jueves, 23 de octubre de 2008

Barcelona (y VIII) Sus librerías

Diez años después estoy yéndome otra vez de Barcelona, y como una rara ironía tocan esta noche en la ciudad los británicos Ten Years After. Pero antes de la partida tengo yo que disfrutar de una visita a la librería Central, en la calle Elisabets del Raval, alojada en la antigua Casa de la Misericordia que canta Joan Margarit en su último poemario, ¡euros, para qué os quiero!
Pero antes, más de mañana, se impone soportar los alfileres de la llovizna camino de la Barceloneta, pasar junto a la prestigiosa Estación de Francia -otra vez Margarit- y, después de un breve callejeo, llegar a la no menos prestigiosa librería Negra y Criminal, especializada como su nombre indica en novela negra y policíaca. No deja de sorprender que, entre tanto muerto de papel, con tanta sangre desbordándose entre las costuras de los libros, haya al mismo tiempo tanta alegría y cordialidad entre sus cuatro paredes.
El héroe que ha permitido que N y C siga en pie se llama Paco Camarasa, y es un erudito en el género negrocriminal como conozco muy pocos. Fuimos presentados hace tiempo en Sevilla, y el hombre se acordaba perfectamente del día, el lugar y la compañía, que eran mi querida Lucía Cobos y mi editor Matellanes. Luego me invitó a participar de los singulares sábados de la librería, los únicos días -asegura- en los que realmente vende. Esta vez tocaba rendir homenaje a Vázquez Montalbán, con motivo del quinto aniversario de la muerte, y hubo un breve pero emotivo recuerdo en el que participó el maestro González Ledesma, padre del implacable Méndez.
Mientras el escritor me firmaba un ejemplar de su ya vieja Crónica sentimental en rojo, se acercó Camarasa por detrás y le dijo: "Este es periodista, como tú". El veterano me entregó el libro autografiado y me dijo: "La cosa está cada vez peor, pero sigue siendo el oficio más bonito del mundo", después de lo cual bebimos vino y comimos mejillones, cortesía de la casa, compré libros, como está mandado (Cappellani, Pérez Merinero...) y nunca vi cielo encapotado tan optimista como el de este sábado barcelonés. Con esas palabras me vuelvo a Sevilla. Reconciliado con Barcelona. Y dispuesto a reconciliarme con el periodismo, ay.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Barcelona (VII) con Karolina Kurzak

Uno de mis temas preferidos de los Ramones dice The KKK take my baby away. Se refiere, como es obvio, al temible Ku Klux Klan, pero yo no puedo evitar cantarlo cuando me encuentro con otra triple Ka, la que delimita el nombre de mi amiga -y anfitriona barcelonesa- Karolina Kurzak. Arquitecta en cierne, pero con mucho futuro por delante, a Karol la conocí cuando ella era casi una adolescente de viaje por Andalucía. Su belleza había dado para ser la portada de una revista de crucigramas, pero su cabeza era ya una maquinaria muy bien engrasada. He conocido pocos casos de vocación como este, y aún guardo en casa un dibujo suyo, previo a su ingreso en la universidad, en el que ya se dejaba ver y pedía paso la soñadora de espacios que hoy es.
Polaca de nacimiento y crianza, pero con un alma en el fondo bien española, me cité con ella un verano en Cracovia. Me encontró tocando el cajón en la calle con unos flamencos polacos que remedaban como podían las falsetas de Vicente Amigo y me subió en un tren con destino a Praga. Los pasajeros nos miraban como debían de mirar en los moteles a Humbert Humbert con Lolita: un tipo bastante ajado con una princesa mucho más joven que él, vaya. Me veo en aquella travesía ferroviaria, aquel viaje al fin de la noche, como si fuera un personaje de Europa, la película de Lars von Trier. Recuerdo a soldados sacándonos del sueño para pedirnos los pasaportes cada dos por tres, y a contrabandistas de alcohol que de hito en hito quebraban sin querer una botella y llenaban los vagones de intensos vapores etílicos.
Otro día hablaremos de Praga. Sólo quiero apuntar lo mucho que aprendí de la mirada de la joven Karol sobre la ciudad de Kafka, ya se proyectara sobre los vetustos palacios o sobre la esquina de la Dancing house de Frank Gehry, que le encantaba.
Esta semana pasada seguí aprendiendo de una Karol que al fin sabe hablar un excelente español, que ha ido madurando a pasos agigantados y que muy pronto va a hacer grandes cosas en la disciplina de sus amores, la que ella eligió hace mucho como medio de vida. No sé qué nos deparará el futuro, pero a mí no me importaría nada vivir en una casa cuyos planos vinieran firmados con un escueto y prestigioso KKK.

sábado, 18 de octubre de 2008

Barcelona (VI) Ballard en el Raval

El Raval: llevo asociado ese nombre a fuertes imágenes, las del magnífico documental En construcción de José Luis Guerín, las del libro de Arcadi Espada, Raval. Del amor a los niños, y su prolongación cinematográfica, De nens, de Joaquim Jordá, que he visto varias veces con asombro, indignación y tristeza. Por eso, internarme en el barrio diez años después va a depararme -voy preparado para ello- notables sorpresas. Estoy seguro de que persisten en él graves problemas de fondo, pero el lavado de cara, y el reciclaje del aire mismo que corre por sus calles, es espectacular.
Se antoja una ironía que este ave fenix urbanístico albergue ahora una exposición dedicada a J. G. Ballard, el narrador del Apocalipsis por excelencia. El Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), uno de los motores espirituales del Raval, acoge estos días una muestra sobre el escritor británico, que siempre parece estar a punto de ponerse de moda y nunca acaba de romper en el mercado español. Un autor de culto para autores de culto, como demuestra el vídeo que recibe al visitante al principio del recorrido, y en el que veo a Fresán hablando de las cualidades de Ballard como profeta.
¿Era este señor tan sólo un profeta? Se dice lo mismo de Jules Verne, de George Orwell, de Aldous Huxley, de Philip K. Dick, de Isaac Asimov. Pero no basta con ser la Bruja Lola de las artes y las letras. Hay que dejar otra clase de huella, porque las profecías que se cumplen dejan sin trabajo a quienes las formularon: el futuro es insaciable, siempre pide más.
Ballardiano es, según el diccionario Collins, "Referente a James Graham Ballard, novelista británico, o a su obra; Que se parece o sugiere las condiciones descritas en los relatos o novelas de Ballard, esp. la modernidad distópica, los desoladores paisajes creados por el hombre y los efectos psicológicos del desarrollo tecnológico, social o ambiental". Recorro la exposición, muy imaginativa, aparatosa en las formas pero un tanto anémica en el fondo, entretenida en cualquier caso, rastreando signos ballardianos.
Tengo en casa la autobiografía del escritor, Milagros de vida, y me interesa muchísimo su nacimiento en Shangai y la famosa experiencia en el campo de concentración japonés, que luego Spielberg rentabilizó en El imperio del sol. El grueso de la obra ballardiana, sin embargo, no me agrada. Leo fragmentos de Crash, de Exhibición de atrocidades, y el efecto que me producen es definitivamente desasosegante, cuando no del todo desesperanzador.
Creo que algunos pasajes de la exposición (el auto semienterrado en la arena, la reproducción de la sala de hospital con sus biombos y sus camillas gélidas) también lo pretenden. Uno sale de allí pensando que tal vez ese futuro que ya es presente sea, en efecto, una mierda. Pero apenas empieza a caminar por este Raval remozado, tampoco puede uno evitar una sonrisa al recordar a don Antonio Machado: por suerte, hoy como ayer, mañana es siempre todavía.

Barcelona (V) Su poquito de memoria histórica

Olvidé consignar en las anteriores entradas otro curioso encuentro barcelonés, el que tuve con Ian Gibson en el ascensor del hotel. El hombre está que no para últimamente con el affaire Lorca, pero en el fondo no hay nada nuevo: es el fin de una historia que, guste más o menos su resultado bibliográfico, para él empezó hace veinte años. Y lo mejor no son quizá las luces que haya podido arrojar sobre la vida y la muerte del poeta de Fuentevaqueros, sino su contribución a la idea general de que hay una parte de nuestra Historia que merece ser contada y recordada, sin rencor y con el mayor sentido de la justicia.
Iba pensando en ello camino de casa de mi tía Rosa -en realidad tía de mi padre- en la calle Diputació. La tita Rosa no me veía prácticamente desde hacía 30 años, cuando vine con mis papis en el J.J.Sister, visité el zoo y jugué a los Hombres de Harrelson con mi tío Pepe, en paz descanse. De todo ello me quedan nebulosos recuerdos y fotos en blanco y negro, lo cual explica que al pulsar el telefonillo me sintiera como Ricardo Darín en Nueve reinas, intentando estafar a alguna anciana: "¿Tía? Soy tu sobrino, ¿no me reconocés?"
Me reconoció, aunque mucho más crecido que la última vez, claro. Nos fuimos a almorzar a un restaurante cercano y allí, entre plato y plato, se me ocurrió hacer un poquito de memoria histórica y preguntar cómo había sido la vida de mi abuela paterna en la Ceuta de la inmediata posguerra. No es que haya sido un tema tabú en mi familia, es que sencillamente nunca se había hablado de ello. Fue así como me contó mi tía Rosa que su padre, Domingo Val, era un campesino que labraba su pequeña finca cerca de la playa de Calamocarro. Que de esa tierra fue desposeído por cierto Padre Moguer, al parecer una joya de sacerdote que lo denunció como rojo, cuando la única militancia de mi bisabuelo había sido la azada, el azadón y la azadilla. Que a resultas de aquello quedaron desamparadas una madre con cinco churumbeles y un hombre inocente fue condenado a larga prisión en Ceuta y El Puerto.
Cuenta mi tía con detalle, pese a su memoria frágil, que aquel antepasado llegó a hacer cola camino del paredón. Y que fue el mismísimo Millán Astray, ese filántropo, quien le preguntó:
-Val, ¿qué hace usted ahí?
-Lo que quieran los hombres -dicen que respondió, resignado.
Alguna tecla rara debió de activar aquella frase en el putrefacto corazón de aquel señor, porque al instante lo apartó de la fila y lo devolvió a su celda, donde al parecer se derrumbó como cualquiera en su lugar se derrumbaría. Al cabo de los años recobró la libertad y sobrellevó su vida y su familia como buenamente pudo.
Uno no elige a sus ancestros, de modo que no tiene que responder por ellos. Pero de todas las posibilidades que se abren ante uno cuando indaga en el pasado familiar, cuanto tenga de verdad ésta que me brindó la tita Rosa no hace sino llenarme de orgullo y de un extraño, lejano, triste afecto que sólo es posible rastrear oyendo eso que llamamos los ecos de la sangre.

viernes, 17 de octubre de 2008

Barcelona (IV) Casa Tusquets

Si alguna vez me convencen de que este mundo está definitivamente envilecido, abandonado a la mezquindad, la estupidez y la mala uva, prometo hacer una última peregrinación a la carrera Cesare Cantù, 8, en Barcelona, en busca de la última prueba que lo desmienta. Allí, en esa especie de Villa Adriana repleta de libros de lomo negro -pero negro esperanza, como se dice de ciertos verdes-, quiero yo encontrarme con Delia y Natalia, tándem tan aliterado en los nombres como competente y encantador dentro y fuera de su faena cotidiana. Si están allí, habrá un rayito de luz en medio del compacto escuadrón de las sombras, que diría Valente.
Los visitantes habituales de estas Raíces y Puntas saben que no suelo mencionar nombres de editoriales, pero en las últimas entradas he dado involuntariamente dos. Nada me importa reincidir por tercera vez para referirme a Tusquets, esa editorial en la que todos querríamos publicar, y no sólo por estar en el mismo catálogo que Sciascia, Kundera, Michaux, Irving, Updike, Murakami o Jünger, sino también por desayunar algún día en calidad de prota en ese jardín fabuloso y, sobre todo, porque Delia y Natalia te lleven las cosas de prensa en la Ciudad Condal.
Con ellas tuve ayer gratísimo almuerzo para celebrar, entre otras cosas, su reciente premio Nobel. Me refiero, como es obvio, al de LeClèzio, pero como ese señor era casi desconocido hasta anteayer, yo prefiero alegrarme por Beatriz de Moura, gran editora y alma mater de Tusquets, y por supuesto también por Delia y Natalia, cuya abnegada tarea hace esta profesión de escribir sobre libros mucho más hermosa. Porque LeClèzio está muy bien, sí, pero ellas se han ganado a pulso otro máximo reconocimiento: el que caprichosamente otorga esa pequeña Academia Sueca que todos llevamos en nuestro corazón.

Nota.- Hablando de premios Nobel, voy a perderme las charlas de Gao Xingjian y Coetzee, que la semana próxima vendrán a Barcelona para participar en un festival cuya figura más esperada será, no obstante, Lou Reed. ¡To los gustos no te los puedes dar!

jueves, 16 de octubre de 2008

Barcelona (III) The morning after

The morning after [La mañana siguiente] era el título del disco de un grupo alemán bien metalero llamado Tankard, en cuya portada podía verse a un muchacho con evidentes signos de resaca en medio de una habitación caótica. Nada que ver con el aspecto con que hemos amanecido la mía y yo, como para hacernos una foto, vaya: impecables. En la fiesta planetaria de ayer los cubatas estaban tan caros y el ambiente era tan refinado que nos batimos un récord batiéndonos en retirada: a eso de las dos cada uno estaba en su cama y dios en la de todos. Nuestras madres estarían orgullosas.
Al rato de abrir los ojos hice recuento de rostros populares que vimos anoche: la indestructible Ana María Matute, las piernas infinitas y bien torneadas de Ana García-Siñeriz, la apostura desenfadada de Fernando Schwartz, Boris Izaguirre acaparando flashes, la velocidad de Tomás Val mascando chicle, Ángela Becerra tan elegante que llegamos a creer que el premio era para ella, Espido Freire como vestida de novia...
De los ganadores no puedo decir mucho: Fernando Savater merece todo mi respeto -y mi solidaridad, dada su condición de amenazado por los intolerantes-, pero hace rato que su literatura me interesa poco. Y no le perdono que su libro sobre Borges fuera un refrito de lo más desganado, pero igual me alegro por él. En cuanto a Ángela Vallvey, que ganó el Ateneo de Poesía el mismo año que yo gané el de cuentos, la vi chispeante en la rueda de prensa pero apagadísima después, casi triste. Dicen que era porque tiene al novio lejos, pero con 150.250 euros yo creo que dos amantes se sienten como más cerca. Pues nada, apagadísima. Una vez me preguntó cómo se titulaba mi libro y le dije que La defensa siciliana. Se disculpó aduciendo que no sabía nada de fútbol, pero dejó entrever que tampoco de ajedrez. En cualquier caso, creo que es una mujer muy inteligente: leeré su novela.
A lo que vamos: lo mejor ha sido el desayuno de la morning after, donde todos parecíamos algo así como muñequitos de Second Life. El bueno de Javier Sierra leía La Vanguardia, Juan José Millás y su mujer sorbían un pacífico café, Marta Rivera de la Cruz nos pedía con su mirada transparente y tristonga que le abriéramos un botecito de mermelada... Tankard, desde luego, nunca nos habría fichado para sus portadas. En todo caso, Supertramp en su Breakfast in America, por aquello del premio: "I'm a winner, I'm a sinner..."

Barcelona (II) Malta en los Planeta

En adelante, cada vez que vaya a cubrir un premio, me temo que va a ser imprescindible para mí el recuerdo de José María Bernáldez, síntesis perfecta de erudición y buen humor que, sobre todo en este tipo de eventos, tenía la costumbre de salirse de la tabla. En la cena de los Planeta de anoche no me lo saqué de la cabeza, y a la hora de chocar las copas el brindis unánime fue en su honor. Y así debe ser en todas las cenas, mientras su recuerdo nos acompañe, nos indique el buen camino y nos siga provocando risas la llama viva de su anecdotario.
Aunque no hay consuelo para esa pérdida, me gustó tener ayer al lado en la mesa a Guillermo Busutil, escritor y director a la sazón de la revista Mercurio, con quien charlé largo y tendido sobre la isla de Malta. Sí, señor, han leído bien. Malta, tan chica, medio invisible en el mapa del Mediterráneo, da para mucho. Eso aunque las cosas por las que se la conoce no sean en realidad propias de Malta. Me explico. El halcón maltés, por ejemplo, era en realidad siciliano, como una puede comprobar releyendo las aventuras de Sam Spade en la novela de Hammet. El whisky de malta no es originario de la isla, por más que un compañero se empeñara una vez en que yo le trajera una botella de auténtico whisky made in Malta: la encontré, por supuesto, pero estaba malo con avaricia. El Corto Maltés del dibujante Hugo Pratt sí que nació en La Valetta, pero como todo el mundo sabe era hijo de un marino británico y de una singular Niña de Gibraltar nacida en Sevilla.
Quién sí es maltés de pura cepa, y no me miren así, es Guillermo Busutil. Como lo oyen. Busutil -apellido materno- procede de La Valetta, y lleva años rastreando la historia de su familia para escribir un novelón. Yo le animo a ello, porque el borrador que me contó no tiene desperdicio. Una saga que va de la cercana isla de Gozo, formidable rompiente de olas legendarias donde Calipso trató de retener en vano a Ulises [yo visité su cueva, o lo que dicen que es su cueva, tan diferente de mi amado cuadro de Boecklin] hasta el futbolista que metió el único gol maltés en el no menos mítico 12-1 contra España, un primo suyo llamado precisamente Busuttil.
Ánimo a Guillermo para que escriba esa historia, no sólo por su familia, que ha depositado sobre él tamaña responsabilidad, y por nosotros, los lectores curiosos, sino por la propia isla de Malta, huérfana de tradición literaria propia, tal vez por tener una lengua autóctona dificilísima y una tan abusiva como literariamente estéril presencia del inglés. ¡Fuerza y tinta, amigo!

miércoles, 15 de octubre de 2008

Barcelona (I) Años después

Cómo ha cambiado Barcelona, para mejor, en una década. La última vez que vine fue para visitar a una medio novieta cubana que trabajaba como gogó en un garito del Maremágnum. Entonces me alojé en una sórdida pensión por detrás de las Ramblas de la que sólo recuerdo un colchón que no merecía tal nombre y un cuadro desvaído de Cádiz en el pasillo, oscilando en su alcayata. Ella (mi habanera, no la alcayata) dormía todo el día, cómo es lógico, y yo me dedicaba a turistear un poco. Jugué a la petanca con unos vejetes junto a la Sagrada Familia, recorrí el Parque Güell, me deslumbraron los grabados de Picasso, compré muchos discos cerca del Raval. Me recuerdo así y casi no me reconozco, es como verse a uno mismo en una película representando un extraño papel.
Ahora escribo desde un hotel de cinco estrellas de la Plaza Pius XII y la sensación es también chocante, pero menos. En todos los años que llevo en el periodismo nunca había cubierto el premio Planeta. Éste me ha tocado. Ayer a mediodía, sin tiempo de echarnos al cuerpo siquiera un pan con tomate, nos llevaron al Teatre Nacional de Catalunya para la primera rueda de prensa: allí estaba Lara con los jurados conocidos, Carmen Posadas y su belleza andrógina, Pere Gimferrer el poeta, el divertido Álvaro Pombo, la malaje de Rosa Regás y sus gafas azules, Alfredo Bryce y su leyenda de santo bebedor, siempre a punto de pedirse un vodka con Lima. También vi a muchos periodistas de todo el país que sólo veo de premio en premio, como si desaparecieran y aparecieran en función de estos cuchipandeos. Claro que igual ellos pueden pensar lo mismo de mí.
A la tarde noche, después de intercambiar las clásicas especulaciones -¿ganará Savater? ¿será Ángela Becerra o Ángela Vallvey?-, me desentiendo de mi profesión y quedo con mi amiga Karol, de la que hablaré más adelante, para cenar por el barrio gótico, lleno de tiendas cucas y bares chetos, pero también con esquinas y balcones bellísimos, con destellos que me recuerdan un poco, cómo no, a mi Sicilia. Y para terminar la noche, me reúno con la cultureta en el Luz de Gas, legendario local en el que descarga una espléndida formación de jazz y ponen unos nada desdeñables gin tonics. Camino del hotel, veo en un kiosko el nuevo libro colectivo que ha lanzado Melusina bajo el título Odio Barcelona. Yo no.

lunes, 13 de octubre de 2008

Sandro Penna: menos es más

En un mercado palermitano me vendieron, carísimo por cierto, un ejemplar de cierta revista siciliana en la que encontré una foto fantástica: un grupo de señores enchaquetados y reunidos alrededor de unas mesas de café, concretamente las del Caffè Greco de Roma. Todos ellos miran a la cámara, de modo que el espectador tiene la sensación de haber entrado en una sala en la que estaban esperándole. Entre ellos se distingue a Carlo Levi, a Orson Welles lampiño junto a la actriz Lea Padovani, al siciliano Brancati y a Sandro Penna, el gran poeta de Perugia.
A este último lo he estado releyendo con inmenso placer en los últimos días. Homosexual y amante de los jovencitos como su compadre Pasolini, siempre a dos velas pero nunca dispuesto a prescindir de un gusto, hecho a sí mismo, Penna es un maestro en decir muchas cosas con la mayor economía de medios. Pongo algunos ejemplos: "Quizá la juventud no es más que este/ perenne amor a los sentidos y nunca arrepentirse". O este verso simple y clamoroso: "He pasado dos días sin amor". O esta bonita paradoja: "De mi íntimo acuerdo nacen/ las críticas discordias". O este casi aforismo: "¿La belleza de quienes no saben/ no es más bella que la de quienes saben?". O este último, jocoso epigrama, por el que Marcial habría dado sus buenos sextercios. Lo copio y me llevo mi boca, porque no hay nada que añadir.
El problema sexual
abarca toda mi vida.
¿Para bien o para mal?
Me lo pregunto día a día.

De Bienal (y IX) Morente, camino de los 70

El periodismo puede ser cualquier cosa, menos monotonía. No hay quien te salve de alguna jornada soporífera picando teletipos chorras -y ahí hay que invocar a Lao Tsé y aquello de gobernar un gran país/ como freir un pequeño pescado- , pero de vez en cuando puede que tu jefe te encargue algo tan apetecible como, por ejemplo, llamar a Enrique Morente para una entrevista. Entrevistar a un sabio, y uno tan educado como Morente, no como Steiner, es siempre una compensación que te reconcilia con el oficio para varias semanas.
Mientras repasaba datos, caí en la cuenta de que Morente fue el primer cantaor que yo escuché con gusto, pues participaba del proyecto Macama jonda -dirigido por el poeta Pepe Heredia Maya con la Orquesta Chekkara- que mi padre llevaba en el casette del coche cuando íbamos camino de embarcarnos en Algeciras, ¡cuántas veces escuché yo esa Tarara! Y luego aquel disco, Sacromonte, con una batería que me impresionó casi tanto como la de La leyenda del tiempo de Camarón. Una vez vi una foto de su hija Estrella en una revista y soñé que Enrique era mi suegro, pero fue una vez sólo. Y al fin llegó Omega, esa joya. Lo vi en directo en el Espárrago Rock de Jerez y me pareció sencillamente asombroso. Y lo he tarareado en Wall Street, eso de "la aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno...", y por la Quinta Avenida, "primero conquistaremos Manhattan...", pero siempre con la voz de Morente en los oídos. En persona lo vi a menudo por Candela, pues Miguel -otra vez Miguel- y Morente fueron íntimos compadres, pero nunca me acerqué demasiado. Creo recordar que jugaba muy bien al ajedrez.
El caso es que en la clausura de la Bienal, por más que los cabales puedan sacarle faltas por aquí y por allá, estuvo inmenso. Me puso la piel, como diría Bohórquez, como el caparazón de un centollo cantando por malagueñas. En la soleá se me fue la cabeza, y cuando la gente empezó a aplaudir volví del trance sin saber ni dónde estaba. Venía el artista ronco, medio mudo, y yo no sé de dónde sacó la voz para llegar a todos los agudos, incluidos los del Aleluya. Y va camino de cumplir 70 años. Que siga ahí hasta por lo menos 70 más, ¿por qué no?, que hoy la ciencia avanza que es una barbaridad.

Un recuerdo de Pavese

Ella me había pedido que no cogiera ese avión, me dijo que no era un buen momento para vernos, y yo me sentí absurda e infinitamente desdichado. En un rapto de instinto autodestructivo, me leí sin respirar doscientas páginas de El oficio de vivir, me bebí tres cuartos de botella de Havana Club de tres años y escuché unas veinte veces seguidas un disco de Andi Deris. Lo que no me mate, debí de pensar, me hará más fuerte. Ahora recuerdo aquella catarsis de opereta con cierto sonrojo, pero tampoco abjuro del todo de ella: uno no puede pasarse la vida pidiendo perdón por sus fatales infantilismos. Al día siguiente me desperté con resaca, con un solo de guitarra tenaz metido en los oídos y con una incurable admiración (y compasión) por Cesare Pavese.
Ahora, en el centenario del escritor, vuelvo a encontrarme con el piamontés en una hermosa novela, Entre mujeres solas. Reconozco en cada página al observador piadoso, al prosista ágil y lleno de determinación, al hombre para el cual dejar de vivir equivalía a dejar de escribir. Ahora que empieza el otoño y que quien más, quien menos dejamos que el perro sato de la depre nos muerda los tobillos, a ratos me parece que somos como los personajes de Pavese, cansados de pedirles cosas a la vida, y aburridos de que ésta nos lo conceda todo. Pero siempre hay algo bueno y nuevo que echarse al cuerpo: una relectura de Pavese -no olvidemos su magnífica poesía, Trabajar cansa, que me recomendó Pepe Olivares, o su novela El Bello verano- o un buen traguito de Havana Club. Otro día hablamos de Andi Deris, que por cierto lleva mucho tiempo sin sacar disco en solitario.

domingo, 12 de octubre de 2008

De Bienal (VIII) La película de Diego Amador

Me cuentan, sin que haya logrado confirmarlo, que la película documental Polígono Sur iba a estar en principio protagonizada por Diego Amador, pianista, multiinstrumentista cabría decir, de la gran saga flamenca de los amadores. Al parecer el Churri, como le llaman cariñosamente, no estaba bien de salud debido a antiguas adicciones perniciosas, y su aparición en la cinta quedó en una anécdota. La ambiciosa directora -y ex modelo- francesa Dominique Abel hubo de replantear el guión, y lo que iba a ser un monumento dedicado al arte silvestre de las Tres Mil Viviendas quedó, a mi parecer, en una grotesca sucesión de quintos de cerveza, palmitas y oles.
No sé si la cinta se precipitará al olvido, pero sí sé que Diego Amador cada día hace más méritos para ser inolvidable. Se presentó en la sala de prensa de la Bienal con buen aspecto y dispuesto a darnos jugosos titulares, haciendo memoria de cuando empezó a tocar con un teclado casi de juguete, y cómo después de montarle el puesto del mercado a su padre se metía en la furgonetilla para comerse el coco sacando melodías. "A mí lo que me gustaba era Herbie Hancock, pero como no me salía, me mosqueaba. ¿Cómo le iba a salir eso a un niño?". Ahora le sale, vaya si le sale. Escuchen Río de los canasteros, por un poner. Hancock por bulerías. Swing gitano. Eso sí es de película.

sábado, 11 de octubre de 2008

Mariscal tiene arte

Yo acababa de cumplir la mayoría de edad y aquella mascota me parecía, como a casi todo el mundo, un mamarracho. ¿Un perro, un perro para representar a España? Con el tiempo he ido apreciando mucho más, e incluso admirando, la vasta obra como artista y diseñador de Javier Mariscal. Ni los más fieros detractores pueden negarle un estilo personal y un gran sentido del humor. Ambas cosas volvieron a ponerse de manifiesto hace unos días, cuando vino a Sevilla a inaugurar una exposición. Mariscal está tocado por esa luz, que a mí se me hace tan catalana, del burgués bien criado y de intachable formación, y a la vez gamberrete, iconoclasta y vividor.
Me reí mucho con todas sus ocurrencias, y sólo lo vi ponerse serio, serio de veras, cuando le pregunté por el hecho de que los artistas contemporáneos estén siempre bajo sospecha de fraude por parte del gran público, que llama camelo a todo lo que no entiende. Mariscal pidió respeto para todo aquel que se dedica al duro oficio del arte, e insistió en la idea de que la cultura es un alimento de primera necesidad: "Si dejas de comer, siquiera un poco de maíz, te marchitas a paso rápido. Pues lo mismo sucede con tu alma si no consumes arte, poesía, lo que sea".
La cuestión de los camelos me recordó una conversación con Iván y Dani, en Madrid: ¿Cómo reconocer qué es arte y qué es timo? La única receta que se me ocurrió, y la sigo defendiendo, es esta: es timo aquella presunta obra de arte que se corresponde exactamente con su definición. Un televisor dentro de una bolsa de plástico transparente, por ejemplo, es un timo. Pero es imposible imaginarse el Guernica, un cuadro de Tápies, una obra de Eliasson o de Sol LeWitt recurriendo sólo a las palabras. Y recordé también un sms que recibí al día siguiente de Dani, que por entonces estaba enganchado a un guitarrista anglosajón llamado Andy Timmons, que preguntaba con franco interés: "Andy, ¿es arte o es Timmons?"

De Bienal (VII) Talento y revelación

La Bienal va tocando a su fin, ya era hora, y repaso en mi libreta algunos momentos estelares del ciclo. Un café con Merche Esmeralda, bailaora veterana y maestra de bailaoras. El espectáculo de Andres Marín, con ese Llorenç Barber haciendo una demostración de difonía (hasta ahora yo sólo había oído algo así en disco, nunca en vivo). La guitarra de Pedro Sierra, el piano de Pedro Ricardo Miño. El mundo a compás de Diego Carrasco. El clasicismo blanco de José María Gallardo. Las seis cuerdas memoriosas de Serranito. La voz cargada de futuro de Arcángel. Las palabras de Ortiz Nuevo, que para mí será siempre el autor de ese impagable tratado de realismo mágico titulado Las mil noches de Pericón de Cádiz, que me recomendó la Rossetti como se recomienda a un clásico: y Ana siempre lleva razón.
Se acerca una compañera del periódico a preguntarme cuál ha sido la revelación de la Bienal. Para mí, no hay duda: el fotógrafo colombiano Ruvén Afanador, autor del cartel y de las fotografías que todavía salen al paso de los transeúntes en la avenida de la Constitución. Mezcla de sueño y de pesadilla, mago del contraste, poeta del blanco y negro, reinventor de la feminidad. Nunca fue tan cierto aquello que se decía de Lola Flores: no canta, no baila, no se lo pierdan.

Premio Nacional para Margarit

En la prensa cultural a menudo nos dejamos fascinar por los mecanismos de eso que llaman el éxito. Desde la descarnada voracidad del trepa a las más sofisticadas técnicas de márketing, del más evidente amiguismo a las triquiñuelas más imprevisibles, unos y otros buscan su atajo para ceñirse cuanto antes la corona que ambicionan: buenas ventas, premios, portadas, notoriedad pública. Pocas veces pensamos que la cosa tal vez pueda ser más sencilla. Que uno vaya probando, buscando, puliendo, y un buen día lo que hace se cruce en la vida de otro y establezca una espontánea simpatía, incluso un lazo muy parecido a la amistad.
Eso me pasó a mi, hace años y sin que él lo haya sabido nunca, con un poema de Joan Margarit. Él tendría sus motivaciones para escribirlo en Barcelona, pero cuando yo lo leí en Cádiz sentí que hablaba de mí, que me daba herramientas para entender mi mundo y vivirlo mejor. No tengo ese texto a mano, y no quiero citarlo mal, pero tampoco importa. El final del cuento es que, cuando consigues que esos encuentros sean muchos, cuando logras conformar algo así como una legión de gente agradecida y por ello fidelizada, entonces has dado con otra acepción del éxito. Y con un poco de suerte, te dan un premio. El Nacional, por ejemplo.

martes, 7 de octubre de 2008

De Bienal (VI) Reencuentro con Mercé

José Mercé es alto, es guapo, tiene unos bonitos ojos y un pelo cuyas raíces y puntas para mí quisiera. Pero además es uno de los flamencos de trato más agradable de cuantos pueda uno echarse a la cara. Siempre pone la sonrisa, siempre tiende la mano. Nunca gasta fuerzas inútiles en ronear, y bien que podría. Se le critica -y yo creo que con cierta razón- el hecho de tener un repertorio de cantes limitados. Goza de buenas facultades, pero nunca despliega conocimientos demasiado vastos. Eso sí, en sus grabaciones, aun en esas tan criticadas por los puristas, uno siempre encuentra motivos para la emoción. El productor Isidro Sanlúcar tiene buena culpa de ello, pero a la voz de Mercé, de hermosas maderas gitanas pulidas en el barrio de Santiago, se le debe también su cuota.
La semana pasada volví a verlo en rueda de prensa, y recordé la última entrevista que le hice, concretamente para El País. Guardo una foto con él y Moraíto Chico de aquel día, en el estudio de Kaleta Records, mientras grababan un disco que bien podía ser Lío. También guardo en la memoria la advertencia del mánager: "Por favor, no le preguntes por el niño". Mercé acababa no hacía mucho de sufrir la pérdida de un hijo, pero ahí estaba, intentando sobreponerse y alumbrar esa otra criatura. El hombre estaba roto, pero me quedó una imagen de él, dentro y fuera de la pecera, de una profesionalidad intachable, ésa que tanto se echa de menos en el mundillo jondo.
El otro día estaba alegre, casi jovial, como si el tiempo no hubiera pasado por él, rápido en las bromas y también reflexivo cuando encartaba. No sé si será Mercé un buen maestro para los cantaores del mañana, pero sí un ejemplo del saber ser y el saber estar.
Ole tú, José.

Un nieto de Miguel Ángel Asturias

Nunca sabe el escritor quién va a leer sus libros, pero desde luego puede estar seguro de quién no va a leerlos: su familia. Salvo honrosas excepciones, siempre que muere un gran maestro -o una gran maestra, no nos pongamos tontos-, el primer sorprendido con la necrológica elogiosa es el hijo o el cónyuge, que había pasado, sin saberlo, años bajo el techo de un portento de las letras. Sí, lo veían pasar horas trasteando entre papeles, algunas veces parecía que ni estaba en casa, de tan silencioso, se acostaba tarde, pero nadie imaginaba que el resultado de esos desvelos fuera para tanto.
Pensaba en esto antes de entrevistar a Javier Argüello, chileno de nacimiento, argentino de crianza y español de adopción, que ha debutado brillantemente como novelista con El mar de todos los muertos, obra apadrinada por Vila-Matas y celebrada ya por la crítica. Pues bien, por esas carambolas de la vida, Argüello es sobrino-nieto de Miguel Ángel Asturias, y era difícil no preguntarle a un escritor qué se siente siendo pariente del Nobel autor de El señor presidente. ¿Pesa la responsabilidad? ¿Aprieta el respeto, ahoga? Argüello, con muy buen sentido del humor, responde: "No creas, en casa siempre se hablaba de libros, mis tías abuelas eran grandes lectoras, pero en la familia Asturias no era un fantasma muy presente para nada".
Al menos le quedó el consuelo de las coronas suecas, ¡Sic transit gloria mundi!

sábado, 4 de octubre de 2008

De Bienal (V) Fantasmas del Candela

Cuánto me acuerdo, estos días, de Miguel Candela. Alguien que muere lejos, que no deja su vacío en lo cotidiano, queda como en suspenso, en un extraño aplazamiento. No es una desaparición, es otra demora, otra promesa de reencuentro. Mi amigo Ramón, por ejemplo, sigue esperándome en una Habana imposible; Miguel en esa esquina de Olmo y Olivar que ya nunca va a volver a ser nuestra. Me entristece, nadie sabe cuánto, esta sensación de que el mundo del flamenco se ha olvidado de él. ¿Tanto costaría haberle hecho un homenaje, no sé, algo, en esta Bienal?
Me he ido encontrando a mucha gente que remite a aquel universo de humo y guitarras, que me parecen salidos de él. A Kioko, hoy figura familiar, me la presentaron en Candela una noche que andaba por allí también Jorge Pardo. El bailaor Juan de Juan, tras la rueda de prensa de su último espectáculo, se acercó a preguntarme: "¿Nosotros alguna vez no la hemos pegao, verdad?" ¡Cómo no, hasta las claras del día, cuando él era casi un niño, en aquellos maratones llenos de arte y vicio! A Estrella Morente también la descubrí allí, en medio de un círculo compacto de flamenquitas entusiastas, cuando todavía quedaba mucho para que grabara su primer disco. Ayer estuve con Cañizares y recordé que sus Noches de imán y luna las había escuchado por primera vez ¿dónde si no? en Candela.
A Porrina y sus percusionistas me llevó Miguel a verlos una noche a Casa Patas, donde por cierto también andaba mi medio paisana Sara Baras. A Arcángel, a quien también interrogamos ayer en rueda de prensa, lo oí cantar una noche por fandangos que quitaba el sentío en la cueva de Candela, con Niña Pastori al lado. Y a Chano Domínguez, con quien conversé un rato la semana pasada, me llevó a verle Miguel unos carnavales a su casa de El Puerto, lástima que se había partido un brazo al resbalar con una placa de hielo en Copenhague y no pudo tocarse nada.
No, no es que nadie se acuerde ya de Miguel Candela. Es que no pesa el sentido de la deuda. ¿Qué se hace por alguien que tuvo abiertas al arte las puertas de su casa durante veintipico años?
A lo mejor Miguelillo ya no necesita de ese calor, a lo mejor cualquier homenaje sólo le provocaría un encogimiento de hombros, como un día que hablábamos de una novia muy guapa que tuvo y con la que había roto, y yo le pregunté si acaso ella no le quería.
-Qué va, me quiere con locura. ¿Pero para qué quiero yo el querer?

De repente, Félix Grande

A pie o en bicicleta, me gusta rodar por Sevilla desde Prado hasta la Alameda, ese paseo de aromas barrocos mezclados con tentaciones consumistas -hablo de FNAC, la Casa del Libro, Beta. Me gusta, y mucho, que ésta sea una ciudad lo suficientemente grande como para no encontrarte con quien no quieres, pero que en cambio propicie encuentros casuales de lo más gratos. Cada vez soy más miope, de modo que ese lapso en el que uno no termina de reconocer a una figura familiar -¿Es? ¿No es?- me depara siempre minutos excitantes.
El otro día iba caminando la orilla de la Catedral cuando divisé a lo lejos la cabeza plateada, de tribuno romano, de Félix Grande. Conforme íbamos acercándonos -¿Es? ¿No es?- me invadió una progresiva alegría que culminó en abrazo. No es este post el lugar para hablar de mi admiración por la obra de Félix, de su talla de poeta, de narrador, de conocedor de la literatura, las artes y el flamenco, de su altura humana. Otro día hablaré también de su mujer, Paca, Paquita, mi poeta preferida. Ahora sólo quiero consignar aquel breve encuentro, las cuatro palabras que cruzamos:
-¡Félix! ¿Qué te trae por Sevilla? ¿Vienes a la Bienal, o...?
-No, no, me marcho hoy mismo, sólo vine -y señaló a dos señores que le acompañaban- a una cosa de los sindicatos...
-¿Y Paca, está bien? Llevo buscando un libro suyo, el último, desde hace meses, y no hay manera, ni en Madrid...
-¡Cómo! ¿El de las Nanas? Llámala, te lo manda hoy, ¡esta misma tarde!
Seguí el camino pensando que me gusta vivir en una ciudad en la que pueda encontrarme de casualidad a gente como Félix Grande.

miércoles, 1 de octubre de 2008

De Bienal (IV) Carmen Linares y JRJ

Cuando oigo el nombre de Carmen Linares pienso en una mujer con una clase desbordante, una voz cálida y al mismo tiempo sumamente jonda, y al momento casi estoy escuchando las letras terribles de esas cantiñas que creo patentó Rosa La Papera, la mamá de la ilustre Perla de Cai: "Toma este puñal dorao/ y ponte tú en las cuatro esquinas/ y dame tú de puñalás/ y no digas que me olvidas/ y no me lo digas jamás..." [Malas puñalás, pienso, le den a tanta amorosa -es un decir- puñalá que estos días salpican de sangre los periódicos, y que de tan concurridas amenazan con abandonarnos a la indiferencia, con hacer un callo en nuestra capacidad de conmovernos].
Como un cuchillo se hunde en la sensibilidad de quien escucha el rajo brillante, afilado, de la Linares, que ahora ha montado un hermoso repertorio, basado en poemas de Juan Ramón Jiménez, con un musicazo flamenco llamado Juan Carlos Romero. En la rueda de prensa dije, y lo mantengo, que JRJ es el menos flamenco de los clásicos andaluces: demasiado cósmico, quizá, para una cultura demasiado telúrica. Sí me parece, en cambio, el primero de nuestros poetas absolutamente moderno.
Y como para refrendar esta opinión, encontré esa misma tarde sobre mi mesa de trabajo el Diario de un poeta reciencasado, en la edición que el obstinado Pedro Tabernero ha lanzado con unas bonitas ilustraciones de Jacobo Pérez-Enciso. Ahí mismo empecé a viajar por sitios queridos y muy revisitados, otros apenas columbrados en la imaginación, y entre tanto vaivén de Cádiz a Nueva York y de San Juan a Maryland, se me empezó a colar por las circunvalaciones del seso otra voz femenina, la de Estrella Morente, haciendo un fragmento de Ideolojía por bulerías.
Y claro, acabé preguntándome: ¿Seguro que aquel malaje genialoide de Moguer era tan poco flamenco?

Otras lecturas/relecturas del mes de septiembre

Samuel Beckett. Malone muere.
José Manuel García Gil. Aguas prohibidas.
Antonio Gnoli/ Franco Volpi. El dios de los ácidos.
Antonio Gnoli/ Franco Volpi. Los titanes venideros.
Bernardino de Escalante. Navegación a Oriente y noticia del reino de la China.
François-René de Chateaubrian. Viaje a Italia.
Vicente Tortajada. Azahar y vitriolo.
Luis Sepúlveda. La lámpara de Aladino.
Aldous Huxley. Las puertas de la percepción.
Aldous Huxley. Cielo e infierno.
Rafael Chirbes. Mediterráneos.
Rafael Chirbes. Mimoun.
VV. AA. La voz de la manigua.
Ryunosuke Akutagawa. Vida de un loco.
Tobias Wolff. La noche en cuestión.
Kyoichi Katayama. Un grito de amor desde el centro del mundo.