viernes, 28 de mayo de 2010

Todo regresa (y V) El Café de Levante

Como se dice del asesino en relación con el lugar del crimen, yo siempre regreso en Cádiz al Café de Levante. Lo hice este miércoles pasado, una vez más, para rendir un somero tributo a Miguel Hernández con la inestimable compañía de la cantaora May Fernández y el guitarrista, siempre sembrado, Joaqui Linera, al que los años no han logrado refutar el apodo de Niño de la Leo, tan bien se conserva.

Ya lo he puesto por escrito en otros sitios, pero no me cuesta repetirme: el Café de Levante fue el refugio más o menos bohemio de mi juventud llena de ansias literarias y sedienta de alcoholes. Iván y yo éramos los cascarones de huevo, los jovenzuelos imberbes que aunque rara vez aflojaban guita a la hora de pagar a escote -engrosábamos todavía la clase improductiva- siempre eran bienvenidos en la mesa de los mayores.
Al Levante había que acudir sin falta cada noche, porque cuando no echaba uno un rato divertido con los habituales Juanjo Téllez, Juan Moriche, Pedro Geraldía, Luisa Pascual o Vázquez de Sola, tocaba presentación de libros de Fernando Quiñones o Felipe Benítez Reyes, o asomaba Pepe Caballero Bonald con Moneo y Paco Cepero e improvisaban una sesión de flamenco, o se dejaban caer Fernando Ortiz y Pablo García Baena, o se rendía un esperpéntico homenaje al marino poeta Paco Vaca, o Merceditas Escolano recitaba sus últimos poemas, o se marcaban Javier Ruibal o Luis Balaguer un conciertazo por la cara, apenas sin anunciar. Eso por no hablar de apariciones todavía más fantasmagóricas, como la de una Victoria Abril de dudoso incógnito, con peluca rosa, que se daría por inventada si no constaran testimonios gráficos de su paso por el Café.

A aquel Levante de amores canallas y madrugadas hospitalarias le dediqué dos poemas, uno de exaltación y otro de desengaño, porque no hay nada que dure siempre, y es fácil caer en la tentación de creer que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero, ya lo vengo diciendo estos días, todo regresa: ahí estaban la otra noche, como si la arena del tiempo se hubiera petrificado en su clepsidra, el viejito medio ciego que venía vendiendo libros de segunda mano primorosamente envueltos en una bayeta, las parroquianas que casi formaban parte de la barra, el veterano fotógrafo Antonio Jesús Gutiérrez y su mujer, y sobre todo, Tere Torres, la dueña del local, el hada madrina que nos amparó durante años bajo su techo y su sonrisa protectora.

Piensa la gente que el asesino vuelve al lugar del crimen para borrar huellas que lo delaten, pero no es cierto. Todo lo contrario. Vuelve para recordar el momento y el escenario que lo convirtió en lo que es. Para comprenderse y reconocerse, o sea, reencontrarse con uno mismo.

domingo, 23 de mayo de 2010

Todo regresa (IV) Rosendo


Es curioso, pero después de mi entrevista telefónica con Javier Ojeda, me tocó una conversación similar con Rosendo. Se preguntará más de uno dónde estriba la curiosidad, pues mi trabajo consiste en buena medida en indagar en la vida y la obra de la gente notable y ponerla luego en negro sobre blanco. La respuesta es sencilla: si Ojeda y sus Danza invisible, como ya relaté, pusieron la música de fondo a mi primer beso, la banda sonora de mi subsiguiente melancolía correría a cargo precisamente del cantante de Carabanchel, en concreto una cinta suya, con el prosaico título de A las lombrices, que yo hacía girar una y otra en un destartalado walk-man mientras contemplaba el lluvioso paisaje gallego desde nuestro autobús, tratando de encajar la dura idea de que nunca volvería a encontrarme con mi fugaz amada.

Por suerte, con Rosendo Mercado tengo contraídas otras muchas deudas. Demasiado joven para haber vivido el éxito de los Leño -aunque recuerdo a los chicos mayores de mi barrio ceutí cantando Corre, corre y Que tire la toalla-, sí me pilló en plena consciencia su debut en solitario, Loco por incordiar, y el ya citado A las lombrices. Me fui volviendo cada vez más metalero y dejé de frecuentarlo durante casi diez años, pero a veces es sólo cuestión de tiempo que un músico y su público, que tienen procesos de maduración diferentes, permitan que sus sensibilidades se reencuentren. Tal cosa sucedió con Para mal o para bien, álbum que me prestó mucha compañía y que todavía me pongo a menudo.

Se insiste siempre en la condición de cronista urbano de Rosendo. Yo no lo tengo tan claro. Prefiero subrayar su personalísima poética, impecable en lo formal, de notable creatividad y muy meritoria tratándose de alguien que -según me confesó- no practica la lectura más allá del periódico a la hora del desayuno. Su último disco, A veces cuesta llegar al estribillo, persevera en estas cualidades, siempre apoyadas en los acordes sencillos y rotundos de su Fender.

Hace tres o cuatro años, charlando con el compañero Blas Fernández, de Diario de Sevilla, reparé en que, con la cantidad de artistas buenos, malos y regulares que llevo entrevistados en todos estos años, nunca me había sido dada la oportunidad de vérmelas con Rosendo. "Pues cuando lo hagas, te va a encantar: es un señor extraordinario", me aseguró.

El pasado jueves me saqué esa espinita. Tiene su gracia, además, que el cuestionario telefónico al autor de El tren se la hiciera en un tren, para ser exactos en el regional Sevilla-Cádiz. Tuvimos cobertura para charlar de muchas cosas y comprobar que, en efecto, se trata de un señor encantador, campechano, honesto, sin trampa ni cartón aparentes. Al saltar al andén, empecé a arrastrar mi maleta pensando que me quedan pocos ídolos por entrevistar. Y no pude evitar preguntarme si se estará cerrando un círculo. Y alrededor de qué.

Todo regresa (III) Danza Invisible


¿Cómo interpretar este regreso masivo, esta multitudinaria emigración de rostros y voces que llegan a mi mesa desde el pasado remoto? Aquí no se jubila nadie, ni siquiera se permiten envejecer. En los últimos dos o tres meses, por ejemplo, he entrevistado al entrañable Jaime Urrutia, ex-líder de Gabinete Caligari, al amabilísimo Sergio Dalma, que también lleva sus añitos trasegando escenarios, y a Javier Ojeda, cantante del grupo malagueño Danza Invisible.

Me detengo en este último, tipo divertido, campechano, un poco acelerado pero admirablemente enérgico, considerando que su primer disco data nada menos que de 1982. Antes de entrar de lleno en la entrevista, quise confesarle que en mi primer beso -no mi primer piquito, sino mi primer morreo de pleno derecho-, que tuvo lugar en una discoteca apta para menores cerca de O Grove (Pontevedra), sonaba de fondo una canción suya, muy popular en aquel año 1988, que se llamaba Sabor de amor. Nunca dejará de impresionarme el efecto evocador de las canciones, el modo en que te transportan de manera instantánea, a través del tiempo y del espacio, al momento supremo de tu primer intercambio formal de saliva. Me costaría mucho recordar el nombre de la chica en cuestión -sí sé a ciencia cierta que era sevillana-, y ni en sueños la reconocería hoy por la calle, pero en cambio aquella canción adolescente de los labios de fresa y la fruta de la pasión sigue articulando el recuerdo, prestando sus puntales a la carcomida arquitectura de la memoria.

Me apetecía decírselo a Ojeda, como siempre me gusta comunicarle a los creadores que dejan alguna huella en mí que su trabajo, por si alguna vez lo dudaron, no es en vano. Que repercute en la vida de la gente, que la ayuda a crecer y les brinda asideros fundamentales cuando el paso del tiempo empieza a parecerse a una caída libre. El cantante me mostró su gratitud, y seguimos conversando de lo divino y de lo humano, de su último disco, Tía Lucía, de los proyectos de futuro que todavía acarician. Hasta que, en un momento dado, se detuvo y me preguntó con cierto arrobo, pero con toda naturalidad:

-Bueno, pero tú sabes que Sabor de amor hablaba de una comida de coño, ¿verdad?

sábado, 22 de mayo de 2010

Todo regresa (II) Sanguineti


Pero el primer poeta internacional que conocí -y además uno de los grandes, de los que aparecían de vez en cuando en las quinielas del Nobel- fue el italiano Edoardo Sanguineti. Yo era todavía bachiller, pero picado ya por el gusanillo de la literatura bajé al centro una tarde para asistir a la presentación del número tres de RevistAtlántica, que dirigían los que con el tiempo serían mis amiguetes Jesús Fernández Palacios y José Ramón Ripoll.

Sanguineti, invitado especial del acto, parecía ya un anciano, y es que con aquella nariz ganchuda, barbilla prominente y ojos saltones tenía algo de bruja de cuento travestida de poeta. Habló de otros autores que yo tardaría mucho en conocer, como Ungaretti o Pasolini, pero recuerdo -caprichosa es la memoria- que fue él el primero a quien oí citar la famosa frase del Fausto: "Instante, detente, porque eres hermoso".

Volví a recordar todo esto hace unas semanas, cuando supe que Sanguineti visitaría en breve España para participar en el encuentro Cosmopoética que anualmente se celebra en Córdoba. ¡Sanguineti, diecistiete años después! Me puse a trabajar en un cuestionario con mi compañera de M'Sur y experta en materia italiana, María José Ramírez, y aunque yo no pude finalmente acudir a la entrevista, ella sí lo hizo. El resultado es una conversación en profundidad sobre el compromiso del intelectual en este siglo XXI, pero también sobre cuestiones controvertidas como su relación con Pasolini, Montale o Calvino, que no puedo sino recomendaros que leáis aquí: http://www.mediterraneosur.es/prensa/sanguineti_edoardo.html

Todo regresa, en este caso antes de decir adiós con el último aliento. Sanguineti, al que yo tuve perdido de vista durante dos décadas aunque alguna vez me asomara a su poesía extrema, críptica y desafiante, falleció apenas unos días después de publicada la entrevista. La muerte de un poeta tiene siempre algo de extinción de una estrella en el firmamento, de pérdida irreparable para la Humanidad. La de Sanguineti, además, me recuerda que de todo hace ya veinte años, y no sé cuántos números de RevistAtlántica.

viernes, 21 de mayo de 2010

Todo regresa (I) Las grandes superficies


Juan José Téllez fue el primer poeta al que conocí en persona. Vino al instituto donde yo estudiaba a dar una charla, y para mí supuso una revelación. A él le debo descubrir que la poesía, más allá de los bécqueres y los esproncedas de los manuales, también podía oler a gasolina y saber a ron, tener la luz de los días azules como de los sórdidos callejones de los barrios conflictivos, y sobre todo cantar al amor en un tono más cercano al del cine negro o el rock que al de la eterna primavera de los tópicos románticos.
Lo malo fue que, como con todas las primeras influencias, cuando tiene muchas ganas y todo el tiempo del mundo, me dediqué a desmontar y a montar cada uno de los engranajes de los poemas de Téllez, pieza a pieza. Me aprendí varios poemas suyos de memoria, y los recité a menudo en noches de pleamar etílica. Creo que aprendí mucho, pero llegó un punto en que su poesía no podía depararme ninguna sorpresa. Ese momento, además, coincidió con un momento de consolidación de la poética del algecireño, fijada definitivamente en Transatlántico (2000) y Las causas perdidas (2005), y de mi creciente interés por otras formas de expresión. Si como autor y lector fuéramos un matrimonio famoso, habrían cundido rumores de separación entre los paparrazzi.
No sé si Téllez merecerá un lugar en el Olimpo entre Darío y Vallejo, pero de lo que no me cabe ninguna duda es que al menos un libro suyo, Daiquiri (1986) merece estar entre los grandes títulos fundacionales de lo que luego llamaríamos poesía de la experiencia, junto a El jardín extranjero de García Montero, La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca o Los vanos mundos de Benítez Reyes. Incido en ello porque los cronistas de esa época suelen olvidarse algunos nombres con demasiada ligereza, pero también porque el último libro de Téllez, Las grandes superficies, recupera y pone al día aquella sensibilidad.
Aquí concurren todas las señas de identidad de su poesía: el ritmo regular y constante, los plurales mayestáticos, las enumeraciones, las imágenes exóticas y cinematográficas, los finales rotundos e incluso sus famosísimas erratas, si bien muy reprimidas en esta edición. Pero lo que de veras conecta al citado libro de los 80 y a éste del siglo XXI es precisamente el tiempo transcurrido entre ambos, ése en el que nuestro país salió del subdesarrollo para entregarse a una borrachera colectiva cuya resaca pagamos ahora, después de jugar durante demasiado tiempo a que éramos ricos y eternamente jóvenes.
Algunos versos son como baldes de agua directos a la cara del lector dormido: "Al salir cargados los carros de la compra/, quizá nos detengamos a reparar que fuimos/ forajidos sin guarida y amazonas intrépidas,/ cuando los corazones galopaban salvajes/ y las costumbres solían ser atrevidas/ como una mano lasciva sobre un escote palabra de honor.// Vino después a domarnos la gente de orden,/ a ceñirnos la brida de un empleo honrado/ y enseñarnos el rumbo de las compras a plazos,/ de las ideas baratas y las horas extraordinarias,/ mientras el alma se llenaba de grandes superficies".
Téllez propone una reflexión que pasa, necesariamente, por echar una mirada atrás. El poeta que creyó en las utopías sigue enarbolándolas, aun con todos sus desengaños, 25 años después. Sin embargo, del mismo modo en que no podemos (ni debemos) enamorarnos como cuando éramos quinceañeros, es preciso ajustar nuestras emociones y nuestras revoluciones al tiempo presente. Tal vez la poesía, como sugiere este libro, sea una herramienta imprescindible en la exigente revisión que nos toca afrontar.


[Publicado en Estado Crítico, extracto]

martes, 11 de mayo de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de abril

Mery Cuesta. Istambul Zombi.
Pierre Michon. Cuerpos de rey.
Lord Chesterfield. Cartas a su hijo.
Dubravka Ugresic. Gracias por no leer.
W. G. Sebald. Vértigo.
David Grossman. Escribir en la oscuridad.
Milena Agus. La imperfección del amor.
Jorge Volpi. El insomnio de Bolívar.
Juan Goytisolo. La Chanca.
Enrique Vila-Matas. Dublinesca.
Martín Caparrós. Una luna.
Rodrigo Rey Rosa. El material humano.
Mario Vargas Llosa. Fonchito y la luna.
Fernando Vallejo. El don de la vida.
Edward Said. Representaciones del intelectual.
VV. AA. Kerouac en la carretera.
Francis Bret Harte. Cuentos californianos.
Laura Rosal. También mis ojos.
Luna Miguel/ Antonio J. Rodríguez. Exhumación.
Juan Bonilla. Cháchara.
Fernando Valverde. Los ojos del pelícano.
Juan José Téllez. Las grandes superficies.
VV. AA. Poetas en mutación.