El motivo real de esta visita a Barcelona era asistir a la rueda de prensa que Haruki Murakami iba a conceder en la Casa Asia. Al escritor me referiré más tarde, ahora quiero contar el instante en que creí reconocer, sentado entre Murakami y la editora Beatriz de Moura, a un rostro familiar. ¿Es? ¿No es? Pues sí, era. Volví a encontrarme, tres años después y del modo más inesperado, con Jesús Sanz.
Yo venía de pedalearme medio Hángzhōu con mis amigos César y Toneti, y en Beijin fuimos recibidos con los brazos abiertos por Jesús, diplomático en la capital china y anfitrión insuperable. No sólo nos buscó alojamiento a un precio óptimo en unos apartamentos estupendos donde vivía también el astro del celuloide Chow Yun Fat, sino que nos guió por la ciudad inmensa desenvolviéndose en un impecable mandarín y yendo de aquí para allá con asombrosa familiaridad. Recuerdo, por ejemplo, una deliciosa primera tarde visitando galerías de arte en el Distrito 798, el célebre Dashanzi, en una zona de antiguas fábricas recicladas. Recuerdo alguna cena comiendo criaturas marinas cuyo nombre aún hoy desconozco, pescados directamente de unas piscinas instaladas al efecto en el propio restaurante; y recuerdo también alguna visita al spa más espectacular que ojos humanos hayan visto, con tal profusión de jacuzzis, saunas y salas de masaje que salimos de allí como bebés.
Culto y divertido, Jesús Sanz es un magnífico conversador al que igual oyes disertar sobre los secretos de los caballos Tang, que ironiza con finura sobre política o economía. Si en la diplomacia española abundan los señores como él, podemos decir que España está muy dignamente representada en el mundo. Sin embargo, no reconocí a la primera a quien hoy es director de la Casa Asia, quizá por la chaqueta y la corbata. Como es lógico, él a mi tampoco, hasta que me acerqué a saludarle y cayó en la cuenta. Además, en Beijin adoptó Jesús a un niño chino maravilloso, Hailon, que ya será un hombrecito y al que hice fotos jugando con mi cámara: prometí enviárselas cuanto antes.
Esta grata coincidencia, en fin, me ha retrotraído a un verano pekinés preolímpico y feliz, al tiempo que me ha recordado que hay que tener amigos hasta en el infierno, pero sobre todo hay que tenerlos en Asia.
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