Contraviniendo mi norma de esperar cien años antes de leerme cualquier best-seller, por aquello de juzgarlos con la debida distancia, me embarqué en las páginas de El niño del pijama de rayas, de John Boyne, del que ahora todo el mundo habla. Quién me mandaría. El libro es un cúmulo de lugares comunes archimasticados, sencillo en la forma, simple en el fondo, que toma un poquito de Ana Frank, otro poquito de Roberto Benigni y unas gotas de Spielberg, y con eso construye una historia sensiblera y efectista a más no poder. La cosa no tendría mayor peligro si no fuera por lo que subyace bajo la narración: ese modo de infantilizar al lector, de decirle que él también puede ser ese niño, absolutamente inocente de cuanto pasa a su alrededor; de que el mundo es algo incomprensible en el que un puñado de locos pueden encerrarnos, de un día para otro, en un cuarto sin ventanas y abrir la espita del gas. Para qué leer a Sebald, a Haffner. Por si cupiera alguna duda, siento la mayor repugnancia por todo lo que el nazismo supuso y supone para Alemania y para el resto del mundo. Pero lamento que Boyne y su chico no nos ayuden demasiado a conocer al enemigo.
Nota.- Por falta de tiempo, pero también de ganas, no fui a conocer Auschwitz, o sea, el parque temático del horror que han levantado allí. Me quedé en Czestochowa, contemplando el dolor inefable de los cristos de Duda-Gracz.
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