Tapeo de prensa con Antonio Canales. Se muestra desconocido, salvo por la impuntualidad, pues su media es llegar veinte minutos tarde y cumple religiosamente. Me cae bien desde que lo conocí en la noche libertina de Candela: Canales era fijo, irrumpía en el local con sus niños, Juan de Juan y compañía, y la juerga se prolongaba sin remedio hasta la madrugada. Golfo, divertido, no tan divo como la mayoría, lo vi pegarse muchas pataítas con duende en la cueva. Sí, Canales es artista hasta conversando, sus gestos, su verbo, son de alguien que ha bebido y asimilado del calostro del arte. Después de haber encarnado al caballo del Guernica o a Bernarda Alba en escena, hoy nos decía que el flamenco no tiene que disfrazarse de nada. Incluso ha despotricado un poco de los bailaores que están todo el día de fiesta, quién lo ha visto y quién lo ve.
Me ha sorprendido este Canales redimido, contenido, maduro, casi célibe. Lo único que me inquieta es pensar que no hay conversión tan radical sin renuncias lamentables. Ojalá esté equivocado, pero me temo que el bailaor no conserva ninguna amistad de aquellos tiempos de parranda, y opino que conservar amistades duraderas es una de las prácticas más benignas para el ser humano. Ojalá -insisto- me equivoque, pero el único de aquel tiempo que reconocí a la salida fue a su mánager, el mismo de siempre, una sombra inalterable hablando incansablemente por el celular.
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