Con unas gotas de simpática coquetería y buena prosa, Antonio Pereira hace en La divisa en la torre recuento de lugares y personas, una especie de memorias fragmentarias que se leen de un tirón. De todos los episodios, me tocan tres: uno, un recuerdo anecdótico de un viaje a Palermo, sin demasiada chicha; dos, un vago encuentro con Borges en Buenos Aires; y por último, unas elogiosas palabras para el poeta Juan Carlos Mestre, que de pronto han activado algún resorte dormido de mi propia memoria y me han hecho sonreír.
De Mestre me había hablado con fervor Paquita Aguirre, y lo que diga mi Paca va a misa, de modo que cuando supe que venía a leer poemas a Cádiz fui el primero en la puerta. Creo que también asomó por allí ese cacho de pan que es Juan Carlos Sierra, y por fin apareció el poeta. Y pare usted de contar. No había llegado ni el eventual presentador, que si no me equivoco era Enrique García-Máiquez. El pobre Mestre, que también es músico, venía cargado con un estuche enorme donde guardaba algún raro instrumento. Pero nos quedamos con las ganas: diez minutos, veinte minutos... nadie.
Cualquiera que participe en un acto similar, una lectura o un concierto, sabe que son muchos los llamados, pero puedes encontrarte en aquella situación que Borges contaba con arte: "Si llega a faltar uno más, no cabe". En fin, que nos fuimos a La Manzanilla, que bebimos y conversamos, y que fue un lindo encuentro. Sólo faltó que interpretara algo con aquel trasunto de acordeón. Y como la lectura la pagaba la Administración, luego a Juan Carlos y a mí nos quedó la culpable sensación de que nos habíamos aprovechado del erario público para nuestro goce exclusivo. Pero cuando salimos a la calle, con unos cuantos sorbos de oro líquido en el cuerpo, nadie corrió a detenernos.
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