La crónica de mi último paseo va tan lenta que da tiempo para todo: un terremoto asola el centro de Italia, cambios en el Gobierno... y se muere Chano Lobato. No es que la noticia haya cogido por sorpresa a nadie, pues el cantaor estaba muy malito desde hacía tiempo; es que es mucho lo que se pierde. Los expertos destacan en sus necrológicas la pureza y el humor como signos distintivos de Chano. Con la pureza, imagino, se referirán a esa aleación de metales bajoandaluces, extremeños, maños y caribeños, que sumados en un solo aliento de forma compacta dan un brillo poderoso y unitario. O tal vez no, quizá lo que quieran decir es que Chano tenía un oído privilegiado para captar los mínimos matices de los cantes de sus mayores, y eso sí, cuadrar cada letra con un compás privilegiado, con un sentido del tiempo sin parangón en las últimas décadas.
Del humor, cualquiera que haya estado un rato con él tiene cuatro o cinco buenas anécdotas que contar. Yo requerí de su memoria para completar mi libro sobre Juan Farina, y no recuerdo haberme reído más que en aquella hora y media de evocaciones hilarantes. Otra vez coincidimos en un recital contra la guerra de Irak, y viéndome tan pelón, no dudó en abrazarme a la voz de "¡hola, Ronaldoooo!". En otra ocasión, se estaba cocinando una juerga flamenca a altas horas en un restaurante gaditano ya cerrado al público, y estando yo achispado y marcando bulerías con deficiente pulso, no dudó en acercarse y decirme: "Tú, deja las palmas y escribe un libro".
La última vez que lo vi fue aquí en Sevilla, en el Maestranza, en un espectáculo coordinado por Ortiz Nuevo titulado Soy del 27. Le costaba a Chano ya llegar a cualquier tono, pero valía la pena pagar sólo por verle hacer el paseíllo, como los toreros legendarios. Toda la gracia del mundo, desde luego, pero nadie ha hablado del poso de amargura que yo siempre vi en este hombre, de la imposibilidad de olvidar las fatigas pasadas y la dificultad para sobrellevar las que tenía últimamente; de la necesidad, en fin, de conjurar las duquelas a fuerza de extroversión e ingenio permanentes. "Si no canto, palmo", creo que le dijo una vez a Miguel Mora, dando acaso una lección de doble sentido gaditano: cantar era para él una pulsión vital, pero también una urgencia, el sostén de su familia. En ambas acepciones, el silencio era para Chano Lobato lo más parecido a la muerte.
Ahora me da tristeza ponerme sus alegrías en el equipo de música. Prefiero recordarlo en dos momentos: uno, estando yo asomado a un balcón de Messina, con la costa de Calabria al frente, puse una grabación con testimonios de Chano -nada de cantes- que acompañaba al libro que le dedicó Juanjo Téllez, y empecé a reír hasta las lágrimas. La otra, una vez que quedamos para comer con Tere Torres, y antes de pasar al salón del restaurante se encontró con un grupo de amigos vejetes en la barra, y se entretuvo como media hora contándoles cosas, recreando anécdotas, sin que se lo pidieran y sin esperar nada a cambio, un ejercicio de pura generosidad, sólo para que, después de aquel ratito, la vida de esos señores fuera un poco más rica, un poco más llevadera, un poquito mejor.
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