Seth. George Sprott (1894-1975).
Art Spiegelman. Be a nose.
Agustín Fernández Mallo. Nocilla Lab.
Manuel Vilas. Aire Nuestro.
Giuseppe Cesare Abba. Crónica de un tiempo perdido.
Martin Amis. El segundo avión.
Mark Axelrod. Viajes Borges, talleres Hemingway.
Emilio Calderón. La bailarina y el inglés.
Andrea Camilleri. El color del sol.
Ednodio Quintero. Combates.
Christopher Marlowe. Hero y Leandro.
Antonio García Villarán. Nocaut.
Maria Attanasio. Negro barroco negro.
Ricardo Bellveser. Las cenizas del nido.
Elisa Martín Ortega. Ensueño.
Javier Bozalongo. La casa a oscuras.
Humberto A'kabal. Las palabras crecen.
Aurelio Arturo. Morada al Sur y otros poemas.
martes, 1 de diciembre de 2009
miércoles, 18 de noviembre de 2009
Reencuentro con César Cabanas
A propósito de su veterana relación con Bioy Casares, Borges opinaba que hay una superioridad de la amistad sobre el amor. Éste es por naturaleza exigente, requiere pruebas constantes y se muestra altamente vulnerable, mientras que la amistad se asemeja más a esas plantas que prosperan en tierras duras y secas, sin necesidad de muchos cuidados, sólo porque sus raíces son profundas y recias.
Eso iba recordando en el ave a Madrid, adonde fui el jueves pasado para apenas 48 horas. Tenía previsto reencontrarme, después de algo más de tres años, con mi amigo César Cabanas. Y se trataba de un reencuentro en toda regla, porque en ese tiempo casi no habíamos hablado, lo cual no dejaba de ser para mí un motivo de angustia.
Fue Miguel Candela quien, convencido de que nos íbamos a entender bien, nos hizo coincidir hace más de una década en Cádiz. La simpatía fue, en efecto, mutua e instantánea. César es un tipo más bien silencioso, se diría un poco ensimismado si no fuera porque de pronto interviene en las conversaciones con ideas lúcidas y meditadas. Vástago de familia bien madrileña, en algún momento de su juventud le horrorizó la expectativa de ser un pijo vulgar y se embarcó, con la carrera de arquitectura recién terminada, a China y la India durante un año. Se trajo un cuaderno de pinturas muy hermoso y muy bien aprendida la lección sobre el valor del silencio.
En una época en la que yo subía un par de veces al mes a Madrid, me sumaba a sus planes muy a menudo. Muchas veces iba a su casa de Pozuelo, alejada del mundanal ruido. Vimos excelentes exposiciones, vimos en los Alphaville la película Hana-Bi, dormimos cabeza con cabeza en Los lunes al sol, dormimos cabeza con cabeza en una obra de teatro de Bartís, en La Abadía. Le acompañé a alguna visita de obra, una experiencia apasionante. Lo poco que sé de arquitectura se lo debo a él. Una noche nos intoxicamos de ostras. Otra fuimos a un bar de cócteles del barrio de Salamanca donde pidió un combinado con una pastilla de avecrem. Nos regalamos muchos libros. Nos pedimos prestados muchos libros que nunca nos devolvimos.
Él también bajába a menudo a Cádiz con su hijo, Luisito, un niño de piel clara y ojazos azules que ahora anda por Canadá, hecho un hombrecito. O bien con su amigo Mankel, epidemiólogo que entre Nicaragua y Sudáfrica ponía con nosotros el codo en la barra para arreglar el mundo en largas discusiones hasta las claras del día.
Hace cuatro años, César se fue a China -ya había empezado a estudiar seriamente el mandarín- y yo le seguí. Nos encontramos en Su-Zhou y llegamos hasta Beijin. A la vuelta, nos despedimos con el abrazo de siempre en Madrid. Después de un viaje siempre es bueno descansar un poco de tus compañeros de viaje: pasaron un par de meses. Pasó un año. Pasaron tres años. Yo llamaba de vez en cuando, pero nadie contestaba su teléfono, o bien comunicaba, o bien aparecía apagado o fuera de cobertura.
No quise darle importancia al principio. César tiene esos raptos de misantropía, ya se le pasaría. Al tiempo empecé a preocuparme. ¿Le habría hecho algún feo sin darme cuenta? ¿Habría alguna deuda pendiente que yo hubiera olvidado? No, no podía ser. Es mi amigo, me lo diría. ¿Y si estaba pasando un mal momento y no se atrevía a pedir ayuda? Claro que todas esas posibilidades escapaban a mi control. Yo estaba ahí, tenía mi mano tendida. No podía hacer otra cosa, ¿o sí?.
Lo cierto es que la idea de perder mi amistad con César, como con cualquier otro de mis mejores amigos, se me antojaba trágica. En condiciones normales no te das cuenta quizá, pero me parece impresionante la cantidad de veces que cito a mis amigos al cabo del día, como si fueran autoridades. ¿Acaso no lo son en mi imaginario íntimo? Los libros que me recuerdan a unos y otros, los rostros en la calle que me remiten a éste o a aquél, los recuerdos que me salen al paso cuando menos lo espero. Si les escribiera o llamara cada vez que me vienen a la cabeza, no haría otra cosa en esta vida. A veces cedo a esa tentación, para regocijo de mi servidor telefónico.
El caso es que sentía que mi vida era más pobre, infinitamente más pobre, sin la presencia regular de César Cabanas. Con tres o cuatro ausencias como esa, lo he descubierto, podríamos hablar de bancarrota emocional. Pero esta vez César respondió, nos citamos, y apareció por la soleada boca del metro de Lavapiés con las manos en los bolsillos y una sonrisa. Nos fuimos a comer gambas y a beber vino blanco, y a contarnos qué ha sido de nosotros en este tiempo.
César ha trabajado duro. También ha disfrutado. Ha vuelto varias veces a China. Ha tenido rachas buenas y otras malas. Alguna pésima, pero de todo se sale. Es curioso cómo se restablece la comunicación, cómo vuelven a fluir los afectos. El viejo Borges tenía razón, como en casi todo. Más tarde fuimos caminando hasta Tirso, donde nos despedimos con un abrazo. Hasta pronto, Álex. Hasta pronto, César.
domingo, 15 de noviembre de 2009
Eso que llaman éxito (y V) Celda 211
Esta edición del Festival de Cine Europeo me deparó otros encuentros dignos de mención: me topé con los ojos pequeños de John Hurt, al que yo siempre recordaré almorzando en la nave Nostromo poco antes de que Alien se abriera paso entre sus vísceras; también con los ojos enormes de sir Ben Kingsley, que sigue teniendo las hechuras de Gandhi aliñadas con unos modales exquisitos; conversé con Jostein Gaarder 18 años y 26 millones de ejemplares después de El mundo de Sofía, y con el actor Antonio de la Torre -a la sazón vecino de mi barrio- con 30 kilos menos que en el filme Gordos...
Pero la película de la que todo el mundo me habla estos días es Celda 211. Yo confieso que tuve la novela dando vueltas por casa durante años, sin que me animara a meterle mano. Creo incluso que llegó a estar en un montón de libros que tengo a la entrada para donarlos a alguna librería de saldo, hasta que supe de su versión cinematográfica y me dije: veamos de qué va esto.
Debo advertir que el autor de Celda 211, Francisco Pérez Gandul, es periodista deportivo, profesión que exige capacidad para sostener el tono épico e ilimitada capacidad de fabulación, sobre todo en época estival, cuando acaba la liga y se abren las especulaciones sobre traspasos y fichajes. Este sevillano trabajó además en El Correo de Andalucía, y aunque no nos hemos encontrado nunca personalmente fue de lo más amable respondiendo al cuestionario que le envié.
Ahora que la película arrasa en taquilla, puedo decir que la novela Celda 211 dista de ser una obra redonda. Posee un planteamiento directo y atractivo, pero adolece de giros inverosímiles, personajes mal dibujados, diálogos poco naturales. Es una ópera prima mejorable, como casi todas. Lo que me da una enorme curiosidad es descubrir cómo el director Daniel Mozón, apoyado en un actorazo como Luis Tosar, ha logrado limar los defectos del texto para hacer ese peliculón que hoy es el asombro de todos.
Hace unas semanas, el cubano Leonardo Padura me hablaba de mi querido Edmundo Desnoes en estos términos: "Desnoes es autor de una sola novela, Memorias del subdesarrollo, pero mientras que el cine tiene la costumbre de destrozar todos los libros que toca, él tuvo la suerte de que le hicieran una obra maestra". Creo que Kubrick también supo mejorar toda la literatura que tocó, ya fuera Nabokov, Schnitzler, Arthur C. Clarke o Stephen King. Y eso porque el buen cine no se limita a trasladas fielmente a la pantalla el mundo de una novela: va siempre más allá, lo desarrolla, lo amplifica, lo ensancha, lo enriquece.
Francisco Pérez Gandul no debe sentirse peor por ello, ni mucho menos. Es el padre de una criatura capaz de seguir creciendo en otras manos, y eso es mucho. Tampoco el segador de trigo es el artífice del pan, pero no cabe duda de que sin su contribución la mesa quedaría mucho más triste y deslucida.
miércoles, 11 de noviembre de 2009
Eso que llaman éxito (IV) El Canto del Loco
Creo que no lo he puesto nunca por escrito, pero tengo un hermano que no es exactamente mi hermano. Quiero decir que, aunque carece -como suele decirse de forma rimbombante- de mi sangre, es mi hermano por el hecho de ser el hermano de mi hermana. Mi hermana sí es mi hermana a todos los efectos, aunque sólo lo sea por parte de padre. Con estos mimbres en otros lugares del mundo se hace una tragedia, pero a mí me parece natural como la vida misma, por más que la España ultracatólica, que no ha visto las pelis de los Panero, tenga aún la estructura tradicional de la familia muy sobrevalorada.
Jose, decía, es mi hermano, o lo más parecido a un hermano que hay, se pongan como se pongan, aunque no hayamos hecho mucha vida juntos. Y es guitarrista. Cuando yo vivía en Cádiz solía pasar por mi casita de vez en cuando. Estaba deslumbrado, como yo entonces, por el rock progresivo, y empleaba serios esfuerzos en tocar con todo el virtuosismo que le era posible. Pero no sólo se trataba de dibujar florilegios sobre el mástil. En una de esas ocasiones, estaba yo ensayando con Dani, mi guitarrista, para un concierto con Juanlu Pineda, y Jose se vino a tocar un poco.
-¿Es bueno? -le pregunté a Dani luego, pues valoro mucho su opinión.
-Es muy bueno -me confirmó.
Un par de años más tarde, y puesto que en Cádiz es difícil ganarse la vida con la música si no te ficha El Barrio, Jose decidió marcharse a Madrid, la tierra de promisión. La capital de España es también un vasto cementerio de ilusiones marchitas, y los huesos de muchos buenos guitarristas alimentan su suelo. Jose empezó a tocar por aquí y por allá, luchó por abrirse paso. La buena y la mala suerte se barajaron como dos mazos de naipes. Iba a acompañar a Antonio Vega en una serie de conciertos y al poco el cantante se le murió; sustituyó al guitarrista de El Sueño de Morfeo pero al poco éste se reintegró y no hubo vacante. Entre penas y alegrías iban menguando los recursos, y Jose empezó a hacerse las preguntas que todos se hacen: si no habrá que buscarse alguna otra fuente de ingresos, si habrá futuro en eso de golpear seis cuerdas...
Pero tuvo la fe y los apoyos necesarios para seguir adelante. Hace un par de semanas vino a Sevilla con El Canto del Loco, y aunque me perdí su concierto sí me acerqué al hotel donde estaba concentrado con el grupo, a saludarle y a comprobar también cómo había crecido el chaval que venía a casa loco por tocar un rato. En efecto, cuando ya estaba por tirar la toalla fue reclutado por esta banda, que es algo así como fichar por el Real Madrid viniendo de los juveniles del Cádiz. Con ellos ha hecho ya varias grabaciones de estudio y le espera una larga gira americana.
Viéndole ahí, aunque sobre el escenario permanezca en un discreto segundo plano, no puedo evitar recordar lo que me dijo cierto escritor: que cada éxito tiene debajo el fracaso de mucha gente. Pienso en todos los buenos músicos que hicieron las maletas a la capital y volvieron a casa con las manos vacías, acaso sólo con el patrimonio de su propia experiencia. Luego miro a la ventana de mi vecina adolescente, empapelada con fotos de Dani Martín y los otros miembros de El Canto del Loco, y cedo a ese orgullito confortante: "Sí señor -me digo-, ahí está mi hermano". Pero la gran conquista de Jose viene de muy atrás; no del día en que lo contrataron, sino de cada una de las veces que no se rindió. Si mlitara en otro grupo menos famoso, menos aclamado y menos superventas, no les quepa duda, el orgullo sería el mismo.
domingo, 8 de noviembre de 2009
Eso que llaman éxito (III) Paz Vega
Varias compañeras de mi periódico recuerdan a Paz Vega cuando estudiaba con ellas en Ciencias de la Información. Cuentan que ya por aquel entonces la trianera no pasaba desapercibida entre los varones, lo cual no significa nada, porque dicha Facultad es un inveterado vivero de estudiantes bellas. Es curioso ese designio que envía a unos a Hollywood y a otros, por ejemplo, a El Correo de Andalucía. Paz Vega se codea con los astros de la Meca del Cine, se morrea con el deseado Colin Farrell en la recién estrenada Triage, gana una millonada por poner sus grandes ojos negros y su mentón partido ante la cámara; sus antiguas compañeras, en cambio, echan horas extra en jornadas estresantes por mil y pico euros. Claro que cuando Paz Vega estrena una película todo el mundo se apresura a denunciar que es un actriz francamente mala, mientras que mis amigas son felicitadas con frecuencia por su buen hacer; además, si en un periódico se comete algún error -que alguno siempre hay- se solventará con una simple fe de errores y servirá para envolver el pescado de mañana. Paz Vega podría ganarse hoy la vida haciendo entrevistas, pero la suerte ha querido que sea ella quien las ofrezca. En este último trabajo, casualmente, la actriz hace de novia de un reportero. Para que luego digan que este gremio nuestro no es endogámico.
Eso que llaman éxito (II) Colin Farrell
Tantos años entrevistando a famosos, famosetes y famosillos no me han ayudado a comprender del todo cómo opera en la mente humana eso que llaman éxito. Fernández Mallo -que, como Ildefonso Falcones, se vacuna contra la pérdida de la realidad manteniendo sus ritos y levantándose cada mañana a las siete para ir a su trabajo de siempre- me contaba que ve el fulgurante ascenso de su carrera literaria desde fuera, como una película donde actuamos todos, pero en la que él no necesariamente participa.
Iba pensando en eso camino de la rueda de prensa que tendríamos con Colin Farrell, al sol ligero en una de las terrazas del hotel M, junto a la Giralda. El día antes nos habían obligado a ver -como condición sine qua non para acceder a las entrevistas- una película bastante pobre como es Triage. Y allí estaba su prota, gafas Ray Ban, camisa bajo rebeca gris estrechita que a mí me quedaría fatal, aretes en ambas orejas, cigarrillos American Spirit en los labios.
Será porque acaba de morirse un grandísimo actor, José Luis López Vázquez, que de pronto sólo puedo ver a Colin Farrell metido, como aquél, en una cabina de teléfonos en Última llamada. Si hago un esfuerzo puedo reconocerlo también bajo una capa de tinte rubio en Alejandro Magno, y rapado con una diana tatuada en la frente en Daredevil. Y fumando muy seguido, como ahora, en El sueño de Cassandra, de Woody Allen. No doy para mucho más.
La rueda tampoco rinde demasiado. El sol nos quema las coronillas. Colin Farrell accede a hablar de la polémica acerca de un vídeo suyo de contenido sexual cuya circulación por internet ha intentado impedir judicialmente, sin éxito hasta ahora. La pantalla grande le ha dado la fama, la diminuta de los archivos avi le está amargando la vida.
Se indigna pero acaba resignándose. Internet, dice, es demasiado grande, no hay nada que hacer, está fuera de su control. Se vacuna haciendo su vida de siempre. Trata de ver todo lo que pasa como si fuera irreal, como una película donde actuamos todos, pero en la que él no necesariamente participa.
viernes, 6 de noviembre de 2009
Eso que llaman éxito (I) Fernández Mallo
Qué extraño: cuando leí Nocilla dream, la primera entrega de una trilogía que ha convertido a su autor, Agustín Fernández Mallo, en un referente de la nueva literatura española, me pareció una obra interesante, fresca y diferente. Más tarde, cuando los mecanismos del mercado empezaron a pregonar que esa novela era la repanocha, empecé a verle fisuras y a cogerle manía. Era como si cada piropo fuera poniendo de manifiesto no sus virtudes, sino sus carencias, que obviamente las tenía. Nuestra percepción de las cosas está muy condicionada por las expectativas, y no es lo mismo sorprenderse o decepcionarse con un literato desconocido que con Borges o Faulkner.
Algo parecido me pasó, pero a la inversa, con el autor. La primera vez que lo vi, en el encuentro de jóvenes escritores de la Fundación Lara, me pareció un tipo demasiado bien pagado de sí mismo, convencido de haber inventado la pólvora. Esta percepción negativa se acentuó leyendo su ensayo Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma, al que hay que reconocer valentía y arrojo, pero que revela a mi juicio un profundo desconocimiento de lo que ha sido la poesía española en las últimas décadas. Sin embargo, al verle llegar ayer al hotel, arrastrando cansado su maleta, y comer cacahuetes y beber cocacola en la entrevista posterior, me dije que yo era injusto, que Fernández Mallo es un chaval normal, gallego amable e inteligente, al que el sistema ha puesto ahí, en el ojo del huracán, para que represente algo que no existe y haga de objeto de culto o de muñeco de pim pam pum para la crítica y el público.
Es imposible leer su última novela, Nocilla Lab, sin tales prejuicios. Sigue siendo un tipo interesante, con buena mano para la prosa, sin duda, tal vez un poco deslumbrado por los efectos, empecinado en la hibridación de lenguajes, como si en el afán innovador se jugara todo. "¿Te has dado cuenta -me dijo hace poco Javier Reverte- de lo mal que ha envejecido la prosa más rupturista de Cela, y cómo en cambio Quevedo y Cervantes cada día parecen más jóvenes?" Sí, me doy cuenta. Y creo que Fernández Mallo dará su gran salto cuando sus obras no sean experimentos. "Cuando se habla de experimento -dijo otro- es porque se trata de experimento fallido".
Hay algo más, y es su fe absoluta en que la ciencia redima a la literatura de su anquilosamiento, de su parálisis. Cree que la poesía sufre de esclerosis múltiple y que la senda es el Haiku de la masa en reposo. Tal vez sin pretenderlo, desdeña o se olvida de la emoción. O tal vez yo sea un lector obsoleto por seguir con Ory:
La física nuclear no me sirve para saber por qué lloro por amor.
O con Mauricio Wiesenthal, que dejó escrito la superioridad de la emoción sobre la ciencia, por la sencilla razón de que aquélla es irrefutable.
PS.- Lo que más me ha gustado de Nocilla Lab: una idea hermosa, que las parejas llamadas a perdurar son aquellas en las que ambos tienen un sentido del humor similar. Y jugar a reconocer, en los escenarios que describe, lugares que yo también visité: las curvas que conducen a una fábrica abandonada pertenecen, apostaría, a la zona de Piscinas. Tengo fotos de la fábrica. Y una isla que menciona no puede ser otra que Sant' Antioco. El hotel con forma de pirámide en Las Vegas es el mismo en el que yo me alojé.
domingo, 1 de noviembre de 2009
Otras lecturas/ relecturas del mes de octubre
Charles Burns. Agujero negro.
Henning Mankell. El hombre inquieto.
Vögué/ Strájov. Dos viajes al monte Athos.
Julien Gracq. La literatura como bluff.
Vincenzo Consolo. Lunaria.
Vincenzo Consolo. Retablo.
Giorgio Bassani. Los anteojos de oro.
Guido Morselli. Dissipatio H. G.
Jean Philippe Toussant. La cámara fotográfica.
Álvaro Colomer. Los bosques de Uppsala.
Alan Bennet. La mujer de la furgoneta.
Rafael Pérez Estrada. El domador.
Mercedes Escolano. Las bacantes.
Yolanda Castaño. Profundidad de campo.
Jesús Cotta. A merced de los pájaros.
Mark Strand. Tormenta de uno.
John Ashbery. Un país mundano.
Ángel Petisme. Cinta transportadora.
Ángel Petisme. Insomnio de Ramalah.
Ángel Petisme. Demolición del arco iris.
Juan Carlos Mestre. La casa roja.
Juan Domingo Argüelles. La travesía.
J. M. Fonollosa: Ciudad del hombre: Nueva York.
Juan Manuel Roca. Biblia de pobres.
Henning Mankell. El hombre inquieto.
Vögué/ Strájov. Dos viajes al monte Athos.
Julien Gracq. La literatura como bluff.
Vincenzo Consolo. Lunaria.
Vincenzo Consolo. Retablo.
Giorgio Bassani. Los anteojos de oro.
Guido Morselli. Dissipatio H. G.
Jean Philippe Toussant. La cámara fotográfica.
Álvaro Colomer. Los bosques de Uppsala.
Alan Bennet. La mujer de la furgoneta.
Rafael Pérez Estrada. El domador.
Mercedes Escolano. Las bacantes.
Yolanda Castaño. Profundidad de campo.
Jesús Cotta. A merced de los pájaros.
Mark Strand. Tormenta de uno.
John Ashbery. Un país mundano.
Ángel Petisme. Cinta transportadora.
Ángel Petisme. Insomnio de Ramalah.
Ángel Petisme. Demolición del arco iris.
Juan Carlos Mestre. La casa roja.
Juan Domingo Argüelles. La travesía.
J. M. Fonollosa: Ciudad del hombre: Nueva York.
Juan Manuel Roca. Biblia de pobres.
jueves, 29 de octubre de 2009
Rafael Alberti, me colé en tu fiesta
La primera vez que vi a Rafael Alberti, si no me equivoco, él soplaba las velas de una tarta -¿90, 92?- y yo ya me acercaba a los 20. Me había desplazado en autobús hasta El Puerto de Santa María sólo para oír la conferencia, abierta al público, que con motivo de ese cumpleaños daría allí Antonio Colinas. Esperaba que éste me firmara mi ejemplar de Sepulcro en Tarquinia y volverme, pero no sé cómo me colé en la cena, ocupé un asiento libre, no dejé un guisante en el plato y brindé como todos por la salud de hierro del poeta.
Luego, con la Fundación Alberti ya en marcha, lo veíamos siempre en las ceremonias de clausura, con la salud cada año un poco más mermada, pero ahí seguía. Hubo una época en que por necesidades económicas (y cierta curiosidad profesional) trabajé para una desastrosa agencia del corazón. Bueno, en realidad el desastre era yo, incapaz de preguntar a nadie por su vida privada, y absolutamente ignorante de la variopinta fauna que habita el papel couché. El caso es que propuse una entrevista con María Asunción Mateo, que me interesaba bastante más que las modelos y los novios de ésta o aquella, y coló.
Con el fotero Rafa Marchante fuimos a Ora Marítima, la villa de los Alberti a las afueras de El Puerto. Conversamos largo y tendido en el porche, y ya casi nos marchábamos cuando María Asunción nos preguntó: "¿No queréis saludar a Rafael?" Claro que queríamos. Lo encontramos sentado en su sofá, gordo como un buda, con su proverbial melena blanca cayéndole sobre los hombros y una mueca que quería ser sonrisa. Apenas podía hablar ya, y yo traté de mostrarle que no hacía falta, que sólo queríamos decirle que le queríamos y desearle que estuviera bien. Sus perros venían a rozarse con sus rodillas y jugamos unos minutos a rascarles las orejas y acariciarles el lomo, sólo eso. Luego nos marchamos por donde habíamos venido. No volveríamos a verle.
Han pasado diez años de su muerte, y dice María Asunción en la prensa que Rafael está más vivo hoy que nunca. Lamento no estar de acuerdo. Los poetas, dice Juan Carlos Mestre, no son caballos de carrera, pero sí tienen algo de valores bursátiles que suben y bajan sujetos a invisibles ciclos. Las acciones de Rafael no están hoy en alza, se han cometido errores, el nombre del poeta derivó en algo tan feo como una marca registrada, la Fundación se ha encerrado en sí misma, se ha vuelto tan proteccionista que ha terminado ensimismándose, y la primera perjudicada es la obra de Alberti. No estoy en absoluto de acuerdo en satanizar a la viuda, pero creo que se equivocó rompiendo con unos brokers tan devotos como García Montero, Luisito Muñoz o Benjamín Prado. Tampoco entiendo el desencuentro total con Aitana, la hija de Rafael, en cuya casa habanera brindamos una noche por la memoria y por los versos de nuestro ilustre paisano.
Quién disparó primero, es una pregunta que ya carece de sentido. Pero por el amor a Alberti y a sus libros imborrables, para que realmente vuelvan a estar vivos y en incesante circulación, unos y otros deberían firmar sin más demora algo parecido a un armisticio. ¿Cabría imaginar mejor homenaje en el décimo aniversario de su desaparición?
miércoles, 28 de octubre de 2009
Sacristán y/o Alterio
Fui al Lope de Vega a entrevistar, con motivo de su gira Dos menos, a José Sacristán y a Héctor Alterio. A éste último, que iba al teatro caminando a paso lento, enfundado en una chaqueta azul y con gafas de sol, lo pasé raudo con mi bicicleta. Sacristán esperaba muy erguido a las puertas del coliseo. En la rueda de prensa previa percibí que a ninguno de los dos le gustan las ruedas de prensa. Pues que no las hagan, joder: ya han vendido la taquilla para todas las funciones. No, se deben a su público y a los medios, que al fin y al cabo son quienes los mantienen en el candelero. No, no le deben nada a nadie: son unos monstruos escénicos que están por encima del bien y del mal. Aunque también son unos divos incapaces de disimular su vanidad. Tienen, desde luego, currículo para presumir, han hecho Historia en el cine y el teatro. Y ahora son unos pesados, hacen un teatro insoportablemente cursi y burgués. Eso es profundamente injusto con dos maestros de la interpretación y dos artistas comprometidos como pocos. Sacristán se interpreta a sí mismo a tiempo completo, y de vez en cuando a Fernán-Gómez soltando tacos y fingiendo indignación. Yo he llorado varias veces viéndole en El viaje a ninguna parte y en Un lugar en el mundo. Alterio tiene una sordera profunda. Carajo, el hombre tiene 80 años. Y debe hacer ímprobos esfuerzos para mostrarse simpático. Yo he llorado varias veces viéndole en La tregua y en El hijo de la novia. Todos los que amamos el cine o el teatro tenemos una deuda impagable con ambos. Pero es mejor verlos a distancia. Sacristán sigue siendo un galán a sus 70. Lo que no deja de tener su patetismo. Forman parte indeleble de nuestra memoria. Pero de nuestra memoria dividida, porque yo diría que no se pueden ver, Héctor Alterio tiene los ojos más azules de lo que parece en pantalla. Y usa la misma colonia que Andrés Neuman, argentino como él.
martes, 27 de octubre de 2009
Rakel Winchester y Luis Medina en Córdoba
Sucede de un tiempo a esta parte con cierta frecuencia: voy con Juanlu Pineda a tocar a cualquier sitio, y cuando queremos darnos cuenta, comprobamos que hay mucho más talento frente a nosotros que sobre el escenario. Ganas nos dan, créanme, de bajarnos e invitar a subir a quienes saben de esto. La otra semana fuimos a Córdoba, al muy ilustre y acogedor local La Espiga, y volvió a repetirse el cuento. Ya empezó a darme buenas vibraciones el hecho de descubrir, en esos anaqueles que en otros bares suelen sostener libros sin interés, saldos que nadie quiere, un viejo título del poeta Amador Palacios y un ejemplar del Campo lunario de Antonio Hernández, que ya es decir.
Antes de empezar el recital, asomó el cantautor cordobés Luis Medina. Para nosotros, Medina será siempre el vértice de un triángulo que completan Matías Ávalos y Luis Felipe Barrio, a los que algún día dedicaré un post aparte; tres músicos que en nuestra primera juventud escuchamos muchísimo, y que todavía hoy resisten la prueba del tiempo cuando los echo a batirse el cobre en mi equipo de música. Medina, artífice de canciones tan entrañables como aquella Sara en blanco y negro, es además un tipo llano, amable y con notable sentido del humor. Sigue tocando, aunque se prodiga poco. Tuvo la generosidad de quedarse todo el concierto, nos dio muchos ánimos y un viejo y hermoso disco, Humana.
A nuestra espalda, tras la barra, nos sorprendió reconocer a Rakel Winchester, otra artista que merece todo nuestro reconocimiento. En España "poca vergüenza" es una ofensa que aplicamos -a menudo con justicia- a algunos políticos, pero en Cádiz es sinónimo de desparpajo, casi de libertad. Rakel puede presumir de haber escrito las letras más desvergonzadas de la música española, yendo mucho más lejos (en lo lírico como en lo musical) que la mayoría de la iconoclasta movida madrileña, por ejemplo, pero además en una época en la que escandalizar es mucho más difícil. Es una suerte de Nina Hagen o de Wendy O. Williams cañí, pero con un elemento fundamental del que adolecían aquellas dos lobas del punk: tiene sentido del humor. Me contó que el negocio está de capa caída, que su último disco no tuvo la difusión que merecía, pero yo confío en que remonte el vuelo. Se ha ganado el derecho a tener suerte y tendrá su recompensa.
Con tal compañía de lujo disfrutamos de un concierto íntimo y sabroso, donde la energía fluyó entre todos como una corriente deliciosa. Lástima que hubiera una mesa concurrida y cacofónica que a ratos prestaba atención como en otros momentos desataba un pequeño infierno de risas y voces. Pero el talento, ya lo dije, se esconde donde menos lo esperamos:
-¿No te has fijado? -me dijeron luego, cuando la reunión se hubo disuelto- Estaba entre ellos el poeta Eduardo García, premio Nacional de la Crítica.
De repente, Roman Polanski
Fueron sólo unos segundos. Un gorila le abrió la puerta de aquel garito y salió escoltado por dos rubias -ese tipo de polaca intachable, de ojos azulísimos, largas piernas y cabellera flamígera- mucho más altas que él. Yo subía en ese momento los pocos escalones de acceso al pub y me quedé congelado. Ni siquiera pudimos cruzar miradas, porque parecía mirar a todas partes sin fijarse realmente en nada. Un coche negro frenó en la puerta y lo engulló. También a las rubias.
Ahora dicen que está preso, que la cagó a base de bien hace 30 años. Creo que debería haber dado la cara antes, creo que no hay que esperar a que pasen 30 años de nada. Creo que la fama es una losa y el corporativismo mal entendido una actitud peligrosa. Como se dice en el cine, el tipo está metido en un buen lío. Como se dice en el cine, no quisiera verme en su pellejo.
Lo veo en las fotos de la prensa y recuerdo con intensidad aquella noche. Mi plan era pasar unos días en Varsovia solo, como primera escala para conocer algo del país. En el avión conocí a un chico muy simpático, de Alcalá de Henares, que viajaba para hacer un curso avanzado de polaco. En su localidad la población polaca supera los 4.000 habitantes, y según me confesó había empezado a estudiar su lengua como todos, para ligar. No sé si mucho éxito, pero un nivelizado sí tenía.
Como él también estaba solo, me invitó a dar una vuelta al anochecer. Tradujo amablemente la carta del restaurante y me condujo por los locales diseminados a la espalda de Nowy Swiat, llenos de gente guapa. A la entrada de uno de ellos se produjo el encuentro con el personaje en cuestión. A mí me hizo mucha gracia, porque no hay mucha gente que se encuentre con Almodóvar en su primera noche en Madrid, ni con Woody Allen en su primera noche en Manhattan.
-¿Quién es? - preguntó mi amigo al ver mi expresión de sorpresa.
-Nadie -respondí-. Alguien que hace películas.
viernes, 23 de octubre de 2009
Madrid de puente (y III) Soledad en pantalla
Ese puente pude comprobar que los fines de semana no sólo se llenan hasta la bandera los teatros madrileños, sino también los cines, lo cual parece aún más extraordinario. Como todo el mundo a nuestro alrededor, dudamos unos instantes entre Tarantino, Woody Allen y Campanella, y al final optamos por el argentino. El secreto de sus ojos es una buena película, desde luego, llena de triquiñuelas, eso también, lo que Borges llamaría "un poco maquinita", pero sustentada por unos trabajos actorales formidables.
Ahí en la pantalla me gustó ver de nuevo a Soledad Villamil, a la que entrevisté hace ya más de un lustro cuando vino al Festival Iberoamericano de Teatro (FIT) de Cádiz. Yo estaba un poco fascinado por haber visto no hacía mucho El mismo amor, la misma lluvia, una película que conquista instantáneamente, pero que a duras penas resiste dos o tres visualizaciones. De la entrevista no recuerdo gran cosa, lo cual quiere decir que no hablamos de nada muy revelador y que mi memoria no da para mucho.
Sí que retengo que Soledad venía con su hijo pequeñito, que ya debe de estar haciendo la mili, y sólo se separaba de él para subir a las tablas. También que allí arriba cantaba e interpretaba y lo hacía muy bien, mejor que en el cine, donde se empeñan en clavarle unos primeros planos muy difíciles de sostener. En el filme de Campanella no está mal, pero es tan aplastante la presencia de sus compañeros, que acaba pareciendo una novata, o casi.
De todos modos, me gusta verla de nuevo en la pantalla grande, como me gusta saber que pasó por Cádiz, por ese FIT cuya nueva edición está a punto de comenzar, y en el que también actuara años antes el propio Ricardo Darín, o el gran Walter Reyno, que está gigantesco en El aura. Por allí pasó Soledad, más alta de lo que parecía en el cine, con un inconfundible lunar en la nariz y unos ojos bonitos y un poco tristes, idóneos para los papeles dramáticos.
domingo, 11 de octubre de 2009
Madrid de puente (II) Elisa en escena
Nos conocimos hace ya unos añitos, en un lugar tan prosaico como la Facultad de Derecho de Jerez. Ya entonces éramos los dos tremendos diletantes, pero sin vocación clara: yo estaba ahora dibujando y luego me dedicaba a la música, ella tan pronto escribía poemas como se apuntaba a danza del vientre o fundaba un grupo de cuentacuentos. La cosa era tocar muchos palos, ya el tiempo y la suerte se encargarían de asentarnos en alguno.
No siempre nos llevamos bien, no siempre fluyó la comunicación entre nosotros. Algunas amistades también avanzan así, entre desencuentros, entre malentendidos. Se fue a vivir a Madrid, soñaba con dedicarse al teatro. Entró en la noria de los cursos, de los trabajos mal remunerados, los cortometrajes de amigos, las campañas publicitarias. Y los casting. En más de una ocasión nos encontramos en el msn y me confesó que su paciencia estaba al límite, que estaba por darse un plazo razonable y, si no salían faenas decentes, pensar en dedicarse a otra cosa. Tampoco es la primera vez que oigo esas dudas en gente que se dedica al arte. Pero si el tirón es fuerte, aunque los años pasen y uno se desespere, resulta difícil tirar la toalla. Nadie se mete a hacer teatro por dinero, pero muy grande debe de ser el hambre de aplausos, el alimento espiritual que el público desmiga sobre el escenario, para resistir un mes, y otro mes, cuando las cosas no vienen de cara.
Lo curioso es que nunca, en todos estos años, había visto actuar a Elisa Marín. Ayer vi en facebook que estaba anunciada aquí en Madrid, en el CaixaForum, con una obra infantil titulada Guau. No me lo pensé. Saqué mi entrada, me sumé a la corriente de niños y papás que ingresaba en el auditorio, tomé asiento y me dispuse a disfrutar. En una hora larga Eli hace de todo, canta, baila, dibuja, provoca la risa, emociona. Es lo que todos estos años quiso ser, con toda la dignidad y todo el talento. Y está genial.
Puede que la vocación no sea un cheque en blanco, y algún día tengamos que hacer cosas distintas de las que amamos. Pero, hasta entonces, no hay otra que perseverar en las pasiones y tratar de hacerlas productivas. Elisa lo peleó y lo ha logrado, ¿hay conquista más grande que la de un sueño?
P. S.- No es la única gaditana que se deja ver en la cartelera teatral madrileña. Al pasar por la entrada del Teatro Pavón, veo a mi vecino David Boceta, gigante, rosa en mano, anunciando ¿De cuándo acá nos vino? de Lope de Vega, con la compañía Nacional de Teatro Clásico. Su compadre -y el mío- Antonio de Cos hace comedia de la grande con Perdisión Teatro, y Ana López Segovia ha debutado como directora con Los trapos sucios y ya tiene lista La maleta de los nervios con sus Chirigóticas. ¡Muchas tablas!
sábado, 10 de octubre de 2009
Madrid de puente (I) Libros antiguos
Me apeé del AVE a primerísima hora en Atocha, donde me esperaba Iván. Y sin soltar mi equipaje, después de un rápido desayuno, fuimos a la Feria del Libro Antiguo que estos días abre sus toldos en Castellana. Tal vez sólo con Iván, bibliómano como yo, puedo pasar cuatro horas buceando entre el polvo y los ácaros en pos de la joya escondida que siempre prometen estas viejas casetas. Hay que cuidarse mucho para no ceder a las tentaciones más ramplonas, las que te cargan de libros sin ton ni son y te vacían el bolsillo sin darte grandes satisfacciones. En cambio, hay que ser paciente, o afortunado, para dar con ese título que llevas años buscando, o que ni siquiera sabías que existía.
Yo me llevé dos grandes alegrías. Una me la dio un librito descatalogadísimo, Las bacantes, el segundo poemario de mi querida paisana Mercedes Escolano, que vio la luz hace nada más que 25 años con un hermoso prólogo de Ángel Crespo y una impagable foto de Merceditas tumbada en el Campo del Sur, con las piernas cruzadas remedando la cola de una homérica sirena. ¡Qué bien cantaba ya Mercedes entonces, tan jovencita! ¡Y cómo volvería locos a los poetas satirones con sus atrevimientos! Hay unos versos menstruales, en Poema de amor nº 19, que valen un imperio: que los muslos se impregnan/ de amor y de násea/ que un vértigo rojo me acaricia/ y salpica el mundo a su paso/ y lo reta y lo provoca y lo burla...
El segundo hallazgo del día, aparte de algunos caprichos sicilianos que cayeron en mi red de trasmallo (Consolo y Vittorini), fue un libro que Andrea Camilleri recomendara una vez en un viejo ABC de las Letras, y que yo creía desaparecido para siempre de nuestro idioma, o acaso ni siquiera vertido en él. Me refiero a Los anteojos de oro, de Giorgio Bassani, una joyita de Barral Editores, 1972, con traducción del gran Sergio Pitol y una hermosísima cubierta de Julio Vivas. Esa misma tarde me abandoné a la lectura de esta valiente novelita en torno a la homosexualidad, para comprobar que Camilleri se quedó corto con los piropos. Tengo entendido que hay una versión cinematográfica de la obra, pero dudo que pueda trasladarse fielmente a la pantalla una prosa tan limpia y delicada como la de Bassani.
¿Cuatro horas para tan magro saldo?, pensarán algunos. ¿Tamaño esfuerzo de la vista, cervicales y rodillas resentidas, sólo para un par de libros? Pues sí. Pero, además, una visita a la Feria del Libro Antiguo es también una cruel toma de conciencia de la vanidad del escritor. Paco Umbral es la inveterada estrella de estas citas, porque publicó en demasía y se devaluó aprisa, de modo que sus seguidores tienen mucho donde elegir. Luego hay cantidades ingentes de Asimov y de Guareschi, no pocos Gironella, Ussía y César Vidal, bastante Rosa Montero y Maruja Torres... No cito los nombres de amigos, vivos o muertos, con los que me reencontré pasando los dedos por su nombre grabado en lomos polvorientos. Tanto bregar para esto, ¡Sic transit gloria mundi!
Eso por no hablar de los nombres totalmente desconocidos. En un momento dado sostuve en mis manos una novela, leí en voz alta el nombre de la autora (que por razones evidentes omito) y me pregunté repetidamente de qué me sonaba. ¿Había leído algo de ella? ¿La había entrevistado alguna vez, quizas? Iván asomó entonces por encima de mi hombro y respondió secamente:
-Nada de eso. Es amiga tuya en facebook.
jueves, 1 de octubre de 2009
Otras lecturas/relecturas del mes de septiembre
Robert Crumb. Recuerdos y opiniones.
Roberto Bolaño. Una novelita lumpen.
Amin Maalouf. El desajuste del mundo.
Thomas Bernhard. Mis premios.
Georges Perec. Un hombre que duerme.
Enis Batur. El laberinto de Dédalo.
Milan Kundera. Un encuentro.
Antonio Luque. Socorrismo.
Mercedes Cebrián. Cul-de-Sac.
Giuseppe Tommasi di Lampedusa. Shakespeare.
Fernando Iwasaki. España, aparta de mí estos premios.
Charles Bukowski. La gente parece flores al fin.
Rafael Courtoisie. Poesía y caracol.
Eugenio Montejo. Terredad.
Antonio Deltoro. El quieto.
Roberto Bolaño. Una novelita lumpen.
Amin Maalouf. El desajuste del mundo.
Thomas Bernhard. Mis premios.
Georges Perec. Un hombre que duerme.
Enis Batur. El laberinto de Dédalo.
Milan Kundera. Un encuentro.
Antonio Luque. Socorrismo.
Mercedes Cebrián. Cul-de-Sac.
Giuseppe Tommasi di Lampedusa. Shakespeare.
Fernando Iwasaki. España, aparta de mí estos premios.
Charles Bukowski. La gente parece flores al fin.
Rafael Courtoisie. Poesía y caracol.
Eugenio Montejo. Terredad.
Antonio Deltoro. El quieto.
viernes, 4 de septiembre de 2009
Otras lecturas/ relecturas del mes de agosto.
Mötley Crüe y Neil Strauss. Los trapos sucios.
Miguel Torga. Diarios (1932-1987).
Norman Lewis. Nápoles 1944.
Knud Romer. Quien parpadea teme a la muerte.
August Strindberg. Inferno.
Henning Mankell. Asesinos sin rostro.
Henning Mankell. El hombre sonriente.
Henning Mankell. Los perros de Riga.
Isak Dinesen. Cuentos de invierno.
VV. AA. Perturbaciones.
Camilo de Ory. Por qué sólo beso a las estatuas.
Miguel Agudo. Cuando Herodes la tierra.
Miguel D'Ors. El misterio de la felicidad.
Miguel Torga. Diarios (1932-1987).
Norman Lewis. Nápoles 1944.
Knud Romer. Quien parpadea teme a la muerte.
August Strindberg. Inferno.
Henning Mankell. Asesinos sin rostro.
Henning Mankell. El hombre sonriente.
Henning Mankell. Los perros de Riga.
Isak Dinesen. Cuentos de invierno.
VV. AA. Perturbaciones.
Camilo de Ory. Por qué sólo beso a las estatuas.
Miguel Agudo. Cuando Herodes la tierra.
Miguel D'Ors. El misterio de la felicidad.
jueves, 27 de agosto de 2009
Teselas griegas (y XII) Último paseo ateniense
Desayuno en la Plaza Victoria, en el Cafe des Poetes, que no es el mas barato pero esta decorado con fotos de bardos griegos -Elytis, Seferis y Ritsos son los únicos que reconozco- y en frente, apartado junto a la barra, la mirada presidencial de Constantino Cavafis. Descendemos a paso tranquilo hacia las vías conocidas de Monastiraki y Plaka, y pasamos la mañana entregados al engorroso y preceptivo rito de las compras.
El mejor rato del día lo pasamos almorzando saganaki -queso frito- en una calle apartada, con música griega a cargo de una pareja que toca el bouzaki y la guitarra francamente bien. El repertorio se me hace como la propia Grecia: algunas canciones suenan tristes, otras sarcásticas, pero todas guardan un delicioso sabor tradicional, de mar y campo, y dan para escalas melódicas muy bellas.
Antes de que caiga la noche nos demoraremos en espléndidas librerías, vagaremos por la plaza Syntagma, donde una ruidosa manifestación cuyas consignas somos incapaces de descifrar ha propiciado un exagerado despliegue de antidisturbios. Pasamos de largo y nos metemos en el Jardín Botánico, pródigo en gratas sombras, y entre ceibas, gansos y pensativas tortugas, aislados del ruido y el humo, vamos despidiéndonos de Atenas y de todo el país. Claro que han quedado muchas cosas por hacer: comer cordero y dar un salto los monasterios del Monte Athos, o, más lejos, las vertiginosas rocas de Meteora, por ejemplo. Pero siempre hay que dejar cuentas pendientes para no perder el camino de regreso.
Nuestro avión saldrá muy temprano, por lo que nos dirigiremos al aeropuerto antes de que amanezca. Miro de nuevo las calles entre tinieblas y me viene a la cabeza aquel párrafo de Calokiris, entre otras cosas traductor de Borges, que no me resisto a copiar antes de poner fin a mi breve crónica:
Displicente, cabezota, aireada, las más de las veces desagradecida, en sus relaciones celebra sin cesar los aniversarios pasados, generosa a veces e imprevisible, de formación mediana e igual altura, bastante elocuente, sin embargo, quejumbrosa empedernida y crédula, tan maleable, fácil presa de demagogos, aunque no sin esporádicos destellos de tolerancia, asimila continuamente sus errores, despreocupada y celosa al mismo tiempo, valiente y oportunista por supuesto, burlona y coqueta, se alimenta de noticias y evasivas y de cuando en cuando se lanza impetuosa hacia el futuro aunque en el fondo se mece, triste como un jardín. Y a pesar de todo atractiva, con un gran círculo de amantes todavía. Como una explosión de paciencia. Como un castigo de la Historia... Estoy hablando de Grecia.
miércoles, 26 de agosto de 2009
Teselas griegas (XI) Taxi en Atenas
"Hablamos espagnol!", dice desplegando los brazos y la sonrisa el taxista del puerto, cuyo vehiculo compartiremos de nuevo con una viejita. Tales entusiasmos encubren por lo general alguna picaresca, pero esta vez la alegria parece sincera. El tipo vivio, segun nos cuenta, en Catalugna, y para el no hay tierra mas parecida al alma griega que la espagnola, sobre todo Andalucia. No se pone tan didactico como su colega de Creta, pero su orgullo si sale a relucir:
-Grecia tiene 300 islas, y cada una es un mundo. Pero cuando vuelvan, vayan al continente, veran maravillas.
El es de Tesalonica, y piensa regresar en breve. "Alli tengo un paradiso", asevera.
A esta hora de la madrugada, la vieja y desalignada Atenas me inspira simpatia, pero no deja de sorprenderme su atraso. Ni el chofer ni la anciana llevan cinturon de seguridad, a pesar de que vamos a una velocidad considerable. El hombre pide permiso para fumar y explica que aqui han intentado imponer la ley antitabaco, pero no funciona: nadie hace caso. Se sorprende de que en Sevilla mucha gente vaya en bicicleta, y asegura que el problema de Atenas no es la contaminacion, sino el hecho de que los tomates no saben a nada.
Tambien nosotros hemos fumado en los aviones, hemos pasado ante la Giralda negra como el carbon, nos hemos burlado de las costumbres londinenses de pubs libres de humo, nos han parecido ridiculos los ciclistas y unos timoratos los conductores que llevaban cinturon, todo ello mientras nos jactabamos de vivir en el mejor de los mundos posibles. Pero todo llega, aunque a veces demore una, dos, tres decadas.
lunes, 24 de agosto de 2009
Teselas griegas (X) Adiós, Creta
Se acerca el momento de despedirse de Creta, pero antes habra que rodar un poco mas: una visita a la rocosa playa de Ravdoucha, donde el temporal no nos permitira bagnarnos, pero si probar un delicioso pescado; un salto rapido a Malaxa, donde nos dijeron que podriamos probar un queso de cabra muy fuerte y denso conocido como staka, pero que encontramos las calles desiertas como las de un poblado fantasma; un maravilloso chapuzon mas -esta vez si- en la zona de Katahas, al otro lado de la peninsula de Rodopou, donde bucearemos entre preciosos peces aguja, brillantes doradas, erizos abundantes y bancos de pececillos diminutos que brillan como moneditas de oro bajo la superficie. Alli degustaremos un rico bouleki -pastel de calabacin- y nos defraudara la retsina, un vino blanco con fuerte sabor a tierra y escaso poder refrescante.
Cuando llegamos a Chania para devolver el coche, la ciudad era un hervidero de turistas comprando chucherias compulsivamente. Yo no queria marcharme sin visitar el viejo mercado, pero me lleve una nueva decepcion al comprobar que los clasicos puestos de quesos y carnes han sido desplazados casi por completo por tiendas de pulseritas, imanes de nevera y kombolois, esa especie de rosarios griegos hechos con piedras de diversa calidad muy utiles, dicen, como tratamiento antiestres.
Cuando llegamos a Chania para devolver el coche, la ciudad era un hervidero de turistas comprando chucherias compulsivamente. Yo no queria marcharme sin visitar el viejo mercado, pero me lleve una nueva decepcion al comprobar que los clasicos puestos de quesos y carnes han sido desplazados casi por completo por tiendas de pulseritas, imanes de nevera y kombolois, esa especie de rosarios griegos hechos con piedras de diversa calidad muy utiles, dicen, como tratamiento antiestres.
Entre unas cosas y otras, se nos echa la hora encima y hay mas gente que taxis en la parada. Nuestra suerte es que en Grecia (como en buena parte del Mediterraneo) los taxis se "rellenan" segun se puede, y a nosotros nos permiten subir a uno que acaba de coger una viejita. El chofer pregunta a que hora sale nuestro barco, hace sus calculos y pone su auto a 120 por calles en las que puede cruzarse cualquiera. Deja a la anciana en una esquina convenida y enfila el camino al puerto de Souda dejandose poseer por su espiritu de guia turistico frustrado, resumiendonos en apenas doce minutos todas las maravillas de la isla: que si esta fue la primera civilizacion, que si de aqui salieron las primersa monedas, la matematica, el pensamiento, la astronomia... Que si Minos, que si Europa, que si Zeus... Parecia imposible conducir a esa velocidad y mantener el discurso, pero nos deja a las puertas de nuestro buque con diez minutos de antelacion y la leccion recitada.
Me conmueve el orgullo del taxista, pero me temo que Creta ha sido muy abandonada por todos, empezando por los propios cretenses. Seguramente no hemos venido en la mejor epoca, y sin duda son muchas las maravillas que no hemos alcanzado a contemplar en nuestro breve paseo, pero esa idea se ha hecho demasiado fuerte y vuelve ahora, cuando subimos a cubierta para despedirnos de esta tierra hasta quien sabe cuando. Una isla donde la gente ha debido llevar una vida bastante dura mereceria mejor suerte, pero la sensacion general es que es mucho lo que ha quedado en el camino, mas que nada en sus ciudades, la mayoria sin color ni sabor, pero sobre todo sin memoria. Pero es cierta que Creta ha sido mucha Creta: no hay ninguna razon para no confiar en que vuelva a lucir algun dia los esplendores de antagno.
Me conmueve el orgullo del taxista, pero me temo que Creta ha sido muy abandonada por todos, empezando por los propios cretenses. Seguramente no hemos venido en la mejor epoca, y sin duda son muchas las maravillas que no hemos alcanzado a contemplar en nuestro breve paseo, pero esa idea se ha hecho demasiado fuerte y vuelve ahora, cuando subimos a cubierta para despedirnos de esta tierra hasta quien sabe cuando. Una isla donde la gente ha debido llevar una vida bastante dura mereceria mejor suerte, pero la sensacion general es que es mucho lo que ha quedado en el camino, mas que nada en sus ciudades, la mayoria sin color ni sabor, pero sobre todo sin memoria. Pero es cierta que Creta ha sido mucha Creta: no hay ninguna razon para no confiar en que vuelva a lucir algun dia los esplendores de antagno.
domingo, 23 de agosto de 2009
Teselas griegas (IX) Un baño en Elafonisi
Llega la hora de ejercer de catadores de playas como dios manda, porque hasta ahora no podemos decir que nos hayamos lucido en ese aspecto. Nuestra primera eleccion es Elafonisi, al suroeste: no lejos de Kissamos, salvo por el hecho de que bajamos por la carretera antigua, estrecha y muy sinuosa, que ofrece vistas vertiginosas del mar y los valles del interior; por suerte, el trafico es escaso.
Algo mas tardamos en llegar, y encontramos la playa asediada de coches y autocares. Pero el espacio es tan vasto que no se percibe la masificacion. Elafonisi es un sistema de piscinas de aguas verdeazules y diafanas, como pueden ser las mejores del Caribe, rodeadas de abundantes arenas rubias y salpicadas de islotes. Encontramos un espacio de sombra, pues es fuego lo que cae de alla arriba, y nos damos un par de buenos bagnos contentos de que haya fauna marina que ver bajo la superficie.
A la vuelta, esta vez por la carretera moderna, cruzamos por un monton de pueblos que son apenas cuatro casas, a lo sumo algun cafetin con un pugnado de parroquianos viendo el tiempo correr desde sus sillas impavidas, o alguna mujer con su par de churumbeles alumbrando la esperanza de que un coche se detenga para comprarle un tarro de miel. Acabaremos el dia playero en Falasarna, azotada a ultima hora de la tarde por un oleaje que desaconseja internarse demasiado en el mar. Por otro lado, tampoco hay demasiado que ver en el fondo. Algunos pececillos amistosos y poco mas. "Bucear en Creta?", recuerdo que se sorprendio Giorgos. "No vais a ver nada. Alli pescan con dinamita".
sábado, 22 de agosto de 2009
Teselas griegas (VIII) Decepción en Cnossos
Junto con el tributo a Kazantzaki, mi principal motivación en la visita a Heraklion era conocer Cnossos: un viejo sueño desde que vi esa foto de Borges en el Atlas, sentado en una escalera del palacio de Minos y bañado por una luz inmemorial que, no me cabía ninguna duda, era la misma que había calentado el lomo del Minotauro. Con esa ilusión subimos al coche y nos plantamos de un salto en el recinto al que, muy de mañana, iba confluyendo una multitud de visitantes en bermudas y camisetas de tirantes.
Una vez dentro, la impresión es desoladora apenas empezamos a caminar, pues resulta evidente que la práctica totalidad de los muros y columnas que vemos son burdas reconstrucciones, por no hablar de las estructuras de madera: cemento cubierto de pintura de imitación.
Sólo las marcas de lo que alguna vez fue este conjunto arquitectónico dan una idea fiable de sus tremendas dimensiones, pero por lo demás parece imposible saber qué pudo ser auténtico y qué obra del célebre y controvertido Arthur Evans, el tipo avispado que levantó toda la tierra acumulada (y movió todas las cementeras necesarias) para que Cnossos quedara como él quería.
Una vez dentro, la impresión es desoladora apenas empezamos a caminar, pues resulta evidente que la práctica totalidad de los muros y columnas que vemos son burdas reconstrucciones, por no hablar de las estructuras de madera: cemento cubierto de pintura de imitación.
Sólo las marcas de lo que alguna vez fue este conjunto arquitectónico dan una idea fiable de sus tremendas dimensiones, pero por lo demás parece imposible saber qué pudo ser auténtico y qué obra del célebre y controvertido Arthur Evans, el tipo avispado que levantó toda la tierra acumulada (y movió todas las cementeras necesarias) para que Cnossos quedara como él quería.
Decepcionados, subimos al coche y ponemos proa hacia el oeste de la isla. Buscando un buen sitio donde darnos un chapuzon, nos desviamos hacia la playa de Geropotamos, a medio camino entre Panormos y Rethymno. No es para darle ningun premio internacional, pero el agua es limpia, hay un arco excavado en la roca bajo el cual pasan las barquitas y los submarinistas, y los pececillos se dejan ver. Careteamos un poco y, cuando empieza a abrirse el apetito, nos dirigimos hacia una zona un poco insulsa pero apacible, conocida como Gerani Beach, donde daremos cuenta de una buena sepia, con ensalada griega y tzatziki.
La primera impresion al llegar a Kissamos es la de estar internandonos en un asentamiento chabolista. Pero seguimos rodando y un poco mas adelante damos con un hotel bonito -el Kissamos-, con un balcon que permite ver caer el sol entre Gramvousa (donde fondeaba el abuelo pirata de Kazantzaki) y Rodopou, mientras la falda de los cabos se va cubriendo lentamente de brumas. Las ciudades se caen o se echan a perder, o llega un Evans que las desfigura por completo; pero el mar, siempre cambiante, es siempre maravilloso, el que miraba Ulises y el que veremos esta noche nosotros.
viernes, 21 de agosto de 2009
Teselas griegas (VII) En la tumba de Kazantzaki
De la obra de Niko Kazantzaki (así, sin la s final, por expreso deseo del autor) es más fácil encontrar en España alguna versión cinematográfica que cualquiera de sus libros, ni siquiera el famoso Zorba. En Creta sí se venden, en inglés y en las tiendas de souvenirs, su Zorba, su Carta al Greco y alguno más, y no hay tienda de discos que no despache bandas sonoras de sus filmes con el inevitable rostro sonriente de Anthony Quinn en la portada.
Tenía curiosidad por saber si los vecinos de la isla que vio nacer al gran escritor griego habían sido capaces de honrarle como es debido, y me apresuré a visitar el túmulo que erigieron aquí, en Heraklion, para acoger sus restos. El taxista no está seguro de que esté abierto al público a esta hora, pero yo me conformo con ver cómo cae el sol en ese punto exacto de la ciudad. Los alrededores son bloques de viviendas en los que el eco multiplica el ladrido de unos perros y el ruido del tráfico, mezclado con la música rai que sale a toda voz de un kiosko cercano.
Junto a la tumba del escritor, me sorprende ver que se alza la sede del Athletic Club Heraklio, y ahora recuerdo que Mauricio Wiesenthal contaba que mucha gente venía a la tumba no por devoción literaria, sino para ver los partidos desde arriba.
Mi admirado Wiesenthal vino a hacerle una ofrenda de canela, nuez moscada y vino. Yo entro en el recinto con las manos vacías, saludo a dos yonquis que vegetan a unos metros de la lápida -donde alguien ha olvidado un mechero entre los despojos de una plata-, me pongo frente a la cruz y ahora sí, miro hacia el horizonte al rojo, hacia esa línea de costa que se incendia con las últimas luces de la tarde.
Volvemos al centro de Heraklion, la vieja Candia, entre fuentes y calles comerciales, donde nos espera una deliciosa mousaka. En los soportales de la Logia -el Ayuntamiento-, tan castigado por los bombarderos de la II Guerra Mundial, los jóvenes cretenses sacuden sus cuerpos no al compás del viejo sirtaki, sino al compulsivo ritmo de break-dance.
jueves, 20 de agosto de 2009
Teselas griegas (VI) De Rethymno a Heraklion
Muy de mañana subimos a bordo de nuestro coche recién alquilado, nos despedimos de Chania y enfilamos la carretera rumbo a Rethymno. Pensando que Chania está considerada la perla de la isla, nos temíamos lo peor. Sin embargo, antes del mediodía llegaremos a un lugar que, también con su puerto veneciano y sus tiendas de souvenirs, tiene encanto: el de la ciudad vivida, el de los vecinos yendo y viniendo por sus itinerarios habituales, envejeciendo dignamente en las mismas calles en las que crecieron.
Dicen que a finales de julio se celebra aquí una gran fiesta del vino, pero en el parque municipal que supuestamente la acoge no encontramos ni rastro de celebraciones dionisíacas. Paseamos un poco entre los leones renacentistas de la fuente Rimondi y el minarete apuntalado de la mezquita Nerantzer, y paramos a comer en algo que parece el salón de una casa más que un restaurante. La propietaria, amabilísima, nos servirá a muy buen precio cerveza griega, ensalada griega (con el inevitable queso feta), unos pinchos de cordero y un delicioso tzatziki, ese aperitivo de yogur mezclado con ajo y pepino que acompaña de manera muy tentadora al rico pan de la isla.
Después de un digestivo café mirando al mar seguimos nuestra ruta: Perivólia, Platanias, Stavrómeros, Skaletá, Panormos, Paleokástro... No tardaremos en descubrir una curiosa circunstancia de la carretera cretense, y es el hecho de que, a la hora de adelantar, el arcén sirva como segundo carril, de modo que si sientes que un auto quiere pasarte, no tienes más remedio que echarte al margen. ¿Y qué sucede si en el arcén hay un coche averiado o unos operarios trabajando? Eso mismo nos preguntamos nosotros.
Con no pocos sobresaltos llegamos por fin a Heraklion, unánimemente considerada la ciudad más fea de Creta, la castigada capital de la isla. A mí, y no es por llevar la contraria, no me parece tan horrenda a primera vista. Otro puerto veneciano, murallas que se ruborizan a la caída del sol, un centro con calles que caen en pendiente hacia el mar, me recuerda en cierto modo a mi Ceuta. Clavamos nuestra bandera en el primer hotel que encontramos a mano, el deslustroso Irini, con un enorme solar sembrado de grúas como única vista desde nuestro balcón, y todas las demás persianas bajadas, como si fuéramos los únicos huéspedes o todos nuestros vecinos fueran vampiros. Nos refrescamos un poco y corremos, antes de que se haga de noche, a cumplir con el propósito que nos trajo hasta aquí.
miércoles, 19 de agosto de 2009
Teselas griegas (V) La garganta de Samaria
Mi amigo Iván hizo este camino hace unos veinte años, y me habló del largo descenso, desde los más de 1.200 metros sobre el nivel del mar hasta la playa, atravesando la garganta de Samaria. Nosotros tomamos antes del amanecer un bus que nos llevará por una carretera llena de curvas imposibles hasta Omalos, punto de arranque de la marcha. Empezamos a bajar a buen ritmo por un sendero bastante inclinado, que revela montañas majestuosas forradas de bosques de coníferas y riachuelos rumorosos. Serán en total seis horas de caminata con diversas escalas, por un camino a ratos pedregoso, a ratos de tierra dura y polvorienta, otras veces rocoso y abrupto, por el que no tardan en empezar a resentirse las rodillas y los tobillos.
De hito en hito nos adelantan recuas de mulos haciendo sonar sus cascos resignados en las rocas, o encontramos alguna de esas cabras salvajes típicas de la isla que llaman kri-krí, bastante acostumbradas a la presencia y las cámaras de los senderistas. Por fin abordamos la garganta propiamente dicha, caminando paralelamente al río, poco caudaloso por estas fechas. Y aunque el agotamiento nos empuje a culminar la misión cuanto antes, no podemos evitar impresionarnos ante el estrecho pasillo entre dos alturas tremendas, como si el macizo pétreo hubiera sido hendido con un cuchillo. Ahora entendemos también que estas montañas fueran un eficaz refugio contra los invasores turcos, pues no debió de ser fácil su acceso para ningún ejército que no sea el talibán.
Casi sin creerlo llegamos a la playa de Agia Roumeli, donde nos regalaremos el primer baño cretense y evaluaremos los daños físicos antes de que venga a rescatarnos el barco que ha de llevarnos a Souya, y luego otro bus hasta Chania, atravesando un mar de olivares por carreteras una vez más espeluznantes. Iván me habló de las cumbres cubiertas de bruma y la sombra de los pinos gigantes en Samaria, pero olvidó decirme que, cuando se enfría el músculo, sientes como si tuvieras un cuchillo clavado en cada muslo y otros tantos en cada gemelo. "Mañana será peor", nos dirá luego el recepcionista de nuestro hotel, con una sádica sonrisa.
domingo, 16 de agosto de 2009
Teselas griegas (IV) La burbuja de Chania
Desembarcamos en el puerto de Souda y tomamos un taxi a la cercana Chania, nuestro primer destino cretense. Como es una hora bastante temprana, hacemos tiempo desayunando en el puerto veneciano, con su faro coqueto, sus fachadas restauradas con estilo, bajo las cuales despliegan sus toldos los restaurantes más madrugadores. La atmósfera es apacible, el lugar parece hermoso, suaves olas salpican el pie de los norays. Pero algo falla. Más tarde, cuando callejeemos por la zona -muy veneciana- de Topanas, sabremos de qué se trata. Todas las tiendas que van abriendo son de objetos artesanales, vestidos y postales. Las calles, gustosas de caminar, están llenas de carteles que dicen Breakfast & lunch, Hotel y Rooms for rent. Apenas hay señales de vida indígena en la zona.
Tal vez no podrían haberse conservado de otro modo las casas del XVII con sus cierres otomanos, la simpática cúpula de la mezquita que me recuerda al ingenio aquel que amargaba la vida a Los Increíbles, los arsenales venecianos. Pero que todo ello haya sido a costa de que el pueblo se haya marchado en masa y convertido la zona en un escenario de cartón piedra desnaturaliza por completo el espíritu del lugar. En otros lugares muy turísticos, por ejemplo el sevillano Barrio de Santa Cruz, al menos sigue habiendo vecinos de siempre, y eso da un carácter irremplazable un sabor genuino.
A la hora de comer damos al menos con una referencia literaria, el restaurante Karnagio que Markaris describe en la citada novela como el no va más de la cocina cretense. Aquí pediremos por fin la famosa taramosalata hecha con huevos de pescado y unos salmonetes deliciosos, todo regado con vino blanco y culminado con un sorbo de ardiente raki.
Después de descansar un poco damos otro paseo sin perder la esperanza de encontrar algo de vida nativa por los alrededores. Y la encontraremos, esta vez sí, bordeando la línea de mar, en un paseo marítimo pespunteado de terrazas donde se habla griego a voces, se juega a ese backgamon al que juegan los griegos, se toma batido de café y -prueba definitiva- no se cena a las siete de la tarde. Nos regalaremos un delicioso rato de lectura frente al mar sin saber si estamos en Sousse, en Beirut o en Rota, pues este azul es capaz de hermanar a orillas muy diversas.
Pero Chania, "la más bella ciudad de Creta" según el criterio unánime de las guías turísticas, es para los fabricantes de postales esa burbuja a la que regresaremos al anochecer. Ya en la cama, con las luces apagadas, nos iremos hundiendo en el sueño al compás de las canciones griegas que entonan unos músicos tañendo sus bouzaki junto a nuestra ventana.
Teselas griegas (III) Navegar es necesario
Navegar, ya lo sabemos, es necesario. Hacerlo por el mar Egeo, y además de noche, sólo una fantasía largamente acariciada. Por fin iba a poder vivirla, pero no imaginaba de qué modo. Habíamos sacado los billetes más baratos que había, pensando que ocho o nueve horas se van sin sentir, pero no podíamos imaginar a qué plaza nos daban derecho: cafetería del barco, siéntese donde pueda, y si no encuentra sofá, bien vale el sutil instrumento de tortura de una silla con el respaldo justo a la altura de los riñones. La otra alternativa es pernoctar en cubierta, al pairo de los vientos. ¿En qué condiciones vamos a llegar mañana a Creta? Por suerte, nos dejan descambiar sobre la marcha nuestros pasajes y comprar unos de cabina, que al menos nos permitirán dormir un poco en horizontal.
En su novela El accionista mayoritario, Petros Markaris imagina el secuestro de un ferry Atenas-Creta por parte de un grupo terrorista. Si yo fuera el comisario Kostas Jaritos, más bien me propondría detener a quienes diseñaron el mobiliario de estos buques. Cenamos pescado y un pan oscuro con tomate y queso que los griegos llaman koukouvaya. Luego, antes de irnos a dormir, tratamos de reconocer desde la cubierta alguna isla de las Cícladas en la oscuridad del horizonte, y a la Osa Mayor y Casiopea en el cielo despejado. Por el camino sorteamos a docenas de pasajeros durmiendo, o intentándolo, por los suelos o en asientos imposibles, practicando contorsiones asombrosas. Nosotros nos encerramos en nuestro camarote diminuto, y trataremos también de conciliar el sueño a pesar del fragor de los motores y las voces que atraviesan las paredes. Nunca he estado tan cerca de dormir en una caja de herramientas.
Despertamos media hora antes de tocar puerto, y salimos a cubierta para ver cómo la aurora de los dedos rosados, que diría Homero, araña ya el cielo y la silueta de la isla se revela en la proa, envuelta en una ligera bruma.
sábado, 15 de agosto de 2009
Teselas griegas (II) Salvemos los museos
A la luz del día, Atenas no parece tan fea como desaliñada, abandonada, muy por debajo del listón que se pide a un foco turístico mundial y a una ciudad que ha celebrado olimpiadas hace nada. Esta impresión contrasta con los escaparates, llenos de artículos como si se tratara de mostrar todo el género, pero ordenadísimos. Lo mismo en el mercado central, donde los carniceros disponen los filetes en filas escrupulosas, las cabezas de cordero en armónicos racimos, los pescadores las caballas en escuadrones uniformes y las doradas en formaciones de dos.
Distraído en estas pamplinas, alcé la vista y me di de frente con la impresionante Acrópolis. Después de haber visitado en Sicilia templos como los de Segesta o Selinunte, yo creía que en materia de arquitectura griega ya lo había visto todo. Me equivocaba. El conjunto arquitectónico de Atenas no sólo está excepcionalmente bien conservado, sino que las dimensiones son monstruosas. Abrimos boca merodeando por los alrededores antes de acometer la ascensión, que tampoco es para tanto. De dos saltos nos plantamos ante los imponentes Propileos y nos disponemos a rodear, razonablemente boquiabiertos, la mole del Partenón, en cuya cima vemos a un buen montón de operarios trabajando en su interminable restauración. Hay quien piensa, y resulta verosímil, que fue aqui donde Le Corbusier, apoyado en el tambor de una columna, concibió su modulor.
La evidencia aquí arriba es que el tamaño sí importaba en la antigua Atenas, pero nunca reñido con la delicadeza. Los muros diáfanos, las columnas esbeltas, la hermosura de las cariátides, son pruebas concluyentes de un gusto exquisito. El mismo suelo sobre el que se yerguen lo es, una atalaya privilegiada que muestra a un lado el hormiguero urbano y al otro el azul inconfundible del Mediterráneo. Tiene razón una vez más aquel que exclamó: ¡qué catadores de paisajes eran los griegos!
Bajar hasta la zona de Plaka y volver al callejeo equivale a un destierro del paraíso. Pero, imbuidos de espíritu clásico, después de almorzar unos proteínicos mejillones cocidos en una suerte de pisto, daremos un paseo hasta el Museo Arqueológico. Entre los kuroi y las kore paso al frente, el colosal Poseidón rescatado del mar y el no menos broncíaneo Perseo (¿o es Paris?), recorremos con placer todo un capítulo del libro de Historia del Arte de COU. Ahora que está tan de moda ser abolicionista de los museos, argumentando la necesidad de sacar el arte a la calle, que todos los fondos sean itinerantes y todos los contenidos interactivos, me asalta una súbita simpatía por el viejo museo, al que uno llega por su propio pie, con el que uno dialoga en silencio.
Lo mismo pienso cuando nos dirigimos al nuevo museo de la Acrópolis, concebido prácticamente para reclamar a Londres la sexta cariátide y los frisos del Partenón. El argumento de que en Inglaterra estaban más seguras ya no sirve, y sospecho que cualquiera que visite este edificio amplio y moderno estará de acuerdo en que las joyas robadas deben salir ya de los bajos del British. Museos sí, pero cada uno con lo que merezca.
No hay tiempo para mucho más, pues antes de la puesta de sol debemos dirigirnos al puerto del Pireo, donde ya oímos mugir al ferry que ha de llevarnos a Creta.
domingo, 9 de agosto de 2009
Teselas griegas (I) Atenas no es preciosa
Digámoslo así: Atenas no es la más hermosa de las capitales europeas. Es más, bien podría estar entre las cuatro o cinco primeras por la cola. Puede que la culpa la tenga el nombre: las seis letras de Atenas son demasiado grandes como para que exista una ciudad a su altura, así que -pensarán sus vecinos- para qué tomarse molestias. Mejor ver la vida pasar desde el cafetín, ese palco espléndido donde el tiempo queda atrapado en los posos de café y cualquiera tiene un plan infalible para arreglar el país o hacer que la selección nacional de fútbol gane la Eurocopa.
-Sevila, sevilanos... Sevila dos veces UEFA, ¿ah? - nos dice el taxista que nos llevará de la plaza de Syntagma al hotel, haciéndose el amigable para distraer nuestra atención sobre la clavada que nos tiene reservada, ese rejón de bienvenida que la picaresca sin escrúpulos reserva al turista primerizo. Asumimos el impuesto, qué remedio, pero añadimos de propina un silencio despectivo.
Después de descansar un poco y tomar un baño hasta el borde de agua templada llamamos a Yorgos, nuestro hombre en Atenas. Atravesamos la Plaza Victoria, concurrido punto de encuentro de magrebíes y subsaharianos que conversan después de arrastrar sus mantas de aquí para allá todo el día, y nos dirigimos hacia Exarchia, agradable zona de bares y terrazas con un eje un poco inquietante, un jardincillo pumarejero donde los últimos yonquis de la capital parecen rendir homenaje a Michael Jackson arrastrando las botas a paso de muerto viviente.
A medio camino, nos encontramos con un grupo de gallegos de edad madura que nos preguntan cómo llegar al Museo Arqueológico. Como tenemos un plano a mano, tratamos de orientarles:
-Lo malo es que aquí no tenéis apenas luz, con estas farolas tan tristes -dice una.
-Pero muy bien que habléis español, ¿eh? Eso es una alegría -dice otra.
-Señoras, es que somos españoles. Acabamos de llegar -les explicamos, y reconocemos una pequeña decepción en sus miradas.
La casa de Yorgos es grande y tranquila, apartada de la bulla noctívaga. Casado con colombiana, habla español con fluidez y ligero acento catalán, o eso me parece. Mientras devora unas berenjenas con muy buena pinta, nos da los billetes de barco que le pedimos y algunas recomendaciones útiles y se despide con prisa, pues tiene una cita. Nos invita a caminar hasta Monastiraki y dar un paseo por las calles peatonales pródigas en tiendas y restaurantes coquetos. Cruzamos plazas bañadas de luz amarillenta, avenidas por las que el tráfico fluye temerariamente, soportales sombríos, y al fin distinguimos allá en lo alto, como suspendida en medio de la oscuridad, la Acrópolis iluminada. Tal vez siempre fue así, puede que también en tiempos imperiales los poderosos se dieran cita allí, en las olímpicas alturas, mientras que acá abajo se arrastraba como podía la masa menesterosa.
Hoy sólo contemplaremos la maravilla desde abajo. "Luz petrificada" la llamó Lamartine, y lo parece aún más de noche, bajo el efecto de los focos. Nos guardamos la visita para mañana.
sábado, 1 de agosto de 2009
Otras lecturas/ relecturas del mes de julio
Ari Folman/ David Polonsky. Vals con Bashir.
J. G. Ballard. Milagros de vida.
Agustín Fernández Mallo. Postpoesía.
Alberto Porlan. País.
Angelo Scandurra. El hondón de los espejos.
Petros Markaris. Noticias de la noche.
Petros Markaris. El accionista mayoritario.
Dimitri Calokiris. El museo de los números.
Giorgos Seferis. Tres poemas secretos.
Mempo Giardinelli. Luna caliente.
Valérie Mréjen. El agrio.
Erri de Luca. El día antes de la felicidad.
Mauricio Wiesenthal. Libro de Réquiems.
Homero. Odisea.
León Tolstói. Las tres preguntas.
Fernando Pessoa. El elfo y la princesa.
Fernando Pessoa. Lo mejor del mundo son los niños.
Marguerite Yourcenar. Cómo se salvó Wang-Fô.
Émile Zola. El paraíso de los gatos.
Virginia Woolf. La viuda y el loro.
Paula Carballeira/ Peixe. Mateo.
J. G. Ballard. Milagros de vida.
Agustín Fernández Mallo. Postpoesía.
Alberto Porlan. País.
Angelo Scandurra. El hondón de los espejos.
Petros Markaris. Noticias de la noche.
Petros Markaris. El accionista mayoritario.
Dimitri Calokiris. El museo de los números.
Giorgos Seferis. Tres poemas secretos.
Mempo Giardinelli. Luna caliente.
Valérie Mréjen. El agrio.
Erri de Luca. El día antes de la felicidad.
Mauricio Wiesenthal. Libro de Réquiems.
Homero. Odisea.
León Tolstói. Las tres preguntas.
Fernando Pessoa. El elfo y la princesa.
Fernando Pessoa. Lo mejor del mundo son los niños.
Marguerite Yourcenar. Cómo se salvó Wang-Fô.
Émile Zola. El paraíso de los gatos.
Virginia Woolf. La viuda y el loro.
Paula Carballeira/ Peixe. Mateo.
miércoles, 1 de julio de 2009
Otras lecturas/ relecturas del mes de junio
Marjane Satrapi. Persépolis.
Art Spiegelman. Maus.
William Ospina. La herida en la piel de la diosa.
Jules Renard. Pelo de zanahoria.
Andrea Camilleri. Las ovejas y el pastor.
Federico Campbell. La clave Morse.
Belén Núñez. Resplandor de la lágrima.
Alejandro Jodorowsky. Pasos en el vacío.
Álvaro Salvador. La canción del outsider.
Ana Rossetti. Llenar tu nombre.
Erika Martínez. Color carne.
Ismail Kadare. Cuestión de locura.
David Grossman. La miel del león.
Ana María Shua. Cazadores de letras.
Franz Kafka. Un médico rural.
Vladimir Maiajovski. Cómo hacer versos.
Vitaliano Brancati. Los placeres de Paolo.
Art Spiegelman. Maus.
William Ospina. La herida en la piel de la diosa.
Jules Renard. Pelo de zanahoria.
Andrea Camilleri. Las ovejas y el pastor.
Federico Campbell. La clave Morse.
Belén Núñez. Resplandor de la lágrima.
Alejandro Jodorowsky. Pasos en el vacío.
Álvaro Salvador. La canción del outsider.
Ana Rossetti. Llenar tu nombre.
Erika Martínez. Color carne.
Ismail Kadare. Cuestión de locura.
David Grossman. La miel del león.
Ana María Shua. Cazadores de letras.
Franz Kafka. Un médico rural.
Vladimir Maiajovski. Cómo hacer versos.
Vitaliano Brancati. Los placeres de Paolo.
domingo, 28 de junio de 2009
Vida de estudiante
Fin de semana en Granada, para tocar con Juanlu Pineda. Me gusta la ciudad, donde no hay chica que no sea bella ni esquina que no tenga su aquel. Lo mismo pensé la primera vez que vine por mi cuenta, hace casi veinte años. Era un invierno helado y me apalanqué en el piso de unos medio amigachos gaditanos que tenían a sus padres engañados haciéndoles creer que cursaban carrera con algún provecho, cuando en realidad pasaban sus días entregados al mundo estupefaciente y al pequeño tráfico de grifa. En el colchón que me tiraron en el suelo fui feliz jugando a residir, yo también, en un piso de estudiantes, una fantasía que me acompañó regularmente durante años, pero que nunca llegué a cumplir. De aquella visita se desprendió un poema muy malo del que sólo retengo el final: "entre los arrayanes y los calcetines,/ el efluvio dulzón de la marihuana incandescente..."
Ahora vuelvo en fechas más calurosas, en este preludio del verano en el que la ciudad despide a su población universitaria. De noche, Pedro Antonio de Alarcón acusa el descenso demográfico acogiendo a ralos grupetes de borrachines, mientras que de día las calles son un trasiego continuo de chicos y chicas con maletas en pos de sus coches, autobuses, trenes. Nuestra anfitriona, nuestra joven y querida Violeta Sánchez, traductora en cierne, también vive en un piso de estudiantes, muy cerca de la altiva plaza de toros, y se ha quedado en Granada sólo para vernos actuar. Otros amigos, como Andrés Neuman -que mañana mismo emprende la gira americana de su premio Alfaguara- o Juan Luis Tapia -que está por irse a Grecia- piden disculpas por su ausencia.
Juanlu y yo tomamos posesión del salón y nos disponemos a darle una vuelta rutinaria al repertorio. Mientras se afina la guitarra, contemplo los monumentos al kitsch que cuelgan de las paredes, los armarios de estilo provenzal, las cajas con libros y cedés, la accidental vecindad de una botella de vino francés sin abrir con otra, medio vacía, de Beefeater. Es el paisaje después de la batalla, o de la fiesta -la breve fiesta de la inconsciencia, de la dichosa juventud-, o de ambas cosas a la vez. Un espacio como todos los que visitaba en tiempos, con ocasión de un guateque o de un romance inesperado de madrugada. Nunca es fácil hacer un hogar de estos lugares. Pero un hogar tendría que estudiar mucho para convertirse en uno de estos genuinos, legendarios pisos de estudiantes.
De Maribel a Martirio
Entrevisto a Martirio con motivo de su hermoso disco en directo, el recién aparecido 25 años: los que lleva haciendo grandes canciones con peineta y gafas de sol. Camino del periódico he recordado el disco de Jarcha que mi padre tenía en casa, Libertad sin ira, en formato de lujo y con aquel sol naciente brillando en la cubierta. Ahí militaba de jovencita esta Maribel Quiñones que ahora se permite el lujo de llevar como guitarrista -sobresaliente, por cierto- a su propio hijo, el muy bien criado Raúl Rodríguez.
Confieso que las primeras escuchas del proyecto Martirio, Estoy mala y demás, me dejaron bastante indiferente. La caracterización y el histrionismo, que tenían como objeto llamar la atención, a mí me alejaban por el contrario de la música. Tuvo que ser con la salida a la luz del Pensión Triana de Javier Ruibal, donde Maribel hacía unos coros impresionantes junto a Gema Corredera, cuando empecé a tomármela en serio como intérprete. Luego vinieron otros discos más evolucionados, colaboraciones con gente como Compay Segundo, y sobre todo los trabajos con Chano Domínguez, uno de los esfuerzos más serios y más lindos de dignificar la copla de cuantos se han hecho en España, con permiso de Vázquez Montalbán, que sabía de esto.
Ahora, como la única vez en que copeamos junto a Héctor Márquez y otros amigos en la Alameda gaditana, hace mucho, me sigue asombrando la belleza de los ojos de Maribel, no sé si de un color dorado o ambarino, siempre ocultos tras esas lentes ahumadas, no tanto para aliviarse del sol como para proteger al prójimo de una hipnosis segura.
De lo que no se puede escapar tan fácilmente es del encanto de su música. En este momento en que el rollo coplero vive un auge espectacular, por fin despojado de todos sus sambenitos y reminiscencias fachoides, pocos repertorios encontrarán el fan advenedizo o el veterano aficionado tan bien aliñados y puestos en escena como el de Martirio. Y que sean 25 años más de olés.
miércoles, 24 de junio de 2009
M'Sur y Estado Crítico, ciberparto doble
La semana pasada se produjeron en las aguas amnióticas de internet dos partos que para mí suponen dos modestos acontecimientos. El primero ha tenido una larguísima gestación, desde que Ilya U. Topper y un servidor, comentando noticias de la segunda Guerra de Irak, llegamos a la conclusión de que estábamos hartos de la visión del mundo que nos estaban vendiendo, de la falaz e interesada partición Norte-Sur, Oriente-Occidente, Cruz-Media luna, Civilización-Barbarie. Que ya era hora de regresar al Mediterráneo como la cuna común de la cultura, a la tierra del aceite y del vino. Que ya era hora de conocer un poco mejor y transmitir lo que aprendiéramos desde nuestro oficio. Con esas ambiciones, y muy poquitos medios, fletamos Mediterráneo Sur (M'Sur), cuya versión provisional ya está colgada en la red, en http://www.mediterraneosur.es/ con Israel y Palestina como primer foco. Mi primera satisfacción es el nivelazo general de los colaboradores, tanto de redacción (Aranzadi, Liman, Rengel) como de foteros (Trillo, Marchante...). Ojalá dure, ayude a cambiar miradas y dé muchas alegrías.
Lo mismo puedo decir de Estado Crítico, que nació de una reunión de amigos en torno a las fotografías de Antonio Acedo, y que fue tomando forma hasta su cristalización en pantalla. Un blog, http://criticoestado.blogspot.com/, que pretende lanzar una reseña diaria -como hacen los compañeros de La Tormenta en un Vaso con enorme calidad desde hace ya unos años- desde la libertad de opinión, la independencia y la mirada personal que cada uno pueda aportar: Jabo Pizarroso, Dani Ruiz, Jesús Cotta, Juan Carlos Sierra, Javier Mije, Manolín Haro, el propio Acedo, Ilya U. Topper, Joaquín Blanes, Luis Manuel Ruiz y un servidor nos hemos conjurado para hablar mal y bien de los libros que vayan cayendo en nuestras manos.
Sé que estos empeños no son tan difíciles de fletar como de mantener en el tiempo sin bajar el listón. De momento estamos ahí, sentados con los pies colgando en nuestro nicho de la Biblioteca de Babel, disfrutando de la complicidad y la bibliofagia con toda fruición. Y usted que nos lea.
martes, 23 de junio de 2009
Reencuentro con Juan Farina
Chiclana, tarde del sábado. La Fundación Quiñones me ha invitado a participar en un homenaje a Juan Farina, el bailaor al que dediqué un libro hace casi diez años, Que me quiten lo bailao. Vida y arte de Juan Farina. He vuelto sobre esas páginas y me cuesta reconocerme en esa prosa un poco espesa de puro acomplejada, atrapada por ese miedo del principiante del que hablaba Borges, que les empuja a menudo a un gratuito barroquismo. Sí me gusta el modo en que los datos y las anécdotas, la vida y la literatura, se funden en el relato, y el cariño evidente por un personaje al que apenas conocí, ese gitano al que Quiñones me presentó una noche en un bar de La Viña, sin que ni unos ni otros sospecháramos que una biografía de encargo iba a reunirnos tiempo después.
El hombre que me ofreció el trabajo, el bueno de Dionisio Montero, es ahora una estatua de bronce a las puertas del Teatro Moderno, ¡extraño reencuentro! Me habían asegurado que sería una faena de aliño, que la familia tenía todo el material y había sólo que darle forma, hasta que Dionisio me tendio aquella carpetilla con media docena de fotos casi desvaídas, unos amarillentos recortes de periódico y un cuaderno manuscrito de cuatro páginas, en las que el propio Farina había intentado escribir sus memorias de su puño y letra, con una caligrafía casi infantil.
A Farina no le hacía falta escribir, porque él mismo era literatura ambulante. Personaje de varias novelas, pero sobre todo de dos -El coro a dos voces, de Quiñones, y Marea escorada, de Berenguer, recién reeditada-, de él me hablaron con admiración Félix Grande, Carmiña Martín Gaite, Manolo Ríos Ruiz. Llegó a bailar para Cocteau. Solía decir que lo suyo era "andar cojo y bailar sano", y cuando Pemán le recomendó un cirujano para arreglarle la cadera, hizo cuernos y replicó: "¿Y si luego me se olvida el baile?"
Mucho más extraordinario es que los flamencos hablen bien los unos de los otros, y a mí me pusieron a Farina por las nubes Chano Lobato, El Chato de la Isla, Pepe Menese o Sara Baras, cuyo talento destacó el chiclanero antes que nadie. Todo esto tenía que haberlo contado el sábado en Chiclana, pero en el patio de butacas estaba su viuda, Josefa, y sus diez hijos con un innumerable batallón de nietos, de modo que opté por buscar una grabación, unas imágenes en las que aparece Farina haciendo su célebre baile del picador, y la proyectamos en pantalla grande, para que los más pequeños del clan vieran al abuelo en tamaño natural, como él era: grande.
domingo, 21 de junio de 2009
Ana Rossetti, poeta-poeta
Jueves pasado, Coria del Río, mi primera visita al Museo de la Autonomía, que dirige con toda dignidad y notables resultados mi querida Coral Márquez. Participo en un breve coloquio con Elena Medel y Ana Rossetti. A Elena la veo a cada rato -de hecho, vengo de editar una columna suya en mi periódico-, pero con Ana hacía mucho que no me encontraba. Y puesto que el tema a debatir es la memoria, me dispongo a recordar algunas cosas sobre ella.
Nacida en San Fernando, la primera gesta de la Rossetti fue marcharse a Madrid -no al de ahora, sino al bronco y áspero de los primeros ochenta-, establecerse allí y vivir para contarlo. Se empadronó en Malasaña, que tampoco era el barrio que es ahora, fue vecina de Juan Madrid y por su ventana se colaban los neones del teatro Maravillas. Irrumpió en el panorama poético como un ciclón, primero porque, sin ser la más guapa del mundo, las Diosas Blancas de la España de entonces eran Carmen Conde, Gloria Fuertes, Pilar Paz Pasamar o María Victoria Atencia, y en la comparación Ana prendía chiribitas en los ojos del casposo establishment cultureta de la época. Pero es que, además, aquella gaditana isleña era capaz de dedicar poemas, por ejemplo, a los gayumbos de Calvin Klein, entreverado de mitos griegos y citas culturalistas, y las fantasías del lector reprimido se disparaban.
Más que Luis Antonio de Villena, yo diría que la gran poeta de la movida fue Ana Rossetti, por transgresora y adelantada a su tiempo, por chic y por libérrima. No tuvo prisa y sacó a la luz su primer libro con 30 años, y desde entonces se ha dosificado sin permitirse demasiadas vacaciones, publicando cada tres o cuatro años.
Mujer vehemente, puedes ser temible para la prensa, pues la he visto entablar discusiones encendidas en el aire con locutores de radio o con moderadores de mesas redondas: no se corta y no hay quien la pare. Pero con la misma fuerza aflora su lado tierno, irresistiblemente cariñoso. Una vez recibí el grato y bien pagado encargo de acompañar durante un verano a cuatro poetas -Antonio Hernández, mi llorado Rafael Soto Vergés, Fito Cózar y Ana Rossetti- en una turné por la Sierra de Cádiz, y tengo en la memoria muchas tardes hermosas, atravesando los pinsapares de Grazalema, alcanzando Setenil o subiendo a Zahara, enfrentándonos a públicos adversos ("Esto es como Canciones para después de la guerra", me susurró más de una vez el Noni) y descubriendo tesoros gastronómicos. Ahí empecé a querer a Ana, y hasta hoy.
A su hija Ruth, mito televisivo de nuestra infancia y hoy actriz consagrada, le publicamos sus primeros poemas en la revista Caleta, y puedo asegurar que es digna heredera de muchas virtudes de su madre. Lo que sucede es que Ana -y me lo conforma la lectura de su último poemario, el intenso y metaliterario Llenar tu nombre-, nos es como la mayoría, o sea, periodista y poeta, profesor y poeta, dramaturgo y poeta... Aunque ha hecho muchas cosas y todas con gran exigencia, para ella debería inventar Hacienda un epígrafe que me consta no existe: el de poeta-poeta.
miércoles, 17 de junio de 2009
En la Córdoba de Falcones
Debo confesarlo: me encanta Ildefonso Falcones. No me refiero a sus libros, me encanta él. Aún no había vendido tanto como vendió cuando lo entrevisté por primera vez: llevaba tras su pista algún tiempo y fui a encontrármelo fumando a salvo de una ruidosa cena del premio Torrevieja. Allí mismo saqué papel y boli y le robé cinco o seis preguntas. Luego, de alta madrugada, me encantó verle llenar y vaciar su copa de champán y mover el esqueleto con todo el desparpajo del mundo en la sala Pachá. Recuerdo que incluso apareció caricaturizado así en un suplemento, chisposo y guatequero. Ahí había un hombre de fiesta, ahí estaba el escritor más feliz de la concurrida reunión: el único sin ego, o con el ego satisfecho.
Abogado de profesión, Falcones empezó a darle a la pluma sin tomarse a sí mismo demasiado en serio. Venía, al parecer, de ser una promesa del salto hípico, donde aprendió a distinguir las razas de caballos, pero también trabajó en un bingo, donde aprendió más aún de la raza humana. Pasó cinco años emulando a Ken Follet para escribir La catedral del mar, y dos más le costó buscarle novia editorial. Cuando le pregunté, con todo el respeto, si eran ciertas esas informaciones que aseguraban que la editorial había hecho y deshecho a su antojo con su obra, se encogió de hombros y sonrió: "¿Quién soy yo para no hacer caso de los que saben?". Ahí me ganó.
Desde aquello han pasado (por caja) cuatro millones de ejemplares, cifra suficiente para volver majareta a cualquiera. Creo que si Falcones ha conservado la cordura se debe en parte a no haber abandonado su bufete, sus clientes, sus ceremonias rutinarias, como el último asidero a la realidad. La gloria del best-seller le ha pillado con suficiente juventud como para pasárselo pipa con todo lo que le está pasando, y suficiente madurez como para no perder los papeles.
La semana pasada me desplacé a una caldeada Córdoba para la presentación de La mano de Fátima, el nuevo novelón de Falcones. Creo que él mismo está resignado a no saber escribir bien jamás, pero es evidente que su caballo corre por otra calle. Algo parecido a que cuatro millones de personas se pusieran de acuerdo para decirme que canto genial y que quieren un disco mío. Vi al barcelonés fumar, responder a las entrevistas, disfrutar con todo el circo mediático que desplegamos a su alrededor, y pensé qué mezcla de incredulidad, pasmo e hilaridad debe estar desatándose para sus adentros. De momento, parecía decirnos Falcones, disfrutemos: yo el primero.
Luces de San José del Valle
De las muchas definiciones de cantautor que existen, me quedo con la de Augusto Blanca. Para este entrañable artista cubano, un cantautor no es necesariamente quien escribe y canta sus propias canciones, ni quien haga una música más o menos comprometida. Un cantautor es aquel que puede, sin perder su esencia, reducir su arte al mínimo común de la voz y la guitarra. Luego, esas dos coordenadas pueden aliñarse con un cuarteto de jazz, un dj o una sinfónica, pero en ningún caso la guitarra y la voz pierden su condición de sostén. Eso explica que consideremos cantautores a gente que puede acompañarse de orquestaciones formidables, como Sabina, Serrat, Fito Páez o al gran Bob Dylan, y excluyamos del género a otros como José Luis Perales o Los Secretos, por poner dos ejemplos distantes.
Hace un par de semanas -pero parece que fueron muchas más- encendimos en San José del Valle (Cádiz) el primer encuentro La Casa de la Bombilla Verde, una iniciativa de Juan Luis Pineda en la que he tenido la fortuna de colaborar. Durante dos jornadas intensivas, un montón de artistas andaluces se han dado cita en un pueblo sin apenas tradición de actuaciones en directo, y han compartido sus canciones con estudiantes y con ancianos, con peñas deportivas y asociaciones de mujeres.
A veces los trovadores tienen una bien ganada fama de jartibles -por decirlo del modo más gaditano-, y puede que todo aquello generara una duradera borrachera musical, pero no llegamos al extremo de amordazar a ninguno como al bardo de Astérix. Por el contrario, todos saben que cantar es difícil, pero escuchar lo es aún más. Los hermanos Lobo, Verónica Díaz, Kino Maján, Fran Fernández, los Antílopez, Miguel Rodríguez, Patricia Fernández, Kico Gómez y Alejo Martínez han regalado lo mejor de sí mismos durante dos días, en el escenario y en los bares, en las sobremesas y de noche avanzada. Encabezando el cartel, Kiko Veneno y Javier Ruibal tuvieron también ocasión de demostrar que no han olvidado los tiempos en los que todo era mucho más precario, y eso los hace todavía más grandes de lo que son: una escuela permanente de talento y humildad.
El gran Mauricio Wiesenthal, que nació en 1943, sentía que su llegada al mundo coincidía con el ocaso de todo un sistema cultural europeo, y por lo mismo tituló sus memorias Llegar cuando las luces se apagan. Ahora que tan frecuentemente tenemos la sensación de que avanzan las sombras de la estulticia y la ignorancia, no creo que esté de más encender en el corazón de la comarca de La Janda una modesta pero necesaria bombilla como ésta que cantara el maestro Silvio. Si por allí pasaran, recuerden...
En PhotoEspaña (y III) Ferdinando Scianna
Pero a quien yo venía de veras a ver era a Ferdinando Scianna, fotógrafo de la agencia Mágnum y director de este encuentro de PhotoEspaña, pero sobre todo una mina de generosidad y afecto. He contado mil veces cómo lo conocí, pero creo que nunca lo puse por escrito. Ahí va:
Es sabido que Iván, conociendo la obsesión borgiana que me tenía atrapado desde que acabé mis Palabras mayores, no tuvo mejor ocurrencia que regalarme un librito de tapas rojas, publicado por la FNAC francesa, con fotos de... Jorge Luis Borges. Su autor, según supe más tarde, había sido algo así como el ahijado de Leonardo Sciascia, que le animó a publicar y a salir de su Bagheria natal.
Borges y Sciascia, libros, fotografías y Sicilia, muchas pasiones juntas -unas veteranas, otras recién estrenadas- que me animaron a echar el librito de Scianna en mi petate y a proponerme, como un juego, buscar todos y cada uno de los lugares exactos donde el autor de El Aleph había posado sus egregias nalgas. Al regreso, con la idea ya de escribir algo parecido a un cuaderno de viajes, puse en orden imágenes y notas y empecé la primera de las cuatro versiones de lo que sería mi Viaje a la Sicilia con un guía ciego.
Una noche, a punto de tomar el autobús de vuelta de Madrid a Cádiz, mi amiga Marucha Barbero me rogó que nos tomáramos al menos un café: se iba de vacaciones a Sicilia y quería que, al menos en una servilleta, le escribiera un par de lugares de inexcusable visita. Así lo hice, casi con la mochila en el hombro. "Bueno, si no tienes más tiempo -dijo Mar- no te preocupes, mañana viene un fotógrafo siciliano a Casa de América y puedo pedirle más pistas". Todo podía haber quedado ahí, pero se me ocurrió preguntarle el nombre del fotero en cuestión. "Fernando... o algo así". "¿Ferdinando Scianna?" "¡Eso! ¿Le conoces?". Ahí mismo, y tras mucha duda, rompí mi billete de Sevibús y decidí plantarme al día siguiente, a primera hora, en Casamérica.
Scianna no es, de entrada, un tipo cachondo. Tiene el cráneo pelado, rasgos duros y una mirada algo gélida, o eso me pareció. Pero su trato fue amabilísimo, y pareció caerle muy en gracia que un loco español se hubiera dedicado, por ejemplo, a triscar por las ruinas griegas de Selinunte o a recorrer el lujoso hotel Villa Igea de Palermo buscando los escenarios de sus fotos. Me contó que el primer viaje que él había hecho por Sicilia también había estado guiado por un libro de fotos, no recuerdo si una edición de Vittorini, y que también se demoraba confrontando las imágenes con los modelos originales.
Un tiempo después, mi libro fue premiado y se anunció su publicación. En la editorial, de cuyo nombre no quiero acordarme, me dijeron que no había capital para pagar fotos, ni con rebaja que vinieran. Escribí a Scianna, no sin pudor, contándole este hecho y subrayando mi deseo de que su trabajo acompañara mis textos. Su respuesta inmediata da una idea de el tamaño de hombre y artista del que estoy hablando: "Haces como quieras", escribió. "Yo como más de mis fotografias, pero tambien vivo di otras cosas. De la amistad, por exemplo".
Lo malo fue al ver las reproducciones de sus fotos en el libro. La editorial no sólo no había querido pagar un duro por el trabajo de un profesional de la Mágnum, sino que no había hecho ni la menor inversión porque el resultado final estuviera ni medio a la altura de los originales. Era una mierda. Algunas obras parecían borrones sin el menor contraste, era difícil hacerlo peor. Ni siquiera tuvieron la vergüenza de enviarle un ejemplar del libro y darle las gracias. Para eso habría que empezar, claro, teniendo algo de vergüenza. Pero en este mundo cada cual se retrata solo, y si los editores lo hicieron con estas inmoralidades, Scianna volvió a demostrarme quién era con un nuevo correo: "Cuando no consideran económicamente tu trabajo eso significa que lo desprecian. Me arrepiento, pero no por responder con amistad a la amistad".
Ha pasado tiempo de aquello, y la verdad es que no sabía cómo iba a reaccionar Scianna cuando nos viéramos, apenas una mañana, en Madrid. Bueno, para empezar, me cayó un abrazo apretado, conversamos brevemente, me presentó a Campbell y Andò, y sentí que era un momentazo cuando, reunidos los cuatro, dijo Scianna que aquí estaban "los Sciascia Boys". Evidentemente yo era el maletilla de aquella terna, pero estaba. Pena que no hubiera cerca una cámara para inmortalizar el momento, pero hay fotos que duran mucho más en la memoria que en el papel.
domingo, 14 de junio de 2009
En PhotoEspaña (II) Roberto Andò
Me lo imaginaba mucho mayor. "Roberto -me dijo Scianna sonriendo- es muy mayor, pero por dentro". No he visto nunca ni un título de su filmografía, pero me atrapó un librito suyo, Diario sin fechas, que tuvo en España una tirada tan minoritaria que he llegado a creer que soy su único lector.
Más joven de lo que había pensado, como decía, de semblante noble y conversación riquísima, Roberto Andò volvió después de un tiempo de autoexilio a su ciudad natal, Palermo, para ajustar cuentas con ella. Pero, cuando ya estaba preparado para arremeter, descubrió que aquella "ciudad perpleja" de la que hablaba Lucio Piccolo era ya en realidad una ciudad muerta. Conozco esa sensación porque he sentido cosas similares con mi Cádiz, que según se mire puede a ratos tener más de Comala que de Macondo. Lo bueno de caminar sobre las ruinas -de lo que una ciudad ha sido, de lo que ha sido para ti, de lo que tú fuiste en ella- es que, entre la elegía y la esperanza, entre lo que está a punto de perderse y lo que aún no ha nacido, todo está por hacer.
jueves, 11 de junio de 2009
En PhotoEspaña (I) Federico Campbell
Sin haber deshecho mi equipaje, volví a embarcarme en AVE a Madrid, sólo por echar unas horas -que se prometían muy ricas, y lo fueron- en una convocatoria de PhotoEspaña organizada por mi querido y admirado Ferdinando Scianna. La primera figura notable con la que conversé fue la de Federico Campbell, veterano periodista y escritor mexicano. Lo primero que me llamó la atención de él fue la valija a la que venía abrazado, una fatigada maleta de correas como salida de un episodio de Tintín, con las clásicas etiquetas aduaneras, cargadas de libros que no tardaron en pasar a mis manos. Bajito, locuaz, Campbell parecía preocupado con estar a la altura de lo que el público esperara del encuentro. Traté de explicarle que habría de todo, desde expertos muy exigentes a profanos dispuestos a aplaudir cualquier cosa, de modo que lo mejor es que hiciera su discurso, el que trajera preparado, sin más. Creo que superó la prueba con nota.
Le conté que el año pasado estuve a punto de bajar desde California a su tierra, Tijuana, pero me quitaron las ganas algunos amigos que conocen bien la zona. "No es Venecia, ¿sabes?", me respondió. Tijuana lleva tiempo arrojando cifras de violencia muy próximas a las de una guerra civil. El gran libro, a mi parecer, de cuantos ha publicado Campbell lleva por título La memoria de Sciascia, y es un repaso a toda la obra del gran maestro racalmutense comparando la Sicilia de éste con el México contemporáneo. Tal vez el espanto y la iniquidad vayan por ahí saltando fronteras, escondidos en una maleta viajera como la de Campbell. Pero las ideas y los libros, ésa es nuestra suerte, también.
Le conté que el año pasado estuve a punto de bajar desde California a su tierra, Tijuana, pero me quitaron las ganas algunos amigos que conocen bien la zona. "No es Venecia, ¿sabes?", me respondió. Tijuana lleva tiempo arrojando cifras de violencia muy próximas a las de una guerra civil. El gran libro, a mi parecer, de cuantos ha publicado Campbell lleva por título La memoria de Sciascia, y es un repaso a toda la obra del gran maestro racalmutense comparando la Sicilia de éste con el México contemporáneo. Tal vez el espanto y la iniquidad vayan por ahí saltando fronteras, escondidos en una maleta viajera como la de Campbell. Pero las ideas y los libros, ésa es nuestra suerte, también.
miércoles, 10 de junio de 2009
Debut con picadores en Madrid
A la mañana siguiente volví, como el asesino al lugar del crimen, por el Retiro. Lucía el sol y la Feria del Libro estaba de bote en bote, como la de Abril pero sin caballos. Me entretuve saludando a Andrés Neuman, que está que se sale con su premio Alfaguara, y a Fernando Iwasaki firmando en su caseta, y a la buena gente de Contexto, y me crucé con Jorge Martínez Reverte y con Guelbenzu y no sé con quién más. De repente, no sé si por efecto del calor o por los dos vermuses que me había plimplado una hora antes en el Rastro, vi con claridad ante mí la figura aureolada de Ken Follett, que me reprochaba con acento galés la última entrada de mi blog en estos términos: "¿Pachanguero yo? Al menos vendo millones de ejemplares, pero tú, papafrita, a quién quieres engañar, queriendo dar el pego con esa musiquita de vámonosquenosvamos?
El espectro de Follett sabía sin duda de mi debut en Madrid esa misma noche, en un céntrico local llamado Barcelona 8, como acompañante a las percusiones de Juan Luis Pineda. Pocos nervios tenía cuando me dirigí hacia Sol con Juanlu, menos cuando doblamos, sintiéndonos en casa, por la calle Cádiz, y ninguno cuando, después de probar sonido, vimos entrar a un maravilloso batallón de buenos amigos, desde Fernando González Lucini y Javi a Luis García Montero, pasando por Javier Vela y Joaquín Pérez Azaústre, que no se pierden una, y Kamala Orozco, Iñaki Campillos, Marucha Barbero, Carmen Ibáñez, Gemma de Navona Editorial, Javier López, Lucía y Ana, Iván, Fifi...
La suerte de tener allí abajo mucho más talento sobre el escenario no hizo sino motivarnos, y así, casi sin darme cuenta, en apenas una hora y pico, se consumó mi tardío desvirge, mi estreno capitalino. No me hizo mejor músico -quiero decir que no me hizo músico-, sólo un poco más feliz. En un oscuro rincón junto a la barra creí ver de nuevo el rostro del viejo Follett, pero no era más que una voluta de humo, la libélula vaga de una vaga ilusión.
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