jueves, 20 de agosto de 2009

Teselas griegas (VI) De Rethymno a Heraklion

Muy de mañana subimos a bordo de nuestro coche recién alquilado, nos despedimos de Chania y enfilamos la carretera rumbo a Rethymno. Pensando que Chania está considerada la perla de la isla, nos temíamos lo peor. Sin embargo, antes del mediodía llegaremos a un lugar que, también con su puerto veneciano y sus tiendas de souvenirs, tiene encanto: el de la ciudad vivida, el de los vecinos yendo y viniendo por sus itinerarios habituales, envejeciendo dignamente en las mismas calles en las que crecieron.
Dicen que a finales de julio se celebra aquí una gran fiesta del vino, pero en el parque municipal que supuestamente la acoge no encontramos ni rastro de celebraciones dionisíacas. Paseamos un poco entre los leones renacentistas de la fuente Rimondi y el minarete apuntalado de la mezquita Nerantzer, y paramos a comer en algo que parece el salón de una casa más que un restaurante. La propietaria, amabilísima, nos servirá a muy buen precio cerveza griega, ensalada griega (con el inevitable queso feta), unos pinchos de cordero y un delicioso tzatziki, ese aperitivo de yogur mezclado con ajo y pepino que acompaña de manera muy tentadora al rico pan de la isla.
Después de un digestivo café mirando al mar seguimos nuestra ruta: Perivólia, Platanias, Stavrómeros, Skaletá, Panormos, Paleokástro... No tardaremos en descubrir una curiosa circunstancia de la carretera cretense, y es el hecho de que, a la hora de adelantar, el arcén sirva como segundo carril, de modo que si sientes que un auto quiere pasarte, no tienes más remedio que echarte al margen. ¿Y qué sucede si en el arcén hay un coche averiado o unos operarios trabajando? Eso mismo nos preguntamos nosotros.
Con no pocos sobresaltos llegamos por fin a Heraklion, unánimemente considerada la ciudad más fea de Creta, la castigada capital de la isla. A mí, y no es por llevar la contraria, no me parece tan horrenda a primera vista. Otro puerto veneciano, murallas que se ruborizan a la caída del sol, un centro con calles que caen en pendiente hacia el mar, me recuerda en cierto modo a mi Ceuta. Clavamos nuestra bandera en el primer hotel que encontramos a mano, el deslustroso Irini, con un enorme solar sembrado de grúas como única vista desde nuestro balcón, y todas las demás persianas bajadas, como si fuéramos los únicos huéspedes o todos nuestros vecinos fueran vampiros. Nos refrescamos un poco y corremos, antes de que se haga de noche, a cumplir con el propósito que nos trajo hasta aquí.

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