Como a los viejos, que tan pronto les da la ciática como el reúma, a Unamuno le dolía España y a mí, ayer por la mañana, me dolía Italia. Gianni me contó por mail, y luego vi por la prensa, lo de la dimisión de Salvatore Cuffaro como presidente de la región de Sicilia. Cuffaro, mal demócrata y mal cristiano, está acusado de pasarle datos a la mafia: como los carretti pintados a mano o esos mazapanes que llaman frutta martorana, hay cosas que no cambian. Cuffaro tal vez crea que el favor que le hacía a la Cosa Nostra era de carácter informativo. Si es así, se equivoca. El mayor globo de oxígeno para esa gente es el escepticismo general, la idea de que todos los políticos son unos mangantes y de que no vale la pena confiar en las instituciones.
Y todo eso sucedió en la misma semana en que el Senado italiano dio el numerito vergonzoso que todos conocemos, mientras Berlusconi volvía a sacarse filo a los colmillos. Qué tristeza más grande, qué pena de país con un sistema electoral tan perverso, pero también con una población ya resignada, entregada a la picaresca y al deshonor.
Me refugio en el siempre hospitalario Sciascia: "Juzgamos a la clase política italiana, a la que está en el poder y a la que ocupa cierto espacio en la oposición, en general e individualmente, incapaz no sólo de dirigir el crimen, sino de concebir planes subversivos o arriesgados para afianzarse en el poder o para hacerse con él. Por deformación literaria, podríamos decir que en el mal también se precisa algo de grandeza y de valor; y no vemos rastros ni de grandeza ni de valor". Esto fue escrito entre 1969 y 1979.
Nota.- Fue un día de achaques. También me dolía Francia, la de Montaigne, y Colombia y Venezuela, y Tuquía, y Kenia... En un momento me distraje con mis cosas y el dolor amainó. Pero no quería, no quiero que se pase.
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