Digámoslo así: Atenas no es la más hermosa de las capitales europeas. Es más, bien podría estar entre las cuatro o cinco primeras por la cola. Puede que la culpa la tenga el nombre: las seis letras de Atenas son demasiado grandes como para que exista una ciudad a su altura, así que -pensarán sus vecinos- para qué tomarse molestias. Mejor ver la vida pasar desde el cafetín, ese palco espléndido donde el tiempo queda atrapado en los posos de café y cualquiera tiene un plan infalible para arreglar el país o hacer que la selección nacional de fútbol gane la Eurocopa.
-Sevila, sevilanos... Sevila dos veces UEFA, ¿ah? - nos dice el taxista que nos llevará de la plaza de Syntagma al hotel, haciéndose el amigable para distraer nuestra atención sobre la clavada que nos tiene reservada, ese rejón de bienvenida que la picaresca sin escrúpulos reserva al turista primerizo. Asumimos el impuesto, qué remedio, pero añadimos de propina un silencio despectivo.
Después de descansar un poco y tomar un baño hasta el borde de agua templada llamamos a Yorgos, nuestro hombre en Atenas. Atravesamos la Plaza Victoria, concurrido punto de encuentro de magrebíes y subsaharianos que conversan después de arrastrar sus mantas de aquí para allá todo el día, y nos dirigimos hacia Exarchia, agradable zona de bares y terrazas con un eje un poco inquietante, un jardincillo pumarejero donde los últimos yonquis de la capital parecen rendir homenaje a Michael Jackson arrastrando las botas a paso de muerto viviente.
A medio camino, nos encontramos con un grupo de gallegos de edad madura que nos preguntan cómo llegar al Museo Arqueológico. Como tenemos un plano a mano, tratamos de orientarles:
-Lo malo es que aquí no tenéis apenas luz, con estas farolas tan tristes -dice una.
-Pero muy bien que habléis español, ¿eh? Eso es una alegría -dice otra.
-Señoras, es que somos españoles. Acabamos de llegar -les explicamos, y reconocemos una pequeña decepción en sus miradas.
La casa de Yorgos es grande y tranquila, apartada de la bulla noctívaga. Casado con colombiana, habla español con fluidez y ligero acento catalán, o eso me parece. Mientras devora unas berenjenas con muy buena pinta, nos da los billetes de barco que le pedimos y algunas recomendaciones útiles y se despide con prisa, pues tiene una cita. Nos invita a caminar hasta Monastiraki y dar un paseo por las calles peatonales pródigas en tiendas y restaurantes coquetos. Cruzamos plazas bañadas de luz amarillenta, avenidas por las que el tráfico fluye temerariamente, soportales sombríos, y al fin distinguimos allá en lo alto, como suspendida en medio de la oscuridad, la Acrópolis iluminada. Tal vez siempre fue así, puede que también en tiempos imperiales los poderosos se dieran cita allí, en las olímpicas alturas, mientras que acá abajo se arrastraba como podía la masa menesterosa.
Hoy sólo contemplaremos la maravilla desde abajo. "Luz petrificada" la llamó Lamartine, y lo parece aún más de noche, bajo el efecto de los focos. Nos guardamos la visita para mañana.
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