de Quevedo y Manolo Caracol".

Quiñones hizo, como se ve, su apuesta y su renuncia. Prefirió vender algunos miles de ejemplares a cambio de un piropo como el que hemos transcrito, y de la admiración de un puñado de lectores que aún hoy seguimos seducidos por las aventuras de Juan Cantueso.

He vuelto a recordarlo estos días, tras asistir al almuerzo de presentación de la última novela de Matilde Asensi, Venganza en Sevilla, ambientada también en la época barroca. Esta escritora de indudable éxito -se calcula que tiene cinco millones de lectores, tres de ellos en España- se quejaba con cierta amargura de la escasa consideración que tiene entre la crítica la novela histórica y de aventuras, un hecho que siempre parece ocultar envidias larvadas u otros factores extraliterarios.

La señora tiene todo el derecho de defender la dignidad de su faena, como los demás de someterla a examen. Para mí la definitiva prueba del algodón fueron sus palabras acerca del lenguaje empleado en la novela, que es el del Siglo de Oro pero adaptado a nuestros tiempos "porque cuando lees cosas del Quijote o del Guzmán de Alfarache, a la quinta página ya estás parando y diciendo ‘¿pero qué he leído? Ya me he vuelto a perder'. Yo cojo ese lenguaje, me impregno de él y lo suavizo. Y aun cuando no aporte nada al lector, tiene como objeto transportarle en el tiempo, dar aroma y color a la narración".

Y aquí es donde uno siente que, como diría Serrat, entre estos tipos y yo hay algo personal. Y no sólo por hablar del Quijote como si se tratara de un ambientador o una pastilla de avecrem, sino por el modo definitivamente ofensivo con que trata a sus propios lectores y se pone en evidencia a sí misma. ¿De modo que a la quinta página de las aventuras de don Alonso Quijano uno está perdido como si se hubiera metido en Ikea un sábado por la tarde? ¿Qué clase de papilla quiere administrar Asensi, y todos los asensis del panorama actual, a sus lectores desdentados, sean cinco o sean cincuenta millones?

domingo, 7 de febrero de 2010

Un rostro


Dejé el libro sobre la mesita de noche con cierto sentimiento de decepción. Push, de Sapphire. Otra historia de marginación, de gente hundida a la que se le tiende la mano, otra historia de superación personal, de redención por la educación y la cultura. Una historia que se ha contado ya muchas veces. Un best-seller americano, en el peor sentido. El hecho de que subraye tan machaconamente los pasajes más escabrosos -la sistemática violación de la protagonista por parte de su padre, del que tendría dos hijos- tampoco iba a conmoverme demasiado.

Sin embargo, la curiosidad me llevó a ver la versión cinematográfica de Lee Daniels. Y bastaron los primeros fotogramas para hacerme un nudo en la garganta que no aflojó hasta los créditos finales. Eso de que una imagen vale más que mil palabras es una gran falacia, pero a veces funciona. Esta cinta es un ejemplo de superioridad del cine sobre la literatura.

Verán, Edmundo Desnoes necesitó 200 páginas magistrales para explicar desde La Habana el espíritu del subdesarrollo; pero a Tomás Gutiérrez Alea, en la pantalla, le bastó congelar el gesto de una negra bailando guaguancó para decir: "ya ven, esto es el tan cacareado subdesarrollo".

Algo similar he sentido al ver a la actriz Gabourey Gaby Sidibe. Su rostro es la encarnación de todos los estigmas sociales: mujer, negra, pobre, poco agraciada y, según el colmo de lo políticamente correcto, horizontalmente desafiante, estúpido eufemismo de gorda. La mirada de esa chica es desoladora. La sospecha de que hay miles como ella, de una inconsolable angustia. Basta su presencia para decirlo todo.

Esta semana, Precious coincidía como estreno de cartelera con Tiana y el sapo, la primera princesa negra de Disney en sus 90 años. ¿Son las divas del Yes, she can, el modo en que la Obamanía va a hacer visibles a muchísimas mujeres que hasta ayer no lo eran? lo ignoro. "Obama -me escribe un amigo desde Estados Unidos, no sin cierta sorna- creía que podía caminar sobre el agua sin hundirse, pero de pronto ha descubierto que se ha hundido hasta cintura". Tiene toda la razón. Pero ya era hora de que alguien se ocupara de todas las Precious Jones del mundo. Valdrá la pena incluso fracasar en el intento.

sábado, 6 de febrero de 2010

Helloween, un cuarto de siglo


Si el heavy metal fuera una cepa de Vega Sicilia, nadie dudaría en señalar el año 1987 como su cosecha más gloriosa. Como yo era en esas fechas socio de Discoplay, un amigo me pidió que le encargara el último disco de un grupo alemán, Helloween, del que sólo conocíamos su llamativa portada y su enigmático título, The keeper of the seven keys, part I. En calidad de intermediario, tuve el privilegio de desembalarlo y ponerlo por primera vez sobre el plato del tocadiscos. Apenas la aguja empezó a arañar el vinilo, experimenté algo parecido a lo que debió de sentir el público de la primera película en color.

El rock duro que había escuchado hasta entonces, por lo general bronco y sombrío, adquiría ahora una viveza inusitada. A lo único que se me ocurría compararlo -lo recuerdo bien- era a un videojuego que me tenía loco por entonces, el Space harrier. Y no me parece una comparación descabellada habida cuenta de la cantidad de recursos sonoros de los marcianitos que con el tiempo han ido incorporando las bandas metaleras.

Helloween pasaron de inmediato a engrosar la lista de mis grupos favoritos, y en ella han permanecido a pesar de la desigual calidad de sus discos y sus bruscos cambios de formación. En mis tiempos de baterista llegué a tocar en vivo una de sus canciones, Ride the sky, llegué a verlos una vez en directo -en Jerez, como teloneros de Iron Maiden-, y debo al menos a uno de sus álbumes, Rabbit don't come easy, la salida de un pozo anímico. No en vano, Helloween quisieron patentar su estilo como happy metal, es decir, el metal feliz.

Pues bien, aquellos inventores del color han cumplido 25 años de carrera, y han decidido celebrarlo con un disco, Unarmed, en el que versionan sus propios éxitos con sorprendentes arreglos de viento y piano, coros gregorianos e incluso aportaciones de la Sinfónica de Praga. Dudo que estas sonoridades sean del gusto de los jovenzuelos ansiosos de distorsiones desaforadas y baterías de martillo pilón, pero a los que nos hemos hecho adultos escuchando esas canciones nos sabe a oportuna puesta al día, a saludable revisión.

El mismo día en que recibí el disco, por cierto, leí la noticia de que había fallecido Emilio Cañil, el inventor de Discoplay. Sus boletines -los populares BID- supieron despertar nuestra voracidad consumista y forraron innumerables libros y carpetas del instituto con portadas de discos pacientemente recortadas. Y sobre todo nos daban la felicidad cuando recibíamos en nuestro buzón el aviso de Correos y nos dirigíamos a la oficina para recoger sus paquetes preguntándonos -todavía quedaba mucho para el e-mule- cómo sonaría aquello que nos había costado dos mil pesetas.

martes, 2 de febrero de 2010

Rabos de pasa


Un buen amigo perdió a su padre hace unos meses. Coincidimos ante un café y me contó que, buceando en el papeleo burocrático propio de los menesteres hereditarios, había descubierto por casualidad -y luego otros parientes lo habían confirmado- que uno de sus abuelos había combatido en el bando republicano durante la Guerra Civil, en tanto el otro había hecho lo propio en el nacional: hechos que le habían sido ocultados durante sus 30 años de vida. "En casa -me dice mi amigo, medio aturdido aún, y un poco ofendido también- habíamos hablado docenas de veces de política, vimos documentales juntos, sobraban las ocasiones para sacado el tema... ¿Acaso creerían que no iba a entenderlo? ¿Acaso pensaban que querría menos a uno u otro?"

Esta conversación se produjo el mismo día que entrevisté a Antonio Calderón Reina a propósito de su libro 511 cápsulas contra el olvido. Confieso que cuando su editor, el gran Pisco Lira, me lo pasó con una justificada recomendación, temí que fuera un remedo de Perec y de Brainard, otro Me acuerdo más para el meolvido. Pero a la segunda página ya estaba encandilado. Su autor, actor de monólogos, empezó un buen día a cosechar recuerdos de la Sevilla de posguerra como ejercicio, y acabó reuniendo este medio millar de perlas que describen, con alto sentido poético y finísima ironía, el mosaico de aquellos años desde el punto de vista de los perdedores. No me resisto a copiar algunas:

Me acuerdo de que la belleza de las plazas públicas consistía en que podías huir por cuatro direcciones
Me acuerdo de que la felicidad era baratísima, pero no podíamos comprarla
Me acuerdo de que después de perder la inocencia, seguía igual de inocente
Me acuerdo de que los golpistas amaban a España con todas sus fuerzas armadas
Me acuerdo del vecino famélico que leía los recetarios de cocina como si fueran novelas
Me acuerdo de que le pedíamos a los turistas que nos retrataran, para salir del país como souvenir fotográfico

Me acuerdo del fuerte olor a alcanfor que desprendían los amantes que solían ocultarse en los armarios
Me acuerdo de que aparcábamos las ideas y no las sacábamos del aparcamiento
Me acuerdo de que en los noviazgos el sexo era por entregas y a largo plazo
Me acuerdo de que aquel anciano murió sin saber de qué había vivido
Me acuerdo del vecino que consiguió llegar al horizonte sin que lo detuvieran
Me acuerdo de que, como siempre íbamos con pies de plomo, llegar al futuro era cansadísimo
Me acuerdo de que nos tiraron al agua sin saber nadar y luego querían salvarnos
Me acuerdo de que la única distracción de las mujeres que se quedaban para vestir Santos era desvestirlos
Me acuerdo de que la virginidad tuve que perderla yo solo
Me acuerdo de que, antes, las calles estaban llenas de vida, y hoy de coches

Hoy mismo hace Rafael Suárez una espléndida reseña del libro en Estado Crítico, que recomiendo encarecidamente.

Con Calderón Reina acabé hablando de la memoria grande, la que está encomendada a los historiadores, y también de la pequeña memoria privada, familiar, la del barrio. La que él cuenta en estas páginas llenas de ternura pero también implacables. La que escatimaron a mi amigo sus propios parientes, a cuenta de sabe dios qué terribles miedos o pudores.

lunes, 1 de febrero de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de enero

Zeina Abichared. El juego de las golondrinas.
Juan Rulfo. El llano en llamas.
Ángel Olgoso. La máquina de languidecer.
Fritz Zorn. Bajo el signo de marte.
Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy. Enemigos públicos.
Antonio Calderón Reina. 511 cápsulas para el olvido.
Rafael Suárez Plácido. El descubrimiento del Bósforo.
Marina Tsvietaieva y Anna Ajmátova. El canto y la ceniza.
Erika Lust. Porno para mujeres.