A veces creo que algo de mí se quedó para siempre, con dos visitas, en el barrio bogotano de La Candelaria, el de las fachadas que parecen oponer sus colores alegres al cielo de ceniza. Allí se disparó en la sien José Asunción Silva y allí hacen más magia que teatro mis amigos de Teatro La Candelaria. Allí, no lejos de la hermosa Plaza del Chorro de Quevedo, vivió hasta la semana pasada Mario Rivero.
No me gustaría que este blog se escribiera al dictado de las necrológicas, pero al abrir la prensa el pasado sábado y leer la noticia me dolí al pensar que había muerto un poeta. Y traté de recordarlo en la Plaza Nueva de Sevilla, y un rato después en el vestíbulo del hotel Inglaterra, con su imprescindible zurrón colgando de un hombro y su barba extravagante, que abrigaba el mentón sin dejar de realzar la faz. Hablamos de su barrio, donde él hacía vida tranquila, madrugadora y ritual, después de haber pasado muchos años sembrando cultura en los cafés y haciendo un poco de todo, desde alistarse como voluntario en la guerra de Corea a vender libros o cantar tangos, cuyas letras no paraba de citar. Todo eso en el tiempo de un café, mientras afuera llovía lo que no está en los escritos.
Hablamos también de mis malditos colombianos predilectos, Barba Jacob y Gómez Jattin, pero no leí su propia obra hasta un tiempo después, cuando Fran Cruz publicó aquí sus Poemas urbanos. En un momento dado -cosas raras de los hoteles- se nos acercó Nieves Herrero, que había estado oyendo sin querer nuestra conversación desde un sofá cercano, y se sentó a su lado para quedarse embobada como una adolescente ante un ídolo del pop. Le expliqué a Rivero que se trataba de una periodista bastante famosa en España, y el asintió sin querer saber mucho más.
No sé si Mario Rivero era un gran poeta, pero tiene un puñado de versos por los que muchos darían una fortuna. A mí me impresionan estos, que dejo acá como una lumbre encendida contra el olvido:
Al final de la calle está la casa
del farolito rojo
a donde van prostitutas niñas
con pelo color de miel
y senos como dos monedas de centavo frías
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