jueves, 25 de septiembre de 2008

Los caminos de Antonio Gala

Los caminos del Señor son inextricables, sí, pero los de las personas tampoco son ninguna tontería. Pienso, por ejemplo, en el que ha tenido que correr ese ciudadano conocido con el sobrenombre de Antonio Gala, desde los tiempos en que durante una semana entera comía albóndigas de la misma olla que Fernando Quiñones hasta el divo medio embalsamado en vida del presente, exquisito a tiempo completo, aunque aficionado a soltar de vez en cuando algún exabrupto de verdulera que le humanice a sus propios ojos y certifique que aún goza de buen humor, aunque sea a menudo un humor malvado. Pienso en el chaval que escribió Enemigo íntimo, un poemario que recuerdo como hermoso y verdadero, y que ahora lleva años aburriendo a los muertos y malgastando los saldos de su prosa con esos estereotipos femeninos que pueblan su, digámoslo así, universo narrativo.
Ya que lo he mencionado, pienso que Quiñones le dio a la literatura sus últimos alientos a cambio de nada. Y la literatura va a darle a Gala dinero, dinero, vil metal, hasta el último suspiro, porque no es otra cosa lo que Gala le ha pedido. Ahora siento que estoy siendo un poco duro con el escritor, que anteayer pasó por Sevilla para presentar su última obra, Los papeles de agua. No, yo soy incapaz de irritarme con Gala, al que he visto otras muchas veces en actitudes sanas, casi entrañables, especialmente en una cena con Andrés Trapiello en la que estuvo sembrado. No, no soy capaz de enojarme con todo lo que representa, al contrario: viéndolo en la rueda de prensa, intimidando a los periodistas como suele hacer, mostrando ciertos arrebatos de ternura, empecé a dejarme invadir por una profunda tristeza. Creo que, de haber abierto el libro allí mismo, me habría echado a llorar. Y si él se parara un momento a considerarlo, quizá también lo haría.

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