lunes, 31 de diciembre de 2007

Nooteboom, los hoteles de Palermo

No es fácil encontrar encontrar muchos escritores holandeses, y más aún traducidos al español y que sean buenos. Todavía no he leído lo suficiente a Cees Nooteboom como para hacerme una opinión, pero en una novela suya, Rituales, encontré un pasaje que me fascinó: "Aunque ellos no lo sepan ni lo vean, en aquel cuarto de hotel de Palermo, fluye ya, muy suave y sigilosamente, aquello por lo que ella le abandonaría: su debilidad".
En mi relato A y R, una parejita aparentemente feliz llega a Palermo para pasar el fin de semana, pero a lo largo de la jornada se va percibiendo entre ellos ciertas fisuras que se ensanchan hasta desencadenar, ya de noche y en la habitación de su hotel, una lamentable crisis. No he podido evitar sentir que Nooteboom sintetizaba en esas tres líneas lo que yo quería explicar en veinte o veinticinco páginas. Y no era Amsterdam, ni Londres ni Bruselas, sino precisamente Palermo.
Si alguna vez me lo encuentro a Nooteboom, tendré que decirle lo que una venerable ancianita confesó a Juanjo Téllez después de que éste leyera en público un poema de alta graduación erótica: "Caballero, se nota que usted y yo hemos tenido experiencias muy parecidas".

El niño Lem

Cuando estuve en Cracovia, vagando solo por las calles adoquinadas y anochecidas, miraba hacia arriba preguntándome cuál de esas luces encendidas podría ser la casa de Stanisław Lem. Y soñaba con llamar a su puerta, compartir con él un café o un vaso de zubrowka, contarle cómo me había reído a carcajadas con sus Diarios de las estrellas o todo lo que para mí significa Solaris. En su lugar, tuve que conformarme con jugar a músico ambulante, tocando el cajón con unos flamencos polacos que a su vez soñaban con remedar las falsetas de Vicente Amigo.
Lem murió unos meses después, pero leyendo sus memorias de infancia, El castillo alto, me han entusiasmado algunas coincidencias con mi propia vida. Por ejemplo, que canalizara sus primeras ínfulas literarias en el instituto, a través de plagios maquillados con algunos detalles de cosecha propia. Pero sobre todo, que su padre se dedicara a la otorrinolaringología, como el mío, y un día le mostrara una colección de objetos similar a la que mi padre me mostró: "cuerpos extraños procedentes de las tráqueas y los esófagos de sus pacientes; cosas bastante inocentes por sí solas, aunque maravillosas si se piensa de dónde habían salido". Lem enumera anzuelos, broches varios y judías que habían comenzado a germinar, monedas, un rollo de película. Yo recuerdo también botones de diversos tamaños, y alguna canica.
Me hubiera gustado contarle eso al viejo Lem. Y luego, si quedara tiempo, hablaríamos de Solaris.

Marina pone nombre a lo que nos pasa

Siempre leo con placer a José Antonio Marina: claridad, didactismo, citas bien escogidas, todos estos atributos de sus libros son muy de agradecer. Y sobre todo su capacidad para poner nombre a emociones que reconocemos fácilmente en nosotros mismos, pero no siempre sabemos acotar o delimitar a fin de potenciarlas o neutralizarlas. En Las arquitecturas del deseo leo lo que sigue: "El placer es proporcional a la intensidad del deseo, que crece con el tiempo de la privación. La apetencia es el grado cero del deseo". Creo que esta frase arroja cierta luz sobre lo que escribí acerca de Perec: mi generación es un conglomerado de apetencias rápidamente satisfechas, pero inválida para el deseo. Acumulamos objetos, pero somos incapaces de aprehender experiencias.
El único modo que se me ocurre de desarrollar los deseos es fijarse proyectos, que en sí mismos son embriones de deseos. "Vivo porque tengo proyectos", me confió Desnoes con sus espléndidos 77 años. Pero nos dejamos arrastrar por ese mal crónico que otra amiga definió de modo impecable: "Me encantaría si me apeteciera".

Perec tiene cuerda para rato

No escarmentado de ese entretenido fraude de Georges Perec titulado Me acuerdo, me asomé a su novela Las cosas. Tuve que esperar 72 páginas para encontrar algo que me sacara del sopor, pero valió la pena: "En nuestros días y en nuestros países cada vez hay más personas que no son ricas ni pobres: sueñan con riquezas y podrían hacerse ricas: ahí es donde empiezan sus desgracias". El escritor parisino quiso describir a la juventud de los años setenta, materialista y banal, pero nunca sospechó hasta qué punto su retrato sería un vaticinio de lo que estaba por venir. Y no es que vayamos a estas alturas a satanizar el consumo, pero sin duda algo falla cuando todas las posesiones que deberían hacernos dichosos, ricos en sentido patrimonial y anímico, terminan siendo fuente de vacío y discordia. Todo esto también me explica en parte por qué es tan floja la literatura que hacemos hoy en España en comparación, por ejemplo, con la de Sudamérica. Le pregunté a Santiago Roncagliolo al respecto: "Será que allí tenemos más problemas", me respondió. Supongo que se refería a problemas de otra índole.
Nota.- Casi al final de la novela, la parejita de Las cosas proyecta comprar "en Cefalú, una gran casa de piedra blanca, perdida en medio de un parque. No hicieron nada, por supuesto".

Cuídate de las monjas portuguesas

Atribuidas primero a sor Mariana Alcoforado, y luego al escritor Gabriel-Joseph Guilleragues, las Cartas de la monja portuguesa han pasado a la posteridad como paradigma de literatura amorosa. Amor, claro está, entendido como incendio y martirologio, pues desde las primeras líneas ya se adivina la vocación masoquista ("ya sólo quiero ser sensible a los dolores") del autor/a. Y al mismo tiempo, se alcanza a entrever ciertos arrebatos de soberbia: "Sólo porque os amo, lamento los infinitos placeres que habéis perdido... Os desafío a que me olvidéis por completo". En resumen, se describen a la perfección las coordenadas más comunes del desastre amoroso: baja autoestima, subordinación, dependencia parasitaria, de un lado; y del otro, la necesidad de someter al otro a los imperativos del propio esquema. El resultado es esa frustración enfermiza y el ensimismamiento ("Yo escribo más para mí que para vos") que destilan estas páginas. Como es lógico, el conde Chamilly, destinatario de aquellas cartas, hizo lo que cualquiera haría en su lugar: ¿qué otra cosa, sino salir corriendo?

El ombligo de Pound

En medio de la profusa, avasalladora erudición de sus 'Perfiles derechos', el cubano Hernández Busto me descubrió un hecho que desconocía: la entrevista que Ezra Pound tuvo con Mussolini en 1933, en la que pretendía discutir algunos problemas urgentes de la nación; el primero de ellos, las condiciones de trabajo en las minas de azufre de Sicilia. En dicha reunión, al parecer, el poeta pasó de puntillas sobre la tragedia de la 'solfatara', pero le dedicó al Duce una lujosa edición de sus 'Cantos' y una lista de sus infalibles recetas económicas.
El ombligo de ciertos escritores: yo, mi, me, milibro.

domingo, 30 de diciembre de 2007

Sebastián Haro, doce años después

Se acabaron las mini-vacaciones, vuelta a la faena: Pilar Távora rueda en la cripta del mercado de Triana una escena de 'Brujas', su próxima película. Sebastián Haro defiende un papel de inquisidor. Le recuerdo que nos conocimos en Cádiz hace mucho, cuando compartía cartel con Juan Diego en la versión teatral del 'Moscú-Petushki' de Venedikt Erofeiev. "Doce años", calcula con tino, "recuerdo que mi hija acababa de nacer". Fueron sólo dos o tres días, pero muy intensos, de grandes pleamares etílicas, muchos desvaríos y risas copiosas. Yo era un pipiolo fascinado con la posibilidad de compartir todo eso con gente admirable de la farándula. Por ejemplo, asistir a una larguísima discusión con Juan Diego sobre si Goethe bebía o no bebía, tan intensa que parecía la cosa más importante del mundo.
El personaje de Erofeiev, ahogado en vodka, sube a un vagón que nunca llega a su destino. Como aquello de Isidro Sanlúcar: "Quién lo diría/ que se fuera para siempre/ en un tren de cercanía". A Sebastián Haro lo he encontrado, por el contrario, como subido en Grandes Líneas Renfe, muy bien encarrilado, haciendo camino al rodar. Llegará.

viernes, 28 de diciembre de 2007

La insoportable insoportabilidad del genio

La lectura de La extraordinaria y trágica vida del mejor bajista del mundo (Bill Milkowski), me ha animado a descargarme en el i-pod algunos viejos discos de Jaco Pastorius. Una pasadita por su material en solitario, sus trabajos con Weather Report y Word of Mouth bastan para reconocerle altura de genio, o al menos de creador genialoide. Incluso hoy, cuando ha sido canonizado y copiado hasta la saciedad, sigue brillando su estrella de pionero y virtuoso. Las páginas de su biografía inspiran mucha tristeza, pero también la certidumbre de que el tipo, en persona, era insoportable. Desde las alturas de la inspiración, dos copas lo hacían descender a la condición de vulgar metepatas, al nivel de cualquiera de esos borrachines pendencieros que encontramos en los bares de madrugada, ensayando payasadas sin otra determinación que pasarle factura al mundo. Pero tal vez no baste con ser insoportable para llegar a genio.