lunes, 20 de abril de 2009

Un café con Mario Rivero

A veces creo que algo de mí se quedó para siempre, con dos visitas, en el barrio bogotano de La Candelaria, el de las fachadas que parecen oponer sus colores alegres al cielo de ceniza. Allí se disparó en la sien José Asunción Silva y allí hacen más magia que teatro mis amigos de Teatro La Candelaria. Allí, no lejos de la hermosa Plaza del Chorro de Quevedo, vivió hasta la semana pasada Mario Rivero.
No me gustaría que este blog se escribiera al dictado de las necrológicas, pero al abrir la prensa el pasado sábado y leer la noticia me dolí al pensar que había muerto un poeta. Y traté de recordarlo en la Plaza Nueva de Sevilla, y un rato después en el vestíbulo del hotel Inglaterra, con su imprescindible zurrón colgando de un hombro y su barba extravagante, que abrigaba el mentón sin dejar de realzar la faz. Hablamos de su barrio, donde él hacía vida tranquila, madrugadora y ritual, después de haber pasado muchos años sembrando cultura en los cafés y haciendo un poco de todo, desde alistarse como voluntario en la guerra de Corea a vender libros o cantar tangos, cuyas letras no paraba de citar. Todo eso en el tiempo de un café, mientras afuera llovía lo que no está en los escritos.
Hablamos también de mis malditos colombianos predilectos, Barba Jacob y Gómez Jattin, pero no leí su propia obra hasta un tiempo después, cuando Fran Cruz publicó aquí sus Poemas urbanos. En un momento dado -cosas raras de los hoteles- se nos acercó Nieves Herrero, que había estado oyendo sin querer nuestra conversación desde un sofá cercano, y se sentó a su lado para quedarse embobada como una adolescente ante un ídolo del pop. Le expliqué a Rivero que se trataba de una periodista bastante famosa en España, y el asintió sin querer saber mucho más.
No sé si Mario Rivero era un gran poeta, pero tiene un puñado de versos por los que muchos darían una fortuna. A mí me impresionan estos, que dejo acá como una lumbre encendida contra el olvido:
Al final de la calle está la casa
del farolito rojo
a donde van prostitutas niñas
con pelo color de miel
y senos como dos monedas de centavo frías

domingo, 19 de abril de 2009

Norte de Italia (y V) Del Lago di Garda a Bergamo

En su Viaje a Italia, camino de Verona, cuenta Goethe que "no lejos de mi ruta se hallaba un prodigio de la naturaleza, un espectáculo magnífico que no quise perderme: el lago de Garda". Nosotros llegaremos de noche cerrada, con el espectáculo oculto en una tiniebla espesa, a Riva del Garda, la ciudad de Elena, donde su familia cultiva un próspero vivero. No será hasta la mañana siguiente, con el sol ya calentando la cubierta de la casa de los Omezzolli, cuando rodeado de cultivos pueda contemplar las cumbres nevadas que anticipan a los Alpes, las copas de los olivos derramándose por las laderas, el silencio único de la montaña atravesado por enérgicos trinos.
Sin tiempo para mucho, tras un desayuno rico y abundante vamos en coche a asomarnos a la orilla del lago, el más grande de Italia y al parecer de lo más visitado en verano, pero en estas fechas casi desierto, un espejo resplandeciente, sólo perturbado por la ociosa navegación de los patos. Magnífico lugar donde recluirse con un amante secreto o una novela a medio terminar, éste fue el refugio terapéutico de Nietzsche, Kafka, Thomas Mann y Stendhal.
Para alguien criado al nivel del mar, como es mi caso, cualquier altura resulta imponente. Pero la de esta cadena rocosa que parece asediar el lago resulta de veras una visión que aturde. La sensación es de estar más en Suiza o Austria que en la mediterránea Italia. La última peli de James Bond, Quantum of solace, comienza con una aparatosa persecución por la carretera que bordea el Garda, la misma que recorremos atravesando las montañas perforadas; mis amigos más familiarizados con esta belleza, yo imaginando al viejo Goethe en su singladura desde Torbole a Bartolino, por estas aguas que todavía parecen emanar de un verso de Virgilio.
Es mediodía cuando llevamos a Agus al aeropuerto de Bergamo y, puesto que mi avión no sale hasta la madrugada, decidimos Elena y yo hacer tiempo haciendo una última visita. En busca de la ciudad alta subimos al funicular y, una vez arriba, echamos a caminar por las calles empedradas, sin prisa ya y sin demasiadas ambiciones turísticas, pero disfrutando, eso sí, de un pan con prosciutto al solecito como de la bella Iglesia de Santa María o de la capilla Colleoni, descubriendo una insólita calle de la Vagina (¿en honor a los genitales femeninos en general, o a alguna en concreto?) o enmudeciendo de pronto en las inmediaciones del castillo de San Vigilio, viendo cómo toda la ciudad se ruboriza a la caída del sol.
Ya sólo quedaba despedirme de Elena y afrontar mi cita con el aeropuerto, Orio al Serio, las horas en vela leyendo y cabeceando -y sin fumar, por increíble que me parezca- hasta la salida de mi avión. El día que ya no pueda con estas largas noches, me digo, entonces y sólo entonces me habré hecho mayor.

viernes, 17 de abril de 2009

Norte de Italia (IV) Sin tiempo en Venecia

¿Qué es un día en Venecia? ¿No es nada, o es todo el tiempo? Eso iba pensando cuando dejamos atrás la deslucida estación de Mestre -la ciudad que Quiñones, que encontró al amor de su vida y se casó aquí, identificaba con San Fernando-, y eso pensé al marcharme por la misma vía férrea. Llegar a Venecia y que se te caiga encima, como si fuera una cornisa desprendida de la memoria, el episodio del Corsario de Hierro alojado en el Palacio del Dux, el mercader de Shakespeare y el Corto Maltés, Tiépolo y el comisario Brunetti, Thomas Mann y Andrea Palladio, Tintoretto y hasta James Bond, que anoche mismo aparecía en televisión navegando por el Gran Canal a toda vela, ¿quién puede ser inocente en Venecia?
Un día, sólo un día. Suerte que Agus y Elena conocen bien la ciudad, y apenas superamos el controvertido puente de Calatrava -menos terrible de lo que se ha dicho-, ya están orientados para aprovechar al máximo la jornada. Un día da para saber que esta es la única ciudad italiana donde las calles no son strade sino calli, las plazas no son piazze sino campielli, y los barrios no son quartieri sino sestieri, lo cual habla de lo mucho que le gusta a los venecianos conducir su góndola léxica a contracorriente.
"Te propongo el siguiente ejercicio espiritual: transfórmate en pie", dice Tiziano Scarpa en su ya clásico Venezia è un pesce. Un día en Venecia da para caminar mucho, mucho, para recorrer las fondamente y detenerse a contemplar el paso lento de las embarcaciones, encoger la tripa por una calle stretta -pero no más que alguna de Taormina o Cefalu- y tratar de memorizar que un túnel entre dos casas se llama sotopòrtego y eso que los vecinos construyen sobre sus casas recibe el nombre de altana: un paseo por Venecia es también un paseo por el lenguaje, por el código íntimo -dan ganas de decir personal- de esta ciudad misteriosa y absorbente.
Un día en Venecia da para retratarse en San Marcos, comprobar que el empalagoso Puente de los Suspiros está groseramente anegado en publicidad, conocer la maravillosa iglesia de Santa Maria de la Salute que ya me enamoraba en el libro de Historia del Arte de COU, y que vuelve a hacer efectivo el flechazo al rojo del atardecer, adivinar los mil jardines ocultos tras las tapias, reconocer en un escaparate las máscaras de Eyes wide shut, descubrir en La Fenice el único teatro del mundo, que yo sepa, al que se accede en barca.
Pero también para conocer a Michele Marchetti, arquitecto y acreditado dj que posee el privilegio de vivir en Venecia, y que nos lleva a tomar al solecito un sprit -el cóctel oficial de la ciudad, se diría-, a callejear hasta un restaurante escondido donde, a precio de vecinos, saborear unas sarde in saór y unos spaghetti al nero de sepia, debatirnos ante las vitrinas prodigiosamente surtidas de una pastelería o acabar en un tascurcio cercano a la estación entre vinos, embutidos y alegres parroquianos.
Un día aquí da para mucho, pero la Venecia de cristal y crepúsculo que intuyó Borges sólo permite avizorar cómo puede ser aquí la noche, la fascinación de las callejuelas desiertas, sombras desapareciendo tras las esquinas que invitan a soñar con la capa de Giacomo Casanova, luces hepáticas reflejadas en los canales... Otra vez tendrá que ser. Hace frío (¿o en Venecia, como en Cádiz, sólo hace humedad?) y un tren nos espera.

lunes, 13 de abril de 2009

Norte de Italia (III) Elena Omezzolli

Vine a Forlí para dos cosas: charlar con los alumnos de traducción de la Universidad y acompañar a Elena Omezzolli en su gran día. Pero, ¿quién es esta Elena de la que tanto vengo hablando? Trataré de resumirlo más o menos como se lo expliqué a los estudiantes.
Hace un año, recibí un correo de una chica italiana en el que, con mucho protocolo, me expresaba su deseo de traducir un libro mío como trabajo final de doctorado. Fui corriendo a google, porque yo a mis hijos no los pongo en manos de cualquiera, y tecleé su nombre. Apareció un videoclip en el que cuatro chicas hacían un play-back del Walk like an egyptian de las Bangles y otra grabación en la que una muchacha comía por primera vez burgaíllos con indisimulable náusea. Entendí al momento que era la mejor traductora que podía soñar.
No sé si Muñoz Molina puede permitirse ese lujo, pero yo aún puedo dar a mis traductores tratamiento personalizado. Es más, puedo alojarlos en mi casa y cocinar para ellos. Así sucedió con Elena, con la que primero mantuvimos largas charlas por correo y msn, y luego vino a Sevilla un fin de semana con su chico, Agustín, para rematar la faena. Ahora puedo decir que no sólo te llena de orgullo que alguien se fije en tu libro y quiera dedicarle tanto tiempo y esfuerzo, sino que la experiencia ha ido mucho más allá: me ha obligado a replantearme muchísimas cosas de mi propia escritura, e incluso ha detectado un montón de fallos garrafales que me obligarán a trabajar duro en una futura segunda edición.
Uno de los trances más divertidos que pasamos en este proceso sucedió aquella noche en que Elena me dijo que le gustaría conocer a Iván, uno de los personajes de mi historia. "Lo tengo aquí, en el msn", le dije, "¿quieres que lo agregue?". Y ahí, en la más pirandelliana de las situaciones, estuvimos chateando hasta las tantas el autor, el personaje y el traductor: Ale, Ily y Ele. Habrá más traductores, espero -los libros tienen su destino-, pero nunca debo olvidarme de Elena, de la que tanto he aprendido.
Unos meses atrás, me dijo que le haría mucha ilusión que estuviera presente en su defensa de tesis. Le respondí que no tuviera la menor duda, allí estaría. El día de su graduación, entré con su familia y amigos en el aula donde, frente a un tribunal convenientemente vestido con toga, tenía ella que defender su trabajo. "Tengo entendido -dijo el presidente- que está aquí el autor objeto del estudio. Eso significa que no podemos hablar mal del libro". "No se preocupen -respondió Elena-, no entiende muy bien el italiano". ¿No es para quererla siempre?
La cita se saldó con buena nota, Elena se calzó al fin su corona de laureles, nos hicimos fotos, bebimos vino y brindamos con un vino espumoso prosecco extrañamente etiquetado Follador -apellido del bodeguero, www.folladorspumanti.it/-, un caldo amable y muy común, por lo visto, en la zona del Veneto. Pasamos la tarde con todos los Omezzolli contemplando en una exposición las delicadas formas de Canova, el gran escultor neoclásico, el maestro de los semblantes serenos y las nalgas diáfanas, acaso sólo aventajado, en lo que a representar mitologías se refiere, por el genio insuperable de Bernini. Pero es que Italia, con un cincel en la mano, es mucha Italia.
No se le podía pedir más al día que la culminación de una buena cena. Y fueron las profesoras de Elena, las encantadoras Gloria Bazzocchi y Pilar Capanaga, quienes tuvieron a bien llevarnos en coche a la cercana localidad de Bertinoro, allá en lo alto de una colina desde la cual se adivina todo el valle pacífico, anochecido. En un caserón rehabilitado con gusto y mimo, la Casina Pontormo, nos regalamos un homenaje de suculenta pasta y vino a la altura. A la vuelta, cuando caminaba por las calles desiertas de Forlí hacia mi habitación, azotado por un viento frío, iba pensando que no hay meta más alta para la literatura que ésta: encontrar amigos cómplices y ciudades hospitalarias. Si además hay un plato de ravioli, ¿quién quiere los oropeles, las academias, la matraca del Parnaso?

domingo, 12 de abril de 2009

Norte de Italia (II) De Forlí a Ravenna

Pero yo en realidad venía a Forlí. Antes del ocaso tomamos un tren regional con destino a esta villa, prueba fehaciente de que no hay en Italia rincón, ni chico ni grande, que no merezca la visita. Dejamos atrás la estación de Imola -célebre por el circuito de velocidad, que me recordó el que probablemente sea el peor verso del peor poema de Benedetti: "Cuando Ayrton Senna se inmoló en Imola..."- y llegamos a la ciudad recién anochecida. Aunque tiene cierta actividad universitaria, Forlí es tranquilota, casi silenciosa, con su poquito de románico y su bastante de arquitectura fascista. Toda ella parece girar alrededor del eje de la Plaza Mayor, la estatua pensativa de Saffi que desdeñosamente da la espalda al altivo campanario de San Mercuriale, en cuyas inmediaciones se dejan ver por la mañana los inmigrantes negros y magrebíes, sacando a pasear a sus hijos o conversando al solecito. Aquí aguardamos la llegada desde Brasil de Agustín, el novio de Elena, con quien al día siguiente proyectamos desplazarnos en bus a Ravenna, capital de la Emilia-Romaña.
Construida originalmente sobre una zona pantanosa, la ciudad es el más extraordinario muestrario bizantino y paleocristiano que quepa imaginar. Echamos casi el día entero viendo iglesias, batisterios y basílicas, y podríamos decir que encontramos todos los mosaicos que aparecían en los libros de texto del cole para ilustrar el tema Bizancio. De San Apolinar Nuovo a la extraordinaria Iglesia de San Vital con sus muy familiares Justiniano y Teodora, uno termina al cabo de un rato viendo el mundo en fragmentos pequeñitos y policromados. Entre los descubrimientos más curiosos, me llama la atención el mosaico que representa una mano cercenada o suspendida en el espacio, haciendo cuernos al más puro estilo metalero. Tendré que preguntar a Iván qué significa, ¿una remota recursora del rock duro?
La soleada y paseable Ravenna nos condujo al fin, pasando la coqueta Plaza del Pueblo, a la Zona Dantesca, que no es un lugar espantoso ni nada de eso, sino el espacio donde reposan -después de no sé cuántos entierros y exhumaciones- los restos de Dante Alighieri. Alguna vez he dicho que empecé leyéndome su Infierno y me pareció un soberano coñazo, luego me lo propuse con el Purgatorio, sin mejores resultados, y fui poética y finalmente derrotado, que diría Borges, por el Cielo. Insiste Elena en que debo darle otra oportunidad, a ser posible en italiano, pero para ese viaje debo prepararme un poco mejor. De momento, conste mi buena voluntad a pie de mausoleo, con la promesa de intentarlo de nuevo algún día.
De vuelta a Forlí nos merecíamos una cena en condiciones para reponer fuerzas, y encontramos abierto un convincente bar-restaurante decorado con imágenes de músicos de jazz. Agustín me sugirió acompañarle en su plato predilecto, una especie de grueso spaghetti típico de la zona llamado strozzapretti, algo así como "estrangula-curas". No podíamos acabar una jornada de iglesias de un modo más anticlerical, pero acepté, siempre que vinieran regados con alguno de los acreditados vinos de la provincia y que no fuera el impertinente lambrusco. Todavía hoy lo recuerdo y la boca se me llena de anhelante saliva y de piedad. ¡Pobres curas!

Norte de Italia (I) De Milán a Bolonia

Barcelona-Girona-Milán. Creía que ya no estaba para estas largas e incomodísimas noches, pero llegué sano y salvo. Medio adormilado en el trayecto de Bérgamo a la Estación Central de Milán, me acordé de mi primera vez en esta ciudad. Venía mucho más cansado, en autobús, y puede que un poco resacoso, porque en los trayectos más largos bebía con mis amigos para sobrellevar el tedio y forzar un poco el sueño. Recordé que caí maravillado ante ese hermoso duomo recargado de filigranas, y que frente a él estaban montando un escenario donde esa misma noche tocarían Ozzy Osbourne y Red Hot Chilli Peppers, pero debíamos continuar nuestro camino hacia Roma.
Esta vez caía sobre la ciudad el mismo sol, pero ya no me pareció Milán tan rica y orgullosa como la primera vez: tal vez sea yo quien ha prosperado un poco. Había pasado la noche leyéndome Senior Service, la alucinante biografía del editor y activista Giancarlo Feltrinelli escrita por su hijo, y rumiaba algunos episodios. Feltrinelli murió aquí, en Milano, mientras trataba de poner una carga explosiva destinada a dejar sin luz la ciudad. Todos los disgustos soviéticos que le dio ser el editor de Pasternak y los desengaños con Fidel Castro no sólo no le divorciaron de la utopía, sino que al parecer lo empujaron aún más hacia el compromiso extremo y la acción directa.
Al otro extremo de la vía férrea me esperaba Bolonia, ciudad de moda por dar nombre a una controvertida reforma que tiene a los estudiantes de medio mundo en pie de guerra. Bolonia y su universidad pueden presumir de profesores ilustres -Romano Prodi, Umberto Eco- como de alumnos, pues por sus aulas pasaron algunos tan aventajados como Erasmo, Copérnico, Dante o Petrarca. Como buena ciudad universitaria, es generosa en plazas soleadas, pero sobre todo en calles porticadas: dicen que puedes moverte por toda la ciudad los días de lluvia sin mojarte un pelo.
Vinieron a recogerme mi anfitriona Elena, su amiga Sabine y el novio español de ésta, Javier, y emprendimos un gratísimo paseo, con abundantes paradas para ir desvelando los secretos de la ciudad, rincones dignificados por la leyenda o barnizados de misterio, que seguro quedarán adheridos para siempre a la memoria de quienes estudien aquí: las dos torres, el diablo disimulado en una arcada, la falsa venezia recreada en un imprevisible callejón...
Bolonia La Roja la llaman por sus tejados y su elevada militancia comunista, Bolonia la Gorda por su nada desdeñable gastronomía, pero sobre todo Docta por lo ya relatado, me hace sentir cierta nostalgia de lo no vivido: estudiar en una ciudad extraña, sentir el destete y la soledad y el encuentro con otras soledades, toda esa mitología del estudiante que seguramente es mejor contar que vivir.
Bolonia abre estos días sus cafés hospitalarios y sus calles a la celebración de quienes se doctoran, otra suerte que yo no viví. Son muchos los que se retratan junto a sus familias tocados con una corona de laurel, o deambulan en grupos -algunos semidesnudos o con disfraces vergonzosos- mientras los amigos entonan una y otra vez una cantinela que mi buena educación me impide traducir: "Dottore, dottore del buco del cul, vaffancul, vaffancul...!"

miércoles, 8 de abril de 2009

Un inciso: Chano ha muerto

La crónica de mi último paseo va tan lenta que da tiempo para todo: un terremoto asola el centro de Italia, cambios en el Gobierno... y se muere Chano Lobato. No es que la noticia haya cogido por sorpresa a nadie, pues el cantaor estaba muy malito desde hacía tiempo; es que es mucho lo que se pierde. Los expertos destacan en sus necrológicas la pureza y el humor como signos distintivos de Chano. Con la pureza, imagino, se referirán a esa aleación de metales bajoandaluces, extremeños, maños y caribeños, que sumados en un solo aliento de forma compacta dan un brillo poderoso y unitario. O tal vez no, quizá lo que quieran decir es que Chano tenía un oído privilegiado para captar los mínimos matices de los cantes de sus mayores, y eso sí, cuadrar cada letra con un compás privilegiado, con un sentido del tiempo sin parangón en las últimas décadas.
Del humor, cualquiera que haya estado un rato con él tiene cuatro o cinco buenas anécdotas que contar. Yo requerí de su memoria para completar mi libro sobre Juan Farina, y no recuerdo haberme reído más que en aquella hora y media de evocaciones hilarantes. Otra vez coincidimos en un recital contra la guerra de Irak, y viéndome tan pelón, no dudó en abrazarme a la voz de "¡hola, Ronaldoooo!". En otra ocasión, se estaba cocinando una juerga flamenca a altas horas en un restaurante gaditano ya cerrado al público, y estando yo achispado y marcando bulerías con deficiente pulso, no dudó en acercarse y decirme: "Tú, deja las palmas y escribe un libro".
La última vez que lo vi fue aquí en Sevilla, en el Maestranza, en un espectáculo coordinado por Ortiz Nuevo titulado Soy del 27. Le costaba a Chano ya llegar a cualquier tono, pero valía la pena pagar sólo por verle hacer el paseíllo, como los toreros legendarios. Toda la gracia del mundo, desde luego, pero nadie ha hablado del poso de amargura que yo siempre vi en este hombre, de la imposibilidad de olvidar las fatigas pasadas y la dificultad para sobrellevar las que tenía últimamente; de la necesidad, en fin, de conjurar las duquelas a fuerza de extroversión e ingenio permanentes. "Si no canto, palmo", creo que le dijo una vez a Miguel Mora, dando acaso una lección de doble sentido gaditano: cantar era para él una pulsión vital, pero también una urgencia, el sostén de su familia. En ambas acepciones, el silencio era para Chano Lobato lo más parecido a la muerte.
Ahora me da tristeza ponerme sus alegrías en el equipo de música. Prefiero recordarlo en dos momentos: uno, estando yo asomado a un balcón de Messina, con la costa de Calabria al frente, puse una grabación con testimonios de Chano -nada de cantes- que acompañaba al libro que le dedicó Juanjo Téllez, y empecé a reír hasta las lágrimas. La otra, una vez que quedamos para comer con Tere Torres, y antes de pasar al salón del restaurante se encontró con un grupo de amigos vejetes en la barra, y se entretuvo como media hora contándoles cosas, recreando anécdotas, sin que se lo pidieran y sin esperar nada a cambio, un ejercicio de pura generosidad, sólo para que, después de aquel ratito, la vida de esos señores fuera un poco más rica, un poco más llevadera, un poquito mejor.

lunes, 6 de abril de 2009

Ciudad Condal (y IV) Yo salvé a Murakami

Estaba yo en la cafetería de la Casa Asia, haciendo tiempo para la rueda de prensa de Murakami (¡me he vuelto puntual, quién lo diría años ha!), cuando apareció una de las chicas de Tusquets pidiendo con urgencia un café y un botellín de agua para el eximio escritor. Al parecer, su proverbial timidez le había jugado una mala pasada, y en el photo call previo, cuando tuvo ante sí a cuarenta foteros disparando sus flashes a bocajarro, empezó a ponerse pálido, se agarró a una silla e hizo amago de desfallecer. Con las prisas, la chica de prensa no había pillado dinero, y muy amablemente se lo presté.
El sorbo de cafeína debió de hacer su efecto, porque al rato reapareció Murakami de lo más bien. Camiseta azul, muy fibroso para sus 60 añazos, leyó muy concentrado el letrerito que señalaba su nombre y tomó asiento. No nos pareció a simple vista el misántropo que anticipaba su leyenda, sino más bien un tipo normal, un poco desbordado y un poco divertido, como lo estaría cualquiera en su pellejo si empezara a escribir a los 30 años y se convirtiera en fenómeno de masas muy deprisa.
Después de rechazar docenas de invitaciones y reconocimientos, Murakami aceptó el premio que le concedieron los alumnos de un instituto de bachillerato, y da la impresión de que todo lo que le mueve es así, fruto de la curiosidad más espontánea.
El gran misterio es qué tienen las novelas de Murakami. Un virtuoso del lenguaje no es. Tampoco es que sus tramas sean excesivamente elaboradas. ¿Entonces? Él mismo esbozó una explicación convincente: lo más difícil en el Japón actual, y en el mundo de hoy, es ser individuo. Y la mayoría de los personajes de Murakami quieren precisamente eso, emanciparse un poco de la masa y sentirse a sí mismos. Tal vez sea eso, sumado a la sensación de pérdida que encierran sus narraciones, y al miedo y a la esperanza que se entreveran en ellas. Pero a menudo pienso que todo es más sencillo: Murakami tiene ese algo inefable que Borges llamaba encanto. Sus historias son como esas personas que no son las más guapas, ni las más brillantes, pero nos magnetizan más que las demás.
Ya salía de allí pensando que había sido una bonita experiencia estar frente al escritor, saber cómo habla y actúa el hombre al que he dedicado unas pocas horas de lectura, cuando mi amiga de Tusquets alargó el brazo para devolverme el préstamo:
-¿Y no poder decir, con andaluza exageración, que salvé la vida a Murakami?

domingo, 5 de abril de 2009

Ciudad Condal (III) De repente, Jesús Sanz

El motivo real de esta visita a Barcelona era asistir a la rueda de prensa que Haruki Murakami iba a conceder en la Casa Asia. Al escritor me referiré más tarde, ahora quiero contar el instante en que creí reconocer, sentado entre Murakami y la editora Beatriz de Moura, a un rostro familiar. ¿Es? ¿No es? Pues sí, era. Volví a encontrarme, tres años después y del modo más inesperado, con Jesús Sanz.
Yo venía de pedalearme medio Hángzhōu con mis amigos César y Toneti, y en Beijin fuimos recibidos con los brazos abiertos por Jesús, diplomático en la capital china y anfitrión insuperable. No sólo nos buscó alojamiento a un precio óptimo en unos apartamentos estupendos donde vivía también el astro del celuloide Chow Yun Fat, sino que nos guió por la ciudad inmensa desenvolviéndose en un impecable mandarín y yendo de aquí para allá con asombrosa familiaridad. Recuerdo, por ejemplo, una deliciosa primera tarde visitando galerías de arte en el Distrito 798, el célebre Dashanzi, en una zona de antiguas fábricas recicladas. Recuerdo alguna cena comiendo criaturas marinas cuyo nombre aún hoy desconozco, pescados directamente de unas piscinas instaladas al efecto en el propio restaurante; y recuerdo también alguna visita al spa más espectacular que ojos humanos hayan visto, con tal profusión de jacuzzis, saunas y salas de masaje que salimos de allí como bebés.
Culto y divertido, Jesús Sanz es un magnífico conversador al que igual oyes disertar sobre los secretos de los caballos Tang, que ironiza con finura sobre política o economía. Si en la diplomacia española abundan los señores como él, podemos decir que España está muy dignamente representada en el mundo. Sin embargo, no reconocí a la primera a quien hoy es director de la Casa Asia, quizá por la chaqueta y la corbata. Como es lógico, él a mi tampoco, hasta que me acerqué a saludarle y cayó en la cuenta. Además, en Beijin adoptó Jesús a un niño chino maravilloso, Hailon, que ya será un hombrecito y al que hice fotos jugando con mi cámara: prometí enviárselas cuanto antes.
Esta grata coincidencia, en fin, me ha retrotraído a un verano pekinés preolímpico y feliz, al tiempo que me ha recordado que hay que tener amigos hasta en el infierno, pero sobre todo hay que tenerlos en Asia.

miércoles, 1 de abril de 2009

Otras lecturas/ relecturas del mes de marzo

Art Spiegelman. Breakdowns.
Miguel Brieva. El otro mundo.
Sergio González Rodríguez. El hombre sin cabeza.
Martin Amis. El infierno imbécil.
Natsume Soseki. Botchan.
Giampaolo Rugarli. Andrómeda y la noche.
Elio Vittorini. Diario en público.
Carlo Feltrinelli. Senior service. Biografía de un editor.
Werner Haftmann. Renato Guttuso.
Sandro Penna. Una extraña alegría de vivir.
Agota Kristoff. Ayer.
Mercè Rodoreda. Viajes y flores.
Alan Moore/ Dave Gibbons. Watchmen.
Henry David Thoreu. Caminar.
David Franco Monthiel. Las cenizas de Salvochea.
Javier Vela. Imaginario.
Cristina Peri Rossi. Playstation.
Jaime Siles. Actos de habla.
Williams Carlos Williams. Antología bilingüe.
Rainer María Rilke. Sonetos a Grete Gulbrasson.
T. S. Eliot. La tierra estéril.
Carlos Marzal. Ánima mía.
François Rabelais. Tratado del buen uso del vino.
Jean-Marie Gustave Le Clézio. La música del hambre.
Rafael Rojas. El estante vacío. Literatura y política en Cuba.