martes, 23 de marzo de 2010

Un día con PRISA (I) El Roto


Entrevisté a Andrés Rábago, El Roto, aprovechando que visitaba Sevilla para participar en un ciclo de conferencias. No son muy chistosos los viñetistas a los que he entrevistado, la verdad. Acaso fuera Vázquez de Sola el más risueño. A mi favorito, Juan Ballesta, nunca llegué a pillarlo. Sí recuerdo a un Chummy Chúmez sobrio como pocos. Forges fue por teléfono de lo más amable, se preocupó por la situación de los corresponsales de provincias de El País, pero no gastó bromas.

El Roto también demostró una educación exquisita, pero no sonrió ni una sola vez, ni siquiera para acompañar sus propias ironías. No se lo reprocho: prefiero la inteligencia que derrocha en su colaboración diaria en El País, por muy sombrío y desasosegante que resulte a menudo, a la pesadez del gracioso profesional. Tal vez por eso él prefiere definir su trabajo como sátira, y no como humor gráfico.

Llegué al aula magna de Ingenieros con la charla empezada, y por no molestar a los alumnos me senté discretamente en una escalera lateral. Una joven estudiante que también llegaba tarde me imitó y se sentó un escalón más arriba. El conferenciante dijo en un momento dado que, para dibujar, necesitaba saber que hay alguien al otro lado del papel, que no hay mensaje sin destinatario. Hizo una breve pausa y entonces escuché un bisbiseo. Miré con disimulo a la chica y reparé en el cable blanco que salía de su bolso y desaparecía bajo sus cabellos. Estaba escuchando música. Seguramente estaba allí porque los matriculados en el ciclo tenían derecho a créditos de libre elección o algo así, pero no tenía el menor interés por la charla. Se limitaba a mirar hacia el escenario, fingiendo atención, pero sin duda su cabeza estaba muy lejos.

Se me ocurrió que sería una aceptable viñeta de El Roto: un señor diciendo que el mensaje no existe sin receptor, ante un multitudinario auditorio de jóvenes conectados a su i-pod.

domingo, 21 de marzo de 2010

Pérez-Reverte, cicerone


Guardo una foto en la que se me ve entrevistando a Pérez-Reverte. No está fechada, pero es vieja: yo tengo pelo, él no luce una sola cana. Tiempo después empezaría a sentir una profunda aversión por él. Su arrogancia, su vanidad, se me hacían insoportables. Un día abrí al azar un ejemplar de su Alatriste, vi un verso de Benedetti en labios de Quevedo, si no recuerdo mal, y cerré el libro de golpe. Sus artículos dominicales me resultaban de un cinismo repulsivo, y ya decía el polaco aquel que los cínicos no sirven para este oficio. Allí los políticos eran invariablemente corruptos y/o inútiles, los intelectuales unos gilipollas todos, sólo el pueblo llano -o sea, su fervoroso público- parecía virtuoso y digno. Y yo, que ya pensaba que había de todo en la viña del Señor, me irritaba hasta que dejé de leerlo.

Ya no siento ese rechazo visceral. Agradezco a Pérez-Reverte lo que ha hecho por el fomento de la lectura, e incluso estoy dispuesto a reconocerle una notable pericia a la hora de versionar la literatura folletinesca. Sigue estando tan bien pagado de sí mismo como siempre, pero algo ha cambiado en él. O bien ya ha tenido suficientes baños de multitudes, o ya no le pone tanto la gloria del mercado, no lo sé. Lo cierto es que cuando volví a mi ciudad para asistir a la rueda de prensa de presentación de su último libro, El asedio, ambientado precisamente en el Cádiz del Doce, lo encontré un poco más... ¿humanizado?

Pienso, por ejemplo, en las poses que adopta cuando tiene cámaras delante. Achica los ojos, sonríe de medio lado: quiere ser a la vez el tipo de vuelta de todo, el que todo lo ha vivido y todo lo ha leído, el que se ha asomado al corazón de las tinieblas y se ha tuteado con príncipes y académicos. El caso es que esa mueca no se parece en nada al rostro de las personas que lo han vivido y lo han leído todo. Arturo inspira una extraña ternura, como si esa máscara de autosuficiencia encubriera un desvalimiento inconsolable.

Me resultó chocante, sí, verme caminar por el Cádiz de intramuros con tan ilustre cicerone. Como chocante me resulta que un escritor archifamoso, millonario, ponga su talento al servicio del Consorcio de La Pepa 2012, o casi, pudiendo escribir lo que le dé la real gana, cuando y como quiera, sin temer por el pan de su familia. El beneficio que supone para Cádiz esta novela de Pérez-Reverte es inmenso, pero no creo que lo sea tanto para el autor, dinero aparte claro está.

No leeré El asedio, me temo. Pero sí pienso que Pérez-Reverte la clavó cuando, en plena charla, explicó que los gaditanos, aun sin un profundo conocimiento de la Historia, sí conservamos el orgullo, cruzado de datos imprecisos y no pocos lugares comunes, de que en nuestra ciudad se produjo algo importante en 1812, a partir de lo cual pasamos a ser cuna de la libertad y faro de América.

Algo muy cierto, que me lleva a recordar una mañana de resaca en la que, junto a varios teatreros con los que había trasnochado en el FIT, veíamos en la televisión de un bar que Al Qaeda había anunciado que España estaba entre sus objetivos después de la lamentable foto de las Azores, y que no habría un solo territorio español que se viera libre de la amenaza. Entonces la dueña del local, la gorda María, con su pelo recogido en una madroñera, sus mofletes opulentos y sus gafas de culo de botella, soltó aquella perla que lo resume todo:

-Pues a los gaditanos esa gente nos va a hacer dos pajas, porque nosotros echamos hasta a los franceses...

sábado, 13 de marzo de 2010

Nínfulas: de Giardinelli a Olguín


¿Por qué me sorprendió saber que estaba vivo? Supongo que porque siempre lo tuve en el anaquel de los clásicos. O porque el público te da por finado si no te haces presente al menos una vez al año, o cada dos años. Pero con la reedición de su gran novela, Luna caliente, que acaba de ser llevada al cine -con escaso éxito, me temo- por Vicente Aranda, la editorial me dio la oportunidad de entrevistarlo vía mail. Uno de esos pocos momentos de gloria que esta profesión regala de vez en cuando: entrevistar a uno de tus primeros maestros, al escritor que te atrapó cuando tenías 15 o 16 años, y que el verano pasado volviste a leer con delectación, cosa extraordinaria.

En el correo que le envié no sabía cómo expresarle a Mempo Giardinelli mi gratitud y admiración. Creo que le escribí un elogio bastante torpe, que no tuvo demasiado eco en el correo de vuelta. Lo importante es que sí venían las respuestas a mi cuestionario, y que algunas de ellas ampliaban considerablemente mi visión de Luna caliente. Lo más curioso tal vez era la idea, en la que nunca hubiera caído, de que la chica de la novela es una metáfora de la Argentina, sistemáticamente golpeada, ultrajada, abusada, pero capaz de resucitar una y otra vez de su propia ruina, y paradójicamente enamorada de sus violadores.

Esta semana entrevisté a otro escritor argentino, Sergio Olguín, que obtuvo el premio Tusquets con una novela también corta y de corte negrocriminal, Oscura monótona sangre. Esta obra, separada casi 30 años de la de Giardinelli, guarda una similitud más con Luna caliente, y es el hecho de que un adulto mantenga relaciones sexuales con una nínfula adolescente. La diferencia es que ahora no hay ejercicio de la fuerza: al protagonista le basta con ofrecer comodidades materiales a la chica. Sólo tiene que comprarla con dinero.

martes, 2 de marzo de 2010

Y otra vez Madrid (y III) Blanca Andreu


Aprovechando que estaba en Madrid, fui a la rueda de prensa de Blanca Andreu en el edificio que Planeta tiene junto a la Casa de América. La poeta gallega presentaba Los archivos griegos, un nuevo poemario después de muchos años de silencio editorial.
Los habituales de esta bitácora saben cómo me intriga el efecto que el éxito, o lo que quiera que consideremos como tal, tiene sobre el alma de las personas y sobre el mercado. El caso de Blanca Andreu es paradigmático. Con su primer libro, De una niña de provincias que se vino a vivir a un Chagall, ganó el premio Adonais cuando aquello todavía significaba mucho. Era inteligente, era sensible, era culta para sus 21 años, y -digámoslo ya- era un bomboncito en un momento en que las diosas blancas de la poesía española eran, Ana Rosetti aparte, venerables abuelitas.

Paco Umbral, a quien no se le iba una, fue el primero en echarle el ojo y la mano por encima, pero los viejos del lugar cuentan que todos babeaban por ella, lo que a menudo es antesala de indecibles rencores. Es famosa la recepción de los Reyes, imagino que aquella anual que se daba a los escritores, en la que los ojos de Juan Carlos hacían chiribitas ante la visión de Blanca enfundada en un vestido muy mini. Con menos se han construido imperios; con menos, también, se han destrozado vidas. No hay quien pase por todo eso sin perder un poco, o un mucho, la noción de la realidad. Y la niña de provincias aún no sabía que adonde se había mudado, aquella República de las Letras, no era un Chagall, sino un Bacon, o un Munch.

Se casó con Juan Benet, a quien dedica un hermoso poema en este nuevo libro. Benet murió en el 93, tras lo cual Andreu se apartó de toda vida pública y casi de la literatura. Lo entiendo. Un amigo que la trató en aquellos años habla del momento en que "se suicidó". Yo lo imagino como una inmensa liberación, pero es cierto que cuando la conocí años después, creo recordar que en El Puerto de Santa María, tenía el jet lag de los resucitados.

Hay una idea, tal vez católica, de que la belleza, el éxito o la felicidad son dones que deben ser castigados más tarde o más temprano, como una forma muy mezquina de justicia poética. Hay también una morboso placer en la contemplación del ascenso fulgurante de un cuerpo celeste, el modo en que alcanza su cénit, entra en combustión y cae, y cae, hasta que desaparece de la vista, tragado por las tinieblas entre aplausos clamorosos. Blanca Andreu, esa estrella que todos los astrónomos daban por extinta, ha vuelto a aparecer en el firmamento, brillando con una luz discreta, pero propia, suya.

lunes, 1 de marzo de 2010

Otras lecturas/ relecturas del mes de febrero

Muñoz/ Sampayo. Historias privadas.
Rafael Sánchez Ferlosio. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos.
Guillaume Apollinaire. El paseante de las dos orillas.
Joseph Conrad/ Ford Madox Ford. La naturaleza de un crimen.
Mercé Rodoreda. La plaza del diamante.
Ryszard Kapuscinski. Cristo con un fusil al hombro.
Natalia Ginzburg. Serena Cruz o la verdadera justicia.
Natalia Ginzburg. Las palabras de la noche.
Natalia Ginzburg. Anton Chejov.
Dubravka Ugresic. No hay nadie en casa.
Dubravka Ugresic. El ministerio del dolor.
Isaak Babel. Diario de 1920.
Pedro G. Romero. Las correspondencias.
Iván de la Nuez. Mapa de sal.
Joan Margarit. Nuevas cartas a un joven poeta.
Charles Baudelaire. Mi corazón al desnudo.
Belén Núñez. Este lugar del sueño.
Blanca Andreu. Los archivos griegos.
Fernando Ortiz. Personae.
José María Eguren. Antología.
Domingo Rivero. Yo, a mi cuerpo.
Giuseppe Ungaretti. La alegría/ La tierra prometida.
Juan Manuel Artero. Son cuatro ramas.
Friedrich Nietzsche. Poemas.
Ana Merino. La voz de los relojes.
Ajo. Micropoemas 2.
Víctor Manuel Mendiola. Vuelo 294 y otros poemas.
Juan José Millás/ Forges. Números pares, impares e idiotas.
Ferdinando Scianna/ Antonio Ansón. Las palabras y las fotos.
Vincenzo Consolo. Sicilia paseada.