Atribuidas primero a sor Mariana Alcoforado, y luego al escritor Gabriel-Joseph Guilleragues, las Cartas de la monja portuguesa han pasado a la posteridad como paradigma de literatura amorosa. Amor, claro está, entendido como incendio y martirologio, pues desde las primeras líneas ya se adivina la vocación masoquista ("ya sólo quiero ser sensible a los dolores") del autor/a. Y al mismo tiempo, se alcanza a entrever ciertos arrebatos de soberbia: "Sólo porque os amo, lamento los infinitos placeres que habéis perdido... Os desafío a que me olvidéis por completo". En resumen, se describen a la perfección las coordenadas más comunes del desastre amoroso: baja autoestima, subordinación, dependencia parasitaria, de un lado; y del otro, la necesidad de someter al otro a los imperativos del propio esquema. El resultado es esa frustración enfermiza y el ensimismamiento ("Yo escribo más para mí que para vos") que destilan estas páginas. Como es lógico, el conde Chamilly, destinatario de aquellas cartas, hizo lo que cualquiera haría en su lugar: ¿qué otra cosa, sino salir corriendo?
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