En algún sitio cuento cómo encontré en Palermo la tumba de Lampedusa. Considerando que era príncipe y duque, anduve buscando entre los fastuosos panteones del cementerio de los Capuchinos, hasta que descubrí que el gran novelista estaba enterrado bajo una losa corriente y moliente, junto a su chica, Alessandra Wolff-Stommersee, sin más lujos: al muere, dí que sí, va uno ligero de equipaje. No me defraudó este detalle en alguien que para mí representa, por encima de títulos y diplomas, otra clase de nobleza, la de espíritu y la de mente.
Pues bien, ha querido la suerte que esta noche comparta dos mesas -una redonda en la Fundación Tres Culturas, otra de cuatro tenedores en un restaurante cercano- con Gioacchino Lanza Tomasi di Lampedusa, sobrino del autor de El Gatopardo. Un hombre amable, chispeante, buen conversador, erudito en temas operísticos, capaz de hablar con propiedad sobre su ilustre pariente y de ostentar con toda dignidad su apellido. Lo mismo puedo decir de Nicoletta, su esposa, que habla un español intachable y cargado de sentido común. Sí, hay noblezas que no se heredan, pero algo sí se transmite. No sé si el legado del viejo Giovanni incluiría algún palacio palermitano o unas miles de liras, pero sí una sonrisa inteligente y una mirada profunda. Lo bueno es que todos somos sus herederos, sólo tenemos que demostrar merecerlo.
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