El pasado verano me hice en Medellín con El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, y me resultó una lectura muy conmovedora. Sé que el mundo está lleno de padres terribles, capaces de marcar de un modo brutal a sus hijos. Yo para los míos -y lo digo casi con pudor, sin querer jactarme ante la gente que no tuvo mi suerte- sólo tengo cariño y una gratitud impagable. Cada vez que me ha sucedido algo malo, ya fuera una travesura descubierta, un conflicto laboral o un desastre amoroso, mi gran preocupación era ocultarlo a mis mayores: yo podía echármelo a la espalda todo, menos la idea de que mis padres sufrieran por ello. La idea de la muerte no se me hace demasiado seductora, la verdad, pero sólo pensar el disgusto que les daría es, de por sí, una razón irrebatible para seguir viviendo. Y no me refiero sólo a respirar, sino a tratar de ser feliz, sacar adelante proyectos, responder a las exigencias del Cuarto Mandamiento, el único que pienso observar. Aquí los obispos -dicho sea de paso, el clero no sale muy bien parado en el libro de Abad- no tienen nada que decir: mi amor paternofilial es tan fervoroso como laico.
Al autor de El olvido que seremos le arrebataron el padre de un balazo infame; cualquiera que se asome a esas páginas sentirá esa pérdida como algo íntimo y triste. Al cerrar el libro, invoqué una frase de Juanjo Téllez, de hace años y a altas horas de la madrugada: "Freud instaba a matar al padre. Pero el mío murió demasiado pronto, apenas tuve tiempo. Al menos, espero que mi hijo me mate a mí".
Nota.- Todavía no salió en España, pero recomiendo encarecidamente otro libro de Abad Faciolince, Las formas de la pereza. Aprovecho para enviar besos y abrazos a Paqui y David, que me estarán escuchando (me encanta esa vaina), en cuya linda casa de El Poblado, repantigado en su puf, lo leí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario