En tres días se nos fueron Pepín Bello, Ángel González y Adriano González León. De las tres pérdidas, es ésta última la que más me ha afectado, porque al venezolano me une un recuerdo lejano ya, pero intenso y entrañable. De nuevo tengo que acordarme de mis tiempos de chaval mitómano, con Ilya y con Mané, cuando la literatura era un juego de trasnoche, alcoholes y palabras. En una de ésas conocimos a Adriano entre la manada de escribas de un congreso, solitario pero ávido por compartir con gente joven su erudición y sus tragos.
Por entonces, Adriano desayunaba cerveza y, a media mañana, se pasaba al whisky con agua hasta que la noche no daba para más. Era gracioso ver cómo, guiado por un raro pudor, escondía su pelotazo de scotch tras el botellín de Perrier cuando pasaba alguien por su lado, en una estrategia digna del avestruz: se veía a la legua que andaba en estado de molicie etílica. "Estoy aquí bebiéndome un trago en vuestro honor", decía al encontrarnos. "Todos los tragos desde los mesopotámicos son en honor de los poetas. Como decía Omar Khayam: Voy por el camino con mi botella y mi sombra. Afortunadamente, mi sombra no bebe".
Un día nos insistió en que le acompañáramos a una conferencia de Umbral, que según dijo le interesaba mucho. No pudimos disuadirle y finalmente accedimos. Pero el presentador no había terminado de presentar al ilustre charlista cuando ya Adriano estaba censurando el acto con unos sonoros ronquidos.
Pero quien piense que estas anécdotas hablan de un vulgar borrachín se equivocan. En sus pleamares de licor, Adriano lograba momentos de lucidez maravillosos, que me recordaban a cierto personaje de Billy Wilder. Por ejemplo, una noche de bares me propuso que miráramos a nuestro alrededor como si presenciáramos una pista de circo: "Mira esos trapecistas, la amazona y los enanos, el hombre de alambre, los leones..." Y sería porque yo estaba un poco cocido, pero me vi deslumbrado como un niño bajo aquella sugestión.
De su literatura hablarán sus libros: una prosa pura, robusta, profusamente rica. Los cuentos de El hombre que daba sed, su País portátil -premio Biblioteca Breve- o sus Crónicas del rayo y de la lluvia -que ábrió la colección Calembé- están entre los mejores títulos de esa fábrica de sueños que fue y es el boom latinoamericano. Cuando vino a Cádiz, le llevé todos estos títulos para que me los dedicara uno por uno. Cuando llegó al último, su gran novela Viejo, ya se le habían agotado todos los cumplidos y tenía la mano casi anestesiada, de modo que escribió: "Alejandro, no me jodas más que me vas a poner Viejo".
No volvimos a verle después de que cesara como agregado cultural en Madrid y regresara a su país. Pregunté a todos los venezolanos que fui encontrando durante estos años, pero nadie pudo darme pistas de él. Sabíamos que la vuelta a casa, como a Don Quijote, le devolvería quizá el orden y la cordura, pero le quitaría la vida.
Hoy Mané me ha contado que Adriano murió en la barra de un restaurante de Caracas. Dio un trago y sus ojos se cerraron. Descansa, querido Adriano. Llevo años sin probar el whisky, pero esta noche me bebo uno por ti. Con agua.
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