lunes, 29 de septiembre de 2008

De Bienal (III) con Gabriel de Pies Plomo

La Bienal es la cita de las grandes figuras, pero también puede servir, de vez en cuando, como trampolín para los debutantes. Mi querido Antonio Acedo, gran fotero y catalizador de cualquier cosa que huela a arte, me presentó el otro día a Gabriel de Pies Plomo, compañero de juegos de la infancia, que iba a tener su oportunidad para darse a conocer como cantaor en el Lope de Vega. Gabriel -apellidado Giorgio, como fruto de una familia italiana cuyo rastro sería apasionante estudiar- es hijo de ese artistazo conocido como José de la Tomasa, y como tal nieto del cantaor alamedero Pies Plomo, del que ha querido tomar el nombre artístico, además de descendiente de Manuel Torre, ahí es nada. De casta le viene al galgo, y por lo mismo pudimos disfrutar de un recital bello y emocionante.
Pero además de heredar arte, Gabriel ha recibido de su sangre una considerable gracia. Mientras triangulábamos antes de la rueda de prensa, nos estuvo contando cómo la prensa lo nombra alternativamente como Gabriel de Pies Plomo, Gabriel Pies de Plomo o Gabriel Pies Plomo, "y como la gasolina siga subiendo me van a poner Gabril Sin Plomo", aseguró.
El remate, según dijo, "fue el día que estaba yo roneando con una gachí y le conté que en el Giraldillo de ese mes venía anunciado un concierto mío. Me había aprendido hasta la página, así que le dije que lo comprobara ella misma, en la página 17. Al rato, levanta la vista del papel y me dice:
-¿Tú eres Gabriel Pies Planos?"

jueves, 25 de septiembre de 2008

Los caminos de Antonio Gala

Los caminos del Señor son inextricables, sí, pero los de las personas tampoco son ninguna tontería. Pienso, por ejemplo, en el que ha tenido que correr ese ciudadano conocido con el sobrenombre de Antonio Gala, desde los tiempos en que durante una semana entera comía albóndigas de la misma olla que Fernando Quiñones hasta el divo medio embalsamado en vida del presente, exquisito a tiempo completo, aunque aficionado a soltar de vez en cuando algún exabrupto de verdulera que le humanice a sus propios ojos y certifique que aún goza de buen humor, aunque sea a menudo un humor malvado. Pienso en el chaval que escribió Enemigo íntimo, un poemario que recuerdo como hermoso y verdadero, y que ahora lleva años aburriendo a los muertos y malgastando los saldos de su prosa con esos estereotipos femeninos que pueblan su, digámoslo así, universo narrativo.
Ya que lo he mencionado, pienso que Quiñones le dio a la literatura sus últimos alientos a cambio de nada. Y la literatura va a darle a Gala dinero, dinero, vil metal, hasta el último suspiro, porque no es otra cosa lo que Gala le ha pedido. Ahora siento que estoy siendo un poco duro con el escritor, que anteayer pasó por Sevilla para presentar su última obra, Los papeles de agua. No, yo soy incapaz de irritarme con Gala, al que he visto otras muchas veces en actitudes sanas, casi entrañables, especialmente en una cena con Andrés Trapiello en la que estuvo sembrado. No, no soy capaz de enojarme con todo lo que representa, al contrario: viéndolo en la rueda de prensa, intimidando a los periodistas como suele hacer, mostrando ciertos arrebatos de ternura, empecé a dejarme invadir por una profunda tristeza. Creo que, de haber abierto el libro allí mismo, me habría echado a llorar. Y si él se parara un momento a considerarlo, quizá también lo haría.

viernes, 19 de septiembre de 2008

De Bienal (II): Palomar, puro Cai

El día del concierto de Madonna yo tenía que estar en realidad en el Teatro Alameda, viendo cantar para el baile a David Palomar. No puede decirse que seamos amigos, pero muchos años de coincidencias y afinidades han propiciado una simpatía que creo mutua y sincera. Quiero recordar aquí algunos de esos momentos para explicar cómo he vivido la evolución de este artista entrañable y encantador.
La primera cala de este recordatorio se remonta a más de diez años atrás. Me subo a un talgo, destino Madrid, sin haber dormido en toda la noche y con una resaca atroz. El vagón está vacío, me desplomo e intento conciliar el sueño. Entonces sube un tropel de flamenquitos y se pasan las cinco horas de trayecto cantando y tocando. Están excitadísimos, para algunos es la primera vez que viajan fuera de Cádiz. Es el grupo de flamenco pop Levantito, que va a la capital a grabar el que sería su primer disco, apadrinados por Miguel Bosé. Entre ellos va Palomar. Le echan tanto arte que soy incapaz de protestarle al revisor.
Segundo recuerdo: noche mágica en el Cambalache Jazz Club, con un Pepe de Lucía muy inspirado, guitarras y tragos hasta las tantas. Palomar se arranca y descubro ahí al cantaor en trance de curtirse, pero muy bien encaminado. Tiempo después no me costó convencer a Antonio de Cos para que lo invitara a su documental Veinte años no es poco, del que tuve el honor de ser guionista. Las bulerías de Palomar son de lo mejor de la cinta, una impagable subidón de gracia y energía.
Tercero: estoy recién instalado en Sevilla y almuerzo solo en una terraza de la calle Feria. Descubro que en la mesa de al lado está Palomar con dos amigos, nos saludamos y seguimos a la nuestro. Pero no puedo evitar oír la artillería de chistes y comentarios sobre todo lo que se mueve alrededor que los tres disparan a discrección. Y tienen tanto ángel que en un momento dado tengo que pedirles una tregua, porque de la risa se me va a atragantar la comida.
Esa mezcla de gracia natural, de talento artístico y de facultades las reconozco gozosamente en Trimilenaria, el primer y reciente disco de Palomar en solitario. Yo, que hoy me entiendo con Cádiz como con una novia con la que no se ha acabado del todo bien, me reconcilio con la ciudad cada vez que oigo a Palomar cantar. Los mejores atributos de esa Bahía están en la voz y en la persona, siempre humilde y cercana, de don David Palomar. ¡Qué me van a contar a mí de Madonna, home ya!

Madonna: el crepúsculo de los dioses

Me lo han preguntado mucho estos dos días, "¿Qué tal Madonna?", y me temo que he decepcionado a más de uno diciendo que no me entusiasmó. Tras la fuerte impresión inicial, que apenas se prolongó tres temas, el concierto empezó a decaer para mí, en parte porque no conocía un montón de canciones, en parte porque empezaba a darme cuenta de que el espectáculo -cuántas veces habremos oído últimamente esa palabra, cuántas las habré escrito- no iba a cumplir mis expectativas. A una cantante se le pide, qué menos, que cante, y de eso hubo muy poquito. A alguien a quien reservamos la consideración de reina, diva o incluso diosa, se le exige el prodigio, pero éste no compareció. Hubo, desde luego, juegos de luces, pantallas gigantes, bailarines (Víctor Ullate, que andaba por allí y algo sabe de esto, dijo que no eran gran cosa), un rolls royce en escena y mucho watio en los altavoces. Pero un concierto, en mis tiempos, era el espacio donde los músicos se la jugaban alegremente, como los actores en el teatro. En el verdadero directo es imposible que dos conciertos sean iguales, porque los ánimos de los intérpretes nunca lo son de un día para otro, la inspiración tampoco, y del chispazo genial al pinchazo están abiertas todas las posibilidades. Cada vez hay más artistas que graban en riguroso directo, porque ahí marcan la diferencia y ponen a prueba su solvencia y su sensibilidad.
Madonna, que tiene su nombre inscrito con letras de pedrería fina en la historia del pop, prefiere tener a sus músicos escondidos -sólo los saca un ratito, para lucirse ella en pose rockera, y luego los vuelve a ocultar-, también a las chicas que cargan con el peso de sus coros, y apuesta por lo visual en detrimento de lo sonoro. Le funciona, le cunde, arrastra multitudes tras su estela. Y sin embargo, después de escribir mi crónica, de vuelta a casa, iba pensando -con un poquito de nostálgica pesadumbre- que la era de los dioses está a punto de periclitar. Bienvenido sea el tiempo de los seres humanos, que no viven en una cuadrícula, que no mandan a nadie a Gibraltar para que le traiga su botella de agua favorita, que aciertan porque también saben equivocarse.

martes, 16 de septiembre de 2008

De Bienal (I): con Farruquito

Me estrené como cronista de la XV Bienal de Sevilla con una rueda de prensa de Farruquito. Por más que se disimule, nadie pierde de vista la doble circunstancia del personaje, santo y demonio a partes iguales: ejerce la atracción del artista prodigioso, tocado por los dioses, pero incapaz de hacernos olvidar que mató a una persona, y se complicó después en una abominable cadena de marrullerías. Cumplió escrupulosa condena, desde luego, pero sobre él va a rondar siempre la sospecha de no haber saldado, no de veras, sus cuentas con la Justicia.
El caso es que entre los compañeros de los medios, incluso entre los más experimentados, se percibía cierta agitación, la que acompaña sólo a las circunstancias excepcionales. Me hizo recordar el revuelo de hace dos años, cuando compareció ante los micros Capullo de Jerez, que acababa de estar involucrado en un esperpéntico incidente que las televisiones magnificaron hasta la náusea.
Esto era otra cosa. El bailaor, que presentaba su espectáculo Puro -el flamenco propicia extrañas polisemias- , se mostraba llano, natural, pero para mí había algo inquietante en su actitud, un raro ensimismamiento que es patrimonio de la gente más bien despegada de la realidad. Entonces recordé un vídeo de hace muchos años, Bodas de gloria, en el que aparece el abuelo, aquel Farruco terrible y genial, diciéndole a un Farruquito niño que él era especial, que no era como los demás, que el arte le tenía reservada una misión suprema. Creo que Juan ha crecido así, sintiéndose un ser de otra galaxia, viviendo la vida como un largo y dulce sueño en el que él era centro y medida de todas las cosas.
Lo que vino después no fue para él, me temo, sino una ligera alteración de ese estado onírico. Arropado por su familia y sus incondicionales, sobreprotegido como lo ha estado desde el primer beso de luz, que diría Bohórquez, Farruquito se ha reintegrado a su mundo blanco como el escenario de su nueva gira, a su ámbito algodonoso en el que nada, nada malo puede ocurrir.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Steiner y el metal

Juan Bonilla ha tenido la inmensa amabilidad de hacerme un hueco en el último número de su espléndida revista Zut, y me ha publicado una pieza titulada La música y las fieras donde hago un alegato en favor del heavy metal de mis entretelas. Mi divirtió empezar llevándole la contraria a un sabio reconocido, George Steiner, que en alguna ocasión se refirió al rock duro como un simple elemento ensordecedor. Pues bien, a raíz de una reciente entrevista con Juan Cruz, el pensador soltó una perla que ha causado cierto revuelo:
-Es muy fácil sentarse aquí, en esta habitación, y decir: “¡El racismo es horrible!”. Pero pregúnteme lo mismo si se traslada a vivir a la casa de al lado una familia jamaicana que tiene seis hijos y escuchan reggae y rock and roll todo el día. O cuando mi asesor venga a casa y me diga que desde que se mudó a mi lado la familia jamaicana el valor de mi propiedad ha caído en picado. ¡Pregúnteme entonces!
El ramalazo xenófobo ha desatado la caja de los truenos, en efecto, pero nadie ha levantado la voz para preguntarse: ¿qué tiene Steiner contra el rock and roll? ¿Y contra el reggae? ¿Y contra el rap, contra el cual también ha arremetido antaño? Le desearía al sabio, de todo corazón, un confinamiento en Sapzurro, paraíso escondido del Chocó colombiano, donde los pácifico vecinos tienen la costumbre de oír a todo volumen, de la mañana a la noche, el peor reggaeton que imaginarse pueda.
Pero prefiero usar la anécdota para comentar al vuelo mis últimos hallazgos metaleros. Empezaré con una pequeña decepción, los británicos Dragonforce, un grupo que me encandiló con sus tres primeros discos a fuerza de endiablada velocidad y melodías preciosistas -con algún toque de banda sonora de marcianitos-, pero que en su último trabajo, Ultra Beatdown, han demostrado un lamentable agotamiento de recursos e imaginación. De todos modos, me parece un producto recomendable para esos días en que uno necesita un potente desahogo sonoro.
Los también británicos Bullet for my Valentine, con Scream aim fire, y los floridenses Trivium con Shogun, concurren como herederos de Metallica por dos vías muy distintas. Los primeros en un plan más adolescente, pero demostrando cada vez más consistencia y mejores maneras. Los segundos, a los que fui a ver el año pasado a Cardiff -teloneando a Machine Head, acompañados por unos casi fraudulentos Dragonforce y por Arch Enemy- siempre me han dejado la impresión, desde la primera escucha, que se trataba de una banda grande. En su nuevo disco se limitan a ahondar en la línea conocida de thrash vigoroso y letras rabiosas, pero sacan nota.
La sorpresa de la temporada ha sido para mí descubrir, por recomendación de mi querido Estanis Figueroa, a un grupo sueco llamado Hardcore Superstar que es lo mejor que me he echado a la oreja en mucho tiempo. Su último disco que yo sepa, Dreamin' in a cascket, es el brillante resultado de fundir la estirpe sleazy con la emocionante solvencia de grupos casi olvidados como Salty Dog, Dangerous Toys o Love/Hate (¡ay, aquel Blackout in the red room!), a quienes recuerdan poderosamente. Pero tienen como cuatro álbumes más, recién descargados en mi i-pod, que prometen un otoño de calidez y buenas vibraciones que el pobre Steiner nunca conocerá.