Cuando estuve en Cracovia, vagando solo por las calles adoquinadas y anochecidas, miraba hacia arriba preguntándome cuál de esas luces encendidas podría ser la casa de Stanisław Lem. Y soñaba con llamar a su puerta, compartir con él un café o un vaso de zubrowka, contarle cómo me había reído a carcajadas con sus Diarios de las estrellas o todo lo que para mí significa Solaris. En su lugar, tuve que conformarme con jugar a músico ambulante, tocando el cajón con unos flamencos polacos que a su vez soñaban con remedar las falsetas de Vicente Amigo.
Lem murió unos meses después, pero leyendo sus memorias de infancia, El castillo alto, me han entusiasmado algunas coincidencias con mi propia vida. Por ejemplo, que canalizara sus primeras ínfulas literarias en el instituto, a través de plagios maquillados con algunos detalles de cosecha propia. Pero sobre todo, que su padre se dedicara a la otorrinolaringología, como el mío, y un día le mostrara una colección de objetos similar a la que mi padre me mostró: "cuerpos extraños procedentes de las tráqueas y los esófagos de sus pacientes; cosas bastante inocentes por sí solas, aunque maravillosas si se piensa de dónde habían salido". Lem enumera anzuelos, broches varios y judías que habían comenzado a germinar, monedas, un rollo de película. Yo recuerdo también botones de diversos tamaños, y alguna canica.
Me hubiera gustado contarle eso al viejo Lem. Y luego, si quedara tiempo, hablaríamos de Solaris.
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